Ordesa

Manuel Vilas

Fragmento

ordesa-1

Ordesa

Hay libros domesticados que te dan siempre la razón, incluso cuando no la tienes. Y libros de perrera, pobres como chuchos sin dueño, la mayoría cubiertos por las pulgas del papel, que se llaman lepismas y también pececillos de plata, y que se comen las metáforas de las novelas del mismo modo que los piojos chupan la sangre a los perros callejeros. Hay tantas clases de libros como de perros. Perros y libros de todos los tamaños encuadernados en esto o en lo otro, impresos en esta familia tipográfica o en esta otra, ilustrados y sin lustre, de raza o vagabundos. Hay libros que vienen cuando silbas y te agasajan con la furia con la que el perro contonea el cuerpo cuando te ve llegar. Hay libros caniches y libros grandes, de razas oscuras, que se comen a los hijos de las visitas mientras los adultos toman café en el salón.

Y luego están los libros de criadero, que se atiborran de piensos compuestos y hacen menos ejercicio que un rodaballo en una piscifactoría. Los libros de piscifactoría, construidos a partir de lugares comunes, proporcionan al lector un número de calorías insuficiente, además de cantidades ridículas de ácidos grasos tipo omega 3. A veces no se los distingue de los que nacen en el mar porque hemos perdido el gusto y confundimos la escritura con la caligrafía. Pero donde haya un buen libro de pincho, que se quiten los de serie.

Todo esto era para decir que, además de los mencionados, hay libros salvajes, como la lubina del Cantábrico, pura plata brillando al sol que te duele cuando la pescas. Libros que lees boqueando, como si acabaran de sacarte de la atmósfera, o que te arrastran a las profundidades del océano. Libros como Ordesa, de Manuel Vilas, al que Dios confunda por rompernos el alma.

JUAN JOSÉ MILLÁS

ordesa-2

Cinco años de Ordesa

Querido lector y querida lectora: este libro que tienes entre las manos acaba de cumplir cinco años. Fue editado por primera vez a finales de enero del año 2018. Y esta es una edición conmemorativa. Este libro me cambió la vida para siempre, como escritor y como ser humano, si es que pue­de hacerse tal diferencia, que en mi caso ya no es posible. Para celebrar estos cinco años la presente edición incorpora por primera vez un capítulo nuevo, que aparece al final del libro. Es un capítulo que escribí en la primavera del año 18, pero que nunca fue incorporado a Ordesa. Lo hace ahora por primera vez. Se titula «Hostal Don Juan», pues ese era el nombre de un pequeño establecimiento hotelero cercano a la playa del pueblo de Cambrils, en la costa mediterránea de Tarragona, donde mi madre y mi padre fueron felices en los veranos de los primeros años de la década de los setenta del pasado siglo XX.

La memoria es una de las formas más misteriosas del amor.

MANUEL VILAS

Mayo de 2023

ordesa-3

Gracias a la vida, que me ha dado tanto.

Me ha dado la risa y me ha dado el llanto.

Así yo distingo dicha de quebranto,

los dos materiales que forman mi canto,

y el canto de ustedes, que es el mismo canto,

y el canto de todos, que es mi propio canto.

VIOLETA PARRA

ordesa-4

1

Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas. Ojalá hubiera una forma de saber cuánto hemos sufrido, y que el dolor tuviera materia y medición. Todo hombre acaba un día u otro enfrentándose a la ingravidez de su paso por el mundo. Hay seres humanos que pueden soportarlo, yo nunca lo soportaré.

Nunca lo soporté.

Miraba la ciudad de Madrid y la irrealidad de sus calles y de sus casas y de sus seres humanos me llagaba por todo mi cuerpo.

He sido un eccehomo.

No entendí la vida.

Las conversaciones con otros seres humanos se volvieron aburridas, lentas, dañinas.

Me dolía hablar con los demás: veía la inutilidad de todas las conversaciones humanas que han sido y serán. Veía el olvido de las conversaciones cuando estas aún estaban presentes.

La caída antes de la caída.

La vanidad de las conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta. Las vanidades pactadas para que el mundo pueda existir.

Fue entonces cuando volví otra vez a pensar en mi padre. Porque pensé que las conversaciones que había tenido con mi padre eran lo único que merecía la pena. Regresé a esas conversaciones, a la espera de lograr un momento de descanso en mitad del desvanecimiento general de todas las cosas.

Creí que mi cerebro estaba fosilizado, no era capaz de resolver operaciones cerebrales sencillas. Sumaba las matrículas de los coches, y esas operaciones matemáticas me sumían en una honda tristeza. Cometía errores a la hora de hablar el español. Tardaba en articular una frase, me quedaba en silencio, y mi interlocutor me miraba con pena o desdén, y era él quien acababa mi frase.

Tartamudeaba, y repetía mil veces la misma oración. Tal vez había belleza en esa disfemia emocional. Le pedí cuentas a mi padre. Pensaba todo el rato en la vida de mi padre. Intentaba encontrar en su vida una explicación de la mía. Me volví un ser aterrorizado y visionario.

Me miraba en el espejo y veía no mi envejecimiento, sino el envejecimiento de otro ser que ya había estado en este mundo. Veía el envejecimiento de mi padre. Podía así recordarle perfectamente, solo tenía que mirarme yo en el espejo y aparecía él, como en una liturgia desconocida, como en una ceremonia chamánica, como en un orden teológico invertido.

