Ordesa

Manuel Vilas

Fragmento

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Ordesa

Hay libros domesticados que te dan siempre la razón, incluso cuando no la tienes. Y libros de perrera, pobres como chuchos sin dueño, la mayoría cubiertos por las pulgas del papel, que se llaman lepismas y también pececillos de plata, y que se comen las metáforas de las novelas del mismo modo que los piojos chupan la sangre a los perros callejeros. Hay tantas clases de libros como de perros. Perros y libros de todos los tamaños encuadernados en esto o en lo otro, impresos en esta familia tipográfica o en esta otra, ilustrados y sin lustre, de raza o vagabundos. Hay libros que vienen cuando silbas y te agasajan con la furia con la que el perro contonea el cuerpo cuando te ve llegar. Hay libros caniches y libros grandes, de razas oscuras, que se comen a los hijos de las visitas mientras los adultos toman café en el salón.

Y luego están los libros de criadero, que se atiborran de piensos compuestos y hacen menos ejercicio que un rodaballo en una piscifactoría. Los libros de piscifactoría, construidos a partir de lugares comunes, proporcionan al lector un número de calorías insuficiente, además de cantidades ridículas de ácidos grasos tipo omega 3. A veces no se los distingue de los que nacen en el mar porque hemos perdido el gusto y confundimos la escritura con la caligrafía. Pero donde haya un buen libro de pincho, que se quiten los de serie.

Todo esto era para decir que, además de los mencionados, hay libros salvajes, como la lubina del Cantábrico, pura plata brillando al sol que te duele cuando la pescas. Libros que lees boqueando, como si acabaran de sacarte de la atmósfera, o que te arrastran a las profundidades del océano. Libros como Ordesa, de Manuel Vilas, al que Dios confunda por rompernos el alma.

JUAN JOSÉ MILLÁS

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Cinco años de Ordesa

Querido lector y querida lectora: este libro que tienes entre las manos acaba de cumplir cinco años. Fue editado por primera vez a finales de enero del año 2018. Y esta es una edición conmemorativa. Este libro me cambió la vida para siempre, como escritor y como ser humano, si es que pue­de hacerse tal diferencia, que en mi caso ya no es posible. Para celebrar estos cinco años la presente edición incorpora por primera vez un capítulo nuevo, que aparece al final del libro. Es un capítulo que escribí en la primavera del año 18, pero que nunca fue incorporado a Ordesa. Lo hace ahora por primera vez. Se titula «Hostal Don Juan», pues ese era el nombre de un pequeño establecimiento hotelero cercano a la playa del pueblo de Cambrils, en la costa mediterránea de Tarragona, donde mi madre y mi padre fueron felices en los veranos de los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo XX.

La memoria es una de las formas más misteriosas del amor.

MANUEL VILAS

Mayo de 2023

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Gracias a la vida, que me ha dado tanto.

Me ha dado la risa y me ha dado el llanto.

Así yo distingo dicha de quebranto,

los dos materiales que forman mi canto,

y el canto de ustedes, que es el mismo canto,

y el canto de todos, que es mi propio canto.

VIOLETA PARRA

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Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.

Nunca lo soporté.

Miraba la ciudad de Madrid y la irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo mi cuerpo.

He sido un eccehomo.

No entendí la vida.

Las conversaciones con otros seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas.

Me dolía hablar con los demás: veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y serán. Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.

La caída antes de la caída.

La vanidad de las conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.

Fue entonces cuando volví otra vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones, a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento general de todas las cosas.

Creí que mi cerebro estaba fosilizado, no era capaz de resolver operaciones cerebrales sencillas. Sumaba las matrículas de los coches, y esas operaciones matemáticas me sumían en una honda tristeza. Cometía errores a la hora de hablar el español. Tardaba en articular una frase, me quedaba en silencio, y mi interlocutor me miraba con pena o desdén, y era él quien acababa mi frase.

Tartamudeaba, y repetía mil veces la misma oración. Tal vez había belleza en esa disfemia emocional. Le pedí cuentas a mi padre. Pensaba todo el rato en la vida de mi padre. Intentaba encontrar en su vida una explicación de la mía. Me volví un ser aterrorizado y visionario.

Me miraba en el espejo y veía no mi envejecimiento, sino el envejecimiento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el envejecimiento de mi padre. Podía así recordarle perfectamente, solo tenía que mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocida, como en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido.

No había ninguna alegría ni ninguna felicidad en el reencuentro con mi padre en el espejo, sino otra vuelta de tuerca en el dolor, un grado más en el descendimiento, en la hipotermia de dos cadáveres que hablan.

Veo lo que no fue hecho para la visibilidad, veo la muerte en extensión y en fundamentación de la materia, veo la ingravidez global de todas las cosas. Estaba leyendo a Teresa de Ávila, y a esa mujer le ocurrían cosas parecidas a las que me ocurren a mí. Ella las llamaba de una manera, yo de otra.

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