No había ninguna alegría ni ninguna felicidad en el reencuentro con mi padre en el espejo, sino otra vuelta de tuerca en el dolor, un grado más en el descendimiento, en la hipotermia de dos cadáveres que hablan.

Veo lo que no fue hecho para la visibilidad, veo la muerte en extensión y en fundamentación de la materia, veo la ingravidez global de todas las cosas. Estaba leyendo a Teresa de Ávila, y a esa mujer le ocurrían cosas parecidas a las que me ocurren a mí. Ella las llamaba de una manera, yo de otra.

Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos.

El gran fantasma de lo que somos: una construcción alejada de la naturaleza. El gran fantasma es exitoso: la humanidad está convencida de su existencia. Es allí donde comienzan mis problemas.

Había en el año 2015 una tristeza que caminaba por todo el planeta y entraba en las sociedades humanas como si fuera un virus.

Me hice un escáner cerebral. Visité a un neurólogo. Era un hombre corpulento, calvo, con las uñas cuidadas, con corbata debajo de la bata blanca. Me hizo pruebas. Me dijo que no había nada raro en mi cabeza. Que estaba todo bien.

Y comencé a escribir este libro.

Pensé que el estado de mi alma era un vago recuerdo de algo que ocurrió en un lugar del norte de España llamado Ordesa, un lugar lleno de montañas, y era un recuerdo amarillo, el color amarillo invadía el nombre de Ordesa, y tras Ordesa se dibujaba la figura de mi padre en un verano de 1969.

Un estado mental que es un lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo.

Todo se volvió amarillo. Que las cosas y los seres humanos se vuelvan amarillos significa que han alcanzado la inconsistencia, o el rencor.

El dolor es amarillo, eso quiero decir.

Escribo estas palabras el 9 de mayo del año 2015. Hace setenta años, Alemania firmaba su rendición incondicional. En un par de días las fotos de Hitler serían sustituidas por las fotos de Stalin.

La Historia es también un cuerpo con remordimientos. Tengo cincuenta y dos años y soy la historia de mí mismo.

Mis dos hijos entran en casa ahora mismo, vienen de jugar al pádel. Hace ya un calor horrible. La insistencia del calor, su venida constante sobre los hombres, sobre el planeta.

Y el crecimiento del calor sobre la humanidad. No es solo el cambio climático, es una especie de recordatorio de la Historia, una especie de venganza de los mitos viejos sobre los mitos nuevos. El cambio climático no es más que una actualización del apocalipsis. Nos gusta el apocalipsis. Lo llevamos en la genética.

El apartamento en el que vivo está sucio, lleno de polvo. He intentado limpiarlo varias veces, pero es imposible. Nunca he sabido limpiar, y no porque no haya puesto interés. A lo mejor hay en mí algún residuo genético que me emparenta con la aristocracia. Esto me parece bastante improbable.

Vivo en la avenida de Ranillas, en una ciudad del norte de España cuyo nombre no recuerdo ahora mismo: solo hay polvo, calor y hormigas aquí. Hace un tiempo tuve una plaga de hormigas, y las maté con el aspirador: cientos de hormigas aspiradas, me sentí un genocida legítimo. Miro la sartén que está en la cocina. La grasa pegada a la sartén. Tengo que fregarla. No sé qué les daré de comer a mis hijos. La banalidad de la comida. Desde la ventana se ve un templo católico, recibiendo impertérrito la luz del sol, su fuego ateo. El fuego del sol que Dios envía directamente sobre la tierra como si fuese una bola negra, sucia, miserable, como si fuese podredumbre, basura. ¿No veis la basura del sol?

No hay gente en las calles. Donde yo vivo no hay calles, sino aceras vacías, llenas de tierra y saltamontes muertos. La gente se fue de vacaciones. Disfrutan en las playas del agua del mar. Los saltamontes muertos también fundaron familias y tuvieron días de fiesta, días de Navidad y celebraciones de cumpleaños. Todos somos pobre gente, metidos en el túnel de la existencia. La existencia es una categoría moral. Existir nos obliga a hacer, a hacer cosas, lo que sea.

Si de algo me he dado cuenta en la vida es de que todos los hombres y las mujeres somos una sola existencia. Esa sola existencia algún día tendrá una representación política, y ese día daremos un paso adelante. Yo no lo veré. Hay tantas cosas que no veré y que estoy viendo ahora mismo.

Siempre vi cosas.

Siempre me hablaron los muertos.

Vi tantas cosas que el futuro acabó hablando conmigo como si fuésemos vecinos o incluso amigos.

Estoy hablando de esos seres, de los fantasmas, de los muertos, de mis padres muertos, del amor que les tuve, de que no se marcha ese amor.

Nadie sabe qué es el amor.

ordesa-5

2

Después de mi divorcio (ocurrido hace un año, aunque nunca se sabe muy bien el tiempo, porque no es una fecha, sino un proceso, aunque oficialmente sea una fecha; a efectos judiciales tal vez sea un día concreto; en cualquier caso, habría que tener en cuenta muchas fechas significativas: la primera vez que lo piensas, la segunda vez, el amontonamiento de las veces, la próspera adquisición de hechos llenos de desavenencias y discusiones y tristezas que van apuntalando lo pensado, y por fin la marcha de tu casa, y la marcha es tal vez la que precipita la cascada de acontecimientos que acaban en un taxativo acontecimiento judicial, que parece el fin desde el punto de vista legal; pues es el punto de vista legal casi una brújula en el despeñadero, una ciencia, en tanto en cuanto necesitamos una ciencia que dé racionalidad, un principio de certeza) me convertí en el hombre que ya había sido muchos años atrás, es decir, tuve que comprar una fregona y un cepillo, y productos de limpieza, muchos productos de limpieza.

El conserje del bloque de apartamentos estaba en la puerta. Hemos hablado un poco. Algo relacionado con un partido de fútbol. Yo también pienso en la vida de la gente. El conserje es de raza oriental, aunque su nacionalidad es ecuatoriana. Lleva mucho tiempo en España, no se acuerda de Ecuador. Yo sé que, en el fondo, envidia mi apartamento. Por muy mal que te vaya en la vida, siempre hay alguien que te envidia. Es una especie de sarcasmo cósmico.

Mi hijo me ha ayudado a limpiar la casa. Había un montón de correspondencia amontonada, llena de polvo. Cogías un sobre y notabas esa sensación mugrienta que deja el polvo, casi a punto de ser tierra, sobre las yemas de tus dedos.

Había desvaídas cartas de amor antiguo, inocentes y tiernas cartas de juventud, las cartas de la madre de mi hijo y de quien fue mi mujer. Le he dicho a mi hijo que pusiera eso en el cajón de recuerdos. Hemos puesto allí también fotos de mi padre y una cartera de mi madre. Una especie de cementerio de la memoria. No he querido, o no he podido, detener la mirada ante esos objetos. Los he tocado con amor, y con dolor.

No sabes qué hacer con todas estas cosas, ¿verdad?, me ha dicho mi hijo.

Hay más cosas aún; están las facturas y los papeles que parecen ser importantes, como los seguros, y las cartas del banco, le he dicho.

Los bancos te arrasan el buzón con cartas deprimentes. Un montón de extractos bancarios. Me ponen nervioso las cartas del banco. Vienen a decirte lo que eres. Te impelen a la reflexión de tu nulo sentido en el mundo.

Me he puesto a mirar extractos bancarios.

¿Por qué te gusta tener la refrigeración tan alta?, me ha preguntado.

Tengo pánico al calor, mi padre también lo tenía. ¿Te acuerdas de tu abuelo?

Esa es una pregunta incómoda, porque mi hijo piensa que con esta clase de preguntas busco algún tipo de ventaja, algún tipo de tratamiento benévolo por su parte.

Mi hijo tiene capacidad de resolución y de trabajo. Ha sido exhaustivo ayudándome en la limpieza de mi apartamento.

De repente, mi apartamento me ha parecido que no valía el dinero que estoy pagando por él. Imagino que esa certidumbre es la prueba de madurez más obvia de una inteligencia humana bajo el peso del capitalismo. Pero gracias al capitalismo tengo casa.

He pensado, como siempre, en la ruina económica. La vida de un hombre es, en esencia, el intento de no caer en la ruina económica. Da igual a qué se dedique, ese es el gran fracaso. Si no sabes alimentar a tus hijos, no tienes ninguna razón para existir en sociedad.

Nadie sabe si se puede vivir si no es socialmente. La estimación de los demás acaba siendo la única cédula de tu existencia. La estimación es una moral, conforma los valores y el juicio que existe sobre ti, y de ese juicio se desprende tu posición en el mundo. Es una lucha entre el cuerpo, tu cuerpo, donde reside la vida, y el valor de tu cuerpo para los demás. Si la gente te codicia, si codicia tu presencia, te irá bien.

Sin embargo, la muerte —esa loca sociópata— iguala todas las estimaciones sociales y morales con la corrupción de la carne, que sigue estando en activo. Se habla mucho de la corrupción política y de la corrupción moral, y muy poco de la corrupción de un cuerpo a manos de la muerte: de la inflamación, de la explosión de gases nauseabundos y de la conversión del cadáver en hediondez.

Mi padre hablaba muy poco de su madre. Solo recordaba lo bien que cocinaba. Mi abuela se marchó de Barbastro a finales de los años sesenta y ya no volvió más. Se iría allá por 1969. Se fue con su hija.

Barbastro es el pueblo en el que yo nací y en donde me crie. Cuando nací tenía diez mil habitantes. Ahora tiene diecisiete mil. Conforme pasa el tiempo, ese pueblo tiene ya la fuerza de un destino cósmico, y a la vez privado.

A ese deseo de convertir lo informe en un personaje con forma los antiguos lo llamaron «alegoría». Porque para casi todos los seres humanos el pasado tiene la concreción de un personaje de novela.

Recuerdo una foto de los años cincuenta de mi padre, en donde sale dentro de su Seat 600. Casi no se le distingue, pero es él. Es una foto extraña, muy de aquella época, con calles como recién aparecidas. Al fondo hay un Renault Ondine y un corro de mujeres; mujeres de espaldas, con sus bolsos, mujeres que ahora estarán ya muertas o serán ancianas. Distingo la cabeza de mi padre dentro del Seat 600 con matrícula de Barcelona. Nunca aludió a ese hecho, al hecho de que su primer Seat 600 llevara matrícula de Barcelona. No parece ni verano ni invierno. Puede ser finales de septiembre o finales de mayo, eso calculo por la ropa de las mujeres.

Poco cabe decir del desmoronamiento de todas las cosas que han sido. Cabe señalar mi personal fascinación por ese automóvil, por ese Seat 600, que fue motivo de alegría para millones de españoles, que fue motivo de esperanza atea y material, que fue motivo de fe en el futuro de las máquinas personales, que fue motivo para el viaje, que fue motivo para el conocimiento de otros lugares y otras ciudades, que fue motivo para pensar en los laberintos de la geografía y de los caminos, que fue motivo para visitar ríos y playas, que fue motivo para encerrarse dentro de un cubículo separado del mundo.

La matrícula es de Barcelona, y el número es un número perdido: 186.025. Algo quedará de esa matrícula en alguna parte, y pensar eso es como tener fe.

Conciencia de clase es lo que no debe faltarnos nunca. Mi padre hizo lo que pudo con España: encontró un trabajo, trabajó, fundó una familia y murió.

Y hay pocas alternativas a estos hechos.

La familia es una forma de felicidad testada. La gente que decide quedarse soltera, como se ha demostrado estadísticamente, muere pronto. Y nadie quiere morir antes de hora. Porque morir no tiene ninguna gracia y es algo antiguo. El deseo de muerte es un anacronismo. Y eso lo hemos descubierto hace poco. Es un descubrimiento último de la cultura occidental: es mejor no morir.

Pase lo que pase, no te mueras, sobre todo por una cosa bien sencilla de entender: no es necesario. No es necesario que uno se muera. Antes se creía que sí, antes se creía que era necesario morir.

Antes la vida valía menos. Ahora vale más. La generación de riquezas, la abundancia material, hace que los desharrapados históricos (aquellos a quienes hace décadas les daba igual estar vivos que muertos) amen estar vivos.

La clase media española de los años cincuenta y sesenta trasladó a sus vástagos aspiraciones más sofisticadas.

Mi abuela murió no sé ni en qué año. Tal vez fuese en 1992 o 1993, o en 1999 o en 2001, o en 1996 o en 2000, por ahí. Mi tía llamó por teléfono con la noticia de la muerte de la madre de mi padre. Mi padre no se hablaba con su hermana. Dejó un mensaje en el contestador. Yo oí el mensaje. Venía a decir que, aunque se llevaran mal, compartían la misma madre. Eso: que tenían la misma madre, lo cual era motivo de acercamiento. Yo me quedé pensativo cuando oí ese mensaje, siempre entraba una luz muy fuerte en la casa de mis padres que hacía que los hechos perdieran consistencia, porque la luz es más poderosa que las acciones humanas.

Mi padre se sentó en su sillón. Un sillón de color amarillo. No iba a ir al entierro, fue su decisión. Había muerto en una ciudad lejana, a unos quinientos kilómetros de Barbastro, a unos quinientos kilómetros de donde en ese momento mi padre recibió la noticia de la muerte de su madre. Simplemente, pasó de ir. No le apetecía ir. Conducir tanto. O subirse a un autobús durante horas. Y tener que buscar ese autobús.

Ese hecho generó cataratas de otros hechos. No me interesa enjuiciar lo que pasó, sino narrarlo o decirlo o celebrarlo. La moralidad de los hechos es siempre una construcción de la cultura. Los hechos en sí mismos sí son seguros. Los hechos son naturaleza, su interpretación es política.

Mi padre no fue al entierro de mi abuela. ¿Qué relación tenía con su madre? No tenía ninguna relación. Sí, claro, la tuvieron al principio de los tiempos, no sé, allá por 1935 o por 1940, pero esa relación se fue evaporando, desapareciendo. Yo creo que mi padre debería haber ido a ese entierro. No por su madre muerta, sino por él, y también por mí. Al desentenderse de ese entierro estaba decidiendo también desentenderse de la vida en general.

El supremo misterio es que mi padre amaba a su madre. La razón de que no fuera a su entierro se cimienta en que su inconsciente rechazaba el cuerpo muerto de su madre. Y su yo consciente estaba alimentado por una pereza invencible.

Se mezclan en mi cabeza mil historias, relacionadas con la pobreza y con cómo la pobreza te acaba envenenando con el sueño de la riqueza. O con cómo la pobreza engendra inmovilidad, falta de ganas de subirse a un coche y hacer quinientos kilómetros.

El capitalismo se hundió en España en el año 2008, nos perdimos, ya no sabíamos a qué aspirar. Comenzó una comedia política con la llegada de la recesión económica.

Casi tuvimos envidia de los muertos.

Mi padre fue quemado en un horno de gasoil. Él nunca manifestó ningún deseo de lo que quería que hiciéramos con su cadáver. Nos limitamos a quitarnos de encima el muerto (el cuerpo yacente, aquello que había sido y ahora no sabíamos qué era), como hace todo el mundo. Como harán conmigo. Cuando muere alguien, nuestra obsesión es borrar el cadáver del mapa. Extinguir el cuerpo. Pero por qué tanta prisa. ¿Por la corrupción de la carne? No, porque ahora hay neveras muy avanzadas en el depósito de cadáveres. Nos espanta un cadáver. Nos espanta el futuro, nos espanta aquello en lo que nos convertiremos. Nos aterroriza la revisión de los lazos que nos unieron a ese cadáver. Nos asustan los días pasados al lado del cadáver, el montón de cosas que hicimos con ese cadáver: ir a la playa, comer con él, viajar con él, cenar con él, incluso dormir con él.

Al final de la vida de la gente, el único problema real que se presenta es qué hacer con los cadáveres. En España hay dos posibilidades: la inhumación o la incineración. Son dos bellas palabras que hunden sus raíces en el latín: convertirte en tierra o en ceniza.

La lengua latina prestigia nuestra muerte.

Mi padre fue incinerado el 19 de diciembre del año 2005. Ahora me arrepiento, fue una decisión tal vez apresurada. Por otra parte, el hecho de que mi padre no fuera al entierro de su madre, es decir, de mi abuela, tuvo que ver con que lo quemáramos. ¿Qué es más relevante, señalar mi parentesco y decir «mi abuela» o señalar el de mi padre y decir «su madre»? Dudo qué punto de vista elegir. Mi abuela o su madre, en esa elección está todo. Mi padre no fue al entierro de mi abuela y eso tuvo que ver con lo que hicimos con el cadáver de mi padre; tuvo que ver con que decidiéramos quemarlo, incinerarlo. No tiene que ver con el amor, sino con la catarata de los hechos. Hechos que producen otros hechos: la catarata de la vida, agua que está corriendo todo el rato, mientras enloquecemos.

También me doy cuenta en este instante de que en mi vida no han sucedido grandes cosas, y sin embargo llevo dentro de mí un hondo sufrimiento. El dolor no es en absoluto un impedimento para la alegría, tal como yo entiendo el dolor, pues para mí está vinculado a la intensificación de la conciencia. El sufrimiento es una conciencia expandida que alcanza a todas las cosas que han sido y serán. Es una especie de amabilidad secreta con todas las cosas. Cortesía con todo lo que fue. Y de la amabilidad y la cortesía nace siempre la elegancia.

Es una forma de conciencia general. El sufrimiento es una mano tendida. Es amabilidad hacia los otros. Mientras sonreímos, por dentro desfallecemos. Si elegimos sonreír en vez de caernos muertos en medio de la calle es por elegancia, por ternura, por cortesía, por amor a los otros, por respeto a los otros.

Ni siquiera sé cómo estructurar el tiempo, cómo definirlo. Regreso a esta tarde de mayo de 2015 que estoy viviendo en este instante y veo esparcidos de forma caótica encima de mi cama un montón de medicamentos. Los hay de todas las clases: antibióticos, antihistamínicos, ansiolíticos, antidepresivos.

Y aun así, celebro estar vivo y lo celebraré siempre. Sobre la muerte de mi padre va cayendo el tiempo, y ya muchas veces tengo dificultades para recordarlo. Sin embargo, esto no me entristece. Que mi padre camine hacia la disolución total, en tanto en cuanto yo soy, junto con mi hermano, el único que lo recuerda, me parece de una alta hermosura.

Mi madre murió hace un año. Cuando ella vivía, algunas veces quise hablar de mi padre, pero ella rehusaba la conversación. Con mi hermano tampoco puedo hablar demasiado de mi padre. No es un reproche, en absoluto. Entiendo la incomodidad, y en cierto modo el pudor. Porque hablar de un muerto, en algunas tradiciones culturales, o al menos en la que me tocó a mí, supone un fuerte y acre grado de impudor.

De modo que me quedé a solas con mi padre. Y soy yo la única persona en este mundo —ignoro si lo hará mi hermano— que lo recuerda a diario. Y a diario contempla su desvanecimiento, que acaba convertido en pureza. No es que lo recuerde a diario, es que está en mí de forma permanente, es que yo me he retirado de mí mismo para hacerle hueco a él.

Es como si mi padre no hubiera querido estar vivo para mí, quiero decir que no quiso revelarme su vida, el sentido de su vida: ningún padre quiere ser un hombre para su hijo. Todo mi pasado se hundió cuando mi madre hizo lo mismo que mi padre: morirse.

ordesa-6

3

Mi madre se quedó muerta mientras dormía. Estaba harta de arrastrarse, pues no podía caminar. Nunca me enteré con exactitud de cuáles eran sus enfermedades concretas. Mi madre era una narradora caótica. Yo también lo soy. De mi madre heredé el caos narrativo. No lo heredé de ninguna tradición literaria, ni clásica ni vanguardista. Una degeneración mental provocada por una degeneración política.

En mi familia nunca se narró con precisión lo que estaba ocurriendo. De ahí viene la dificultad que yo tengo para verbalizar las cosas que me pasan. Mi madre tenía multitud de dolencias que se sobreponían las unas a las otras y colisionaban entre sí en sus narraciones. No había forma de ordenar lo que le ocurría. Yo he acabado descifrando lo que le pasaba: quería introducir en sus narraciones el desasosiego personal y quería además encontrar un sentido a los hechos narrados; interpretaba, y al final todo le conducía al silencio; olvidaba detalles que contaba pasados varios días, detalles que creía que no le beneficiaban.

Manipulaba los hechos. Tenía miedo de los hechos. Tenía miedo de que la realidad de lo ocurrido fuese contra sus intereses. Pero tampoco acertaba a saber cuáles eran sus intereses, más allá del instinto.

Mi madre omitía lo que pensaba que no le favorecía. Eso lo heredé yo en mis narraciones. No es mentir. Es, simplemente, miedo a equivocarte, o miedo a meter la pata, terror al atávico juicio de los otros por no haber hecho lo que se supone que tenías que hacer según el incomprensible código de la vida en sociedad. No entendimos bien, ni mi madre ni yo, lo que se supone que uno debe hacer. Por otro lado, tampoco los médicos y los geriatras que la atendieron consiguieron que las versiones médicas triunfasen sobre sus versiones caóticas y errabundas. Mi madre arrinconaba la lógica de la medicina, la conducía al abismo. Las preguntas que hacía a los médicos eran memorables. Una vez consiguió que un médico le acabara confesando que en realidad no sabía qué diferencia había entre una gripe bacteriana y una gripe vírica. En su caos moral y en su deseo de la salud, las observaciones intuitivas y visionarias de mi madre resultaban más interesantes que las explicaciones de los médicos. Ella veía el cuerpo humano como una serpiente hostil, y cruel. Creía en la crueldad de la circulación de la sangre.

Era una mujer-drama. Su dramatismo era superior a la paciencia de los médicos. Los médicos no sabían qué hacer con ella. Tenía muy mal los huesos de una pierna. Llevaba una prótesis que se le infectó. Se la colocaron en las mismas fechas en que le hicieron lo mismo al rey de España, Juan Carlos I. Lo dijo la televisión. Hacíamos chistes con aquello. Cuando se le infectó la prótesis, no podían extraérsela porque eso conllevaba una operación y mi madre también padecía de enfermedades cardiovasculares.

Sus males eran enumerativos. Enumeraba dolores, algunos de una originalidad inmensa.

Se quedó sola. Estaba allí en su piso, completamente sola, enumerando males.

También padecía de asma. Y de ansiedad. Era un compendio de todas las enfermedades que tuvieran nombre. Había convertido en enfermedad no grave su propia conciencia de la vida. Sus enfermedades no eran mortales, eran pequeños suplicios cotidianos. Eran sufrimiento, sin más.

Vivía en un piso de alquiler: cincuenta y cuatro años viviendo en un piso de alquiler. Fumó mucho en su juventud. Debió de fumar hasta que cumplió los sesenta. No sé cuándo dejó de fumar con exactitud.

Puedo intentar calcular de forma aproximada cuándo dejó de fumar. Sería sobre 1995, algo así. Es decir, que tendría entonces unos sesenta y dos años.

Fumaba con modernidad, y además se diferenciaba de las mujeres mayores de su época porque fumaba. Recuerdo mi niñez presidida por marcas de tabaco que a mí me parecían exuberantes y misteriosas.

Por ejemplo, la marca de tabaco Kent, que siempre me sedujo, especialmente por lo bonita que era la cajetilla, de color blanco. Mi madre fumaba Winston y L&M. Mi padre fumaba poco, y fumaba Lark.

Todos esos paquetes de tabaco que estaban en las mesas y mesitas de mi casa están asociados a la juventud de mis padres. Había alegría entonces en mi casa, porque mis padres eran jóvenes y fumaban. Los padres jóvenes fumaban. Y es increíble la precisión con que recuerdo esa alegría, una alegría de los años setenta, de principios de los años setenta: 1970, 1971, 1972, hasta 1973.

Ellos fumaban y yo miraba el humo, y así pasaron los años.

Ni mi padre ni mi madre fumaron nunca tabaco negro.

Nunca fumaron Ducados, nada de tabaco negro. De ahí que yo le cogiera manía a esa marca, al Ducados, que me parecía un tabaco sórdido, feo. No lo fumaban mis padres. Asocié el tabaco negro a la suciedad y a la pobreza. Aunque también vi que había gente rica que fumaba Ducados, pero eso no me impidió que siguiera mirando el tabaco negro con desdén o con miedo. Más bien con miedo. El miedo, al menos en personalidades como la mía, va asociado al espíritu de supervivencia. Cuanto más miedo tienes, más sobrevives. Siempre he tenido miedo. Pero, en cierto modo, el miedo no ha impedido que me metiera en líos.

Noto ahora una gigantesca grieta. Creo que al evocar las marcas de tabaco que fumaban mis padres estoy descubriendo una alegría inesperada en sus vidas, en las vidas de mis padres.

Quiero decir que creo que ellos fueron más felices que yo. Aunque al final se sintieran decepcionados por la vida. O tal vez decepcionados por el simple deterioro de sus cuerpos.

No fueron padres normales. Tuvieron su originalidad histórica. Oh, sí, ya lo creo. Fueron originales, pues hacían cosas raras, no eran como los otros. La razón de su excentricidad o de que me tocara a mí como hijo esa excentricidad me parece un enigma amoroso. Mi padre nació en 1930. Mi madre —es una hipótesis, pues cambiaba su fecha de nacimiento—, en 1932. Creo que se llevaban dos años, o puede que tres. A veces se llevaban seis, porque de vez en cuando mi madre insistía en que ella había nacido en 1936, le parecía una fecha famosa, porque la había oído nombrar muchas veces vete a saber por qué.

En realidad, nació en 1932.

ordesa-7

4

Mi madre procedía de una familia campesina, y se crio en un pueblo diminuto, cerca de Barbastro. Mi abuelo paterno era comerciante, pero tras la guerra civil fue acusado de rojo, de republicano, y fue condenado a diez años de cárcel que no llegó a cumplir por su estado de salud. Pasó seis años en una cárcel de Salamanca. No sé muy bien los detalles, a veces mi padre refería una historia de amistad de mi abuelo con los milicianos. Parece ser que tenía amigos en el Frente Popular. Fue denunciado cuando los nacionales entraron en Barbastro. Mi padre sabía quién lo había denunciado. Pero el tipo está ya muerto. Mi padre no heredó odio alguno. Lo que heredó fue silencio. No conozco muy bien la naturaleza de ese silencio; creo que no era un silencio de naturaleza política, sino una especie de renuncia a la palabra. Como si mi abuelo no quisiera hablar, y a mi padre le pareciera bien el mutismo.

Me moriré sin saber si mi padre y mi abuelo hablaron alguna vez. Puede que no hablaran nunca. Estaban envueltos en una pereza adánica. Me moriré sin saber si mi padre le dio alguna vez un beso a mi abuelo. Creo que no, creo que nunca se besaron. Darse un beso es vencer la pereza. La pereza de mis antepasados es hermosa. Yo no conocí a ninguno de mis abuelos, ni al materno ni al paterno. Ni siquiera hay fotos de ellos. Se fueron del mundo antes de que yo llegara al mundo, y se fueron sin dejar una fotografía. No dejaron un triste retrato. De modo que no sé qué hago yo en este mundo. Ni mi madre hablaba de su padre ni mi padre del suyo. Era el silencio como una forma de sedición. Nadie merece ser nombrado, y de esa manera no dejaremos de hablar de ese nadie cuando ese nadie muera.

ordesa-8

5

No iban nunca a misa mis padres, como hacían los padres de mis compañeros del colegio; eso me extrañaba mucho y me incomodaba ante mis amigos. No sabían quién era Dios. No es que fueran agnósticos o ateos. No eran nada. No pensaban en eso. Jamás nombraron la religión en casa. Y ahora que escribo este recuerdo me quedo fascinado. Igual mis padres eran extraterrestres. Ni siquiera blasfemaban. Jamás nombraron a Dios. Vivieron como si no existiese la religión católica, y eso tiene un mérito indecible en la España que les tocó en suerte. La religión para mis padres fue algo invisible. No existía. Su mundo moral ocurrió sin el fetichismo del bien y del mal.

En aquella España de los años sesenta y setenta hubieran hecho bien en ir a misa. En España siempre le ha ido muy bien a la gente que va a misa.

ordesa-9

6

Como mi madre fumaba, yo comencé a fumar también. Al final lo que hacíamos era fumar. Mi madre me introdujo en el vicio, no tenía conciencia de lo que hacía. Siempre equivocaba la importancia de las cosas: les daba relevancia a cosas nimias, y desatendía las relevantes. Toda una vida fumando hasta que nos dijeron que nos estábamos pudriendo por dentro. Ella me mandaba a comprar tabaco al estanco. Acabé conociendo a los estanqueros de Barbastro.

Los muertos no fuman.

Una vez descubrí en un cajón un cigarrillo Kent con unos treinta años de antigüedad. Estaba oculto. Tendría que haberlo metido en una urna.

Busco algún significado en el hecho de que ya no quede nada. Todo el mundo pierde a su padre y a su madre, es pura biología. Solo que yo contemplo también la disolución del pasado, y por tanto su inexpresividad final. Veo una laceración del espacio y del tiempo. El pasado es la vida ya entregada al santo oficio de la oscuridad. El pasado nunca se marcha, siempre puede retornar. Vuelve, siempre vuelve. Contiene alegría el pasado. Es un huracán el pasado. Lo es todo en la vida de la gente. El pasado es amor también. Vivir obsesionado con el pasado no te deja disfrutar del presente, pero disfrutar del presente sin que el peso del pasado acuda con su desolación a ese presente no es un gozo sino una alienación. No hay alienación en el pasado.

ordesa-10

7

Parecen vivos. Pero están muertos.

Viene a mí el día que se conocieron. Una tarde de sábado del mes de abril de 1958. La tarde está viva. La presencia de esa tarde esconde otra presencia más alejada.

La muerte es real y es legal. Es legal morirse. ¿Habrá algún Estado que decrete la ilegalidad de la muerte? Que la muerte esté amparada por la legalidad de nuestras leyes me da tranquilidad; no es un acto subversivo morirse; hasta el suicidio ha dejado de ser subversivo.

Pero qué hacen ellos aún vivos, ellos dos, mis padres, evadiendo la legalidad de la muerte. Lo cierto es que no están muertos del todo. Los veo muy a menudo. Mi padre suele venir antes de irme a la cama, cuando me cepillo los dientes. Se pone detrás de mí y mira la marca de mi dentífrico, la observa con curiosidad. Sé que quiere preguntar por la marca, pero no le está permitido.

Y no es una cuestión de que yo los recuerde, de que vivan en mi memoria. Tiene que ver con la región en la que están y en donde siguen padeciendo los espíritus. Tiene que ver con la mala muerte y la buena vida.

Allí están. Y, de alguna forma, son espíritus terribles.

Al morir mis padres, mi memoria se volvió un fantasma iracundo, asustado y rabioso. Cuando tu pasado se borra de la faz de la tierra, se borra el universo, y todo es indignidad. No hay nada más indigno que la grisura de la inexistencia. Abolir el pasado es abyecto. La muerte de tus padres es abyecta. Es una declaración de guerra que te hace la realidad.

Cuando de niño (debido a que mi personalidad estaba sin formar, o a mi timidez) sufría por no saber encontrar un lugar entre los demás, entre los compañeros del colegio, siempre pensaba en mi padre y mi madre, y confiaba en que ellos tuvieran una explicación para mi invisibilidad social. Ellos eran mis protectores y quienes custodiaban el secreto de la razón de mi existencia, que a mí se me escapaba.

Con la muerte de mi padre comenzó el caos, porque quien sabía quién era yo y a la postre se podía responsabilizar de mi presencia y de mi existencia ya no estaba en este mundo. Tal vez esta sea una de las cosas más originales de mi vida. La única razón segura y cierta de que estés en este mundo reside en la voluntad de tu padre y en la de tu madre. Eres esa voluntad. La voluntad trasladada a la carne.

Ese principio biológico de la voluntad no tiene carácter político. De ahí que me interese tanto, que me emocione tanto. Si no tiene carácter político, eso significa que ronda los caminos de la verdad. La naturaleza es una forma feroz de la verdad. La política es el orden pactado, está bien, pero no es la verdad. La verdad es tu padre y tu madre.

Ellos te inventaron.

Vienes del semen y del óvulo.

Sin el semen y el óvulo no hay nada.

Que luego tu identidad y tu existencia ocurran bajo un orden político no desbarata el principio de la voluntad, que es anterior al orden político; y es, además, un principio necesario, mientras que el orden político puede estar muy bien y todo lo que tú quieras, pero no es necesario.

ordesa-11

8

Me arrepentí de haber elegido la incineración. Mi madre, mi hermano y yo queríamos olvidarlo todo. Quitarnos de encima el cadáver. Temblábamos de miedo, y fingíamos controlar la situación, intentábamos reírnos de algunos detalles cómicos que nos protegían del terror. Las tumbas se inventaron para que la memoria de los vivos se refugiara en ellas y porque los restos óseos son importantes, aunque nunca los veamos: pensar que están es suficiente. Pero las tumbas, en España, son nichos. La tumba es noble; los nichos son deprimentes, caros y feos. Porque todo es feo y caro para la clase media-baja española, más baja que media. Fue un invento siniestro ese guion y ese amontonamiento «clase media-baja», y una falsedad.

Éramos clase baja, lo que pasa es que mi padre siempre iba muy elegante. Sabía estar a la altura de las cosas. Pero era pobre. Solo que no lo parecía. No lo parecía y en eso era un fugitivo del sistema socioeconómico de la España de los años setenta y ochenta del pasado siglo. No te podían llevar a la cárcel por eso, por tener estilo aun cuando fueses pobre. No te podían llevar a la cárcel por evadir la visibilidad de la pobreza siendo pobre.

Mi padre fue un artista. Tenía estilo.

Antes de incinerarlo, el cadáver de mi padre estuvo expuesto en el tanatorio durante unas horas. Venía gente a verlo. Cuando la funeraria monta el pequeño espectáculo de la exhibición de la muerte, lo esconde todo a excepción de un rostro maquillado. No ves las manos ni los pies ni los hombros del cadáver. Cierran los labios con pegamento. Pensé si era un pegamento industrial el que empleaban para sellar labio contra labio. Imagínate que falla el pegamento y de repente se abre la boca del cadáver. Vino un hombre a quien yo conocía. No era amigo de mi padre, como mucho conocido. El tipo se dio cuenta de que su presencia era injustificada. Se acercó hasta mí y me dijo: «Es que teníamos la misma edad, he venido a ver cómo quedaré yo de cuerpo presente». El tipo hablaba en serio. Volvió a mirar y se largó.

Luego me enteré de que ese tipo se murió a los dos meses de la muerte de mi padre. Me acuerdo de su gesto, incluso del tono de su voz. Me acuerdo de cómo miraba la cara muerta de mi padre a través del cristal de la vitrina donde estaba el ataúd, intentando, en un esfuerzo de imaginación, cambiar la cara de mi padre por la suya, para averiguar cuál sería su apariencia de muerto.

Yo también estuve mirando a mi padre muerto. Estaba yéndose del mundo el vigilante, el custodio, el comandante en plaza de mi infancia. Estaba contemplando la desintegración de la humanidad. La venida del cadáver. El nacimiento de la ingravidez. La locura. La grandeza. El cadáver en todo su misterio.

ordesa-12

9

Me desperté de golpe, salía de un sueño muy pesado. Había tomado ansiolíticos para dormir. En su día llegué a tomarlos en cantidades alarmantes, y los mezclaba con alcohol. Fue en el año 2006 la primera vez que me dio por mezclarlos de una manera agresiva con el alcohol. Hubo una crisis matrimonial de por medio, porque yo tenía una amante. No era una

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos