El tigre (edición ilustrada)

Joël Dicker

Fragmento

cap

imagen

La noticia había corrido por San Petersburgo, la capital, como un reguero de pólvora. En ese canicular agosto de 1903, no se hablaba de otra cosa, desde los aterciopelados salones de los aristócratas hasta los hogares más humildes, que tiritaban deliciosamente de terror al amparo de la ciudad. Los niños jugaban a recrear el suceso y se divertían sorprendiendo a los que paseaban a orillas del Neva. Hasta el Zar parecía preocupado: en la otra punta del país, en la intrigante Siberia, glacial en invierno y abrasadora en verano, una aldea entera había sido masacrada. El «caso» había salido a la luz gracias a dos monjes que, de viaje por el país, habían querido detenerse en Tibié, el pueblo en cuestión, en el que habitaban solo mujiks. Ni rastro por allí, en la dura taiga, de grandes mansiones señoriales rodeadas de jardines elegantemente cuidados, sino hogares de madera y adobe, que dejaban filtrar el frío del invierno y los ardores del verano. Tibié era uno de esos pueblos construidos en medio de inmensas extensiones de tierra a duras penas cultivable, y cuyas casas, separadas unas de otras por cercados endebles destinados a guardar un puñado de vacas esqueléticas y viejos caballos de tiro, se apilaban en torno a una plaza central.

A lomos de sus mulas, los dos monjes habían llegado a Tibié una calurosa mañana de finales de julio, con la garganta seca y las provisiones para el camino agotadas. Contaban con la generosidad de los aldeanos, pobres pero piadosos, por lo que les sorprendió no encontrar a nadie en el campo, labrando la tierra o pastoreando algún rebaño hacia praderas con hierba más tierna que los tallos amarillentos que rodeaban el pueblo.

Al principio les inquietó aquella calma insólita, después pensaron que seguramente el calor había obligado a todas aquellas almas a encerrarse tras la ilusoria protección de casas y establos. Hasta que se toparon con un caballo degollado. Después otro, y, además, todo un rebaño de ovejas bañado en un lago de sangre, antes de descubrir, con horror, el cuerpo de un campesino horriblemente mutilado. En ese momento hubiesen podido dar media vuelta y no continuar la ruta hasta el pueblo. Sin embargo, decidieron proseguir su camino empujados no por la curiosidad, sino por su religiosidad: estaba claro que lo que había pasado era grave y que era su deber acudir en ayuda de quien la necesitara. Espolearon a sus monturas y pronto llegaron a Tibié, aterrorizados por lo que iban descubriendo: había cadáveres por doquier. Niños, mujeres, hombres fuertes y ancianos, ganado, perros y gallinas. Todos presentaban las mismas señales de mutilación: parecían haber sido degollados y desgarrados violentamente. En algunos casos, los cuerpos estaban tan desfigurados que ni siquiera un pariente hubiese podido reconocer a uno de los suyos, con los ojos reventados, un agujero en lugar de la nariz, o las entrañas al aire.

imagen

Las puertas y ventanas de las casas habían sido derribadas, a veces incluso un trozo de muro o de tejado había sido arrancado y echado abajo. Encontraron armas esparcidas por el suelo, así como una antorcha todavía encendida, que amenazaba con incendiar un montón de heno, y que uno de los monjes extinguió vertiendo un cubo de agua encima. Los cadáveres no presentaban signo alguno de descomposición así que ambos llegaron a la conclusión de que el ataque debía de haber tenido lugar poco tiempo antes. Primero pensaron que una banda de asaltantes se había vuelto loca, y que, sedientos de sangre, la habían tomado con un pobre pueblo en el que no había absolutamente nada que robar salvo cucharas de madera. De pronto, se estremecieron de miedo: ese tipo de delincuentes no tenían ni fe ni honor, y no dudarían en matarlos sin tener miramientos por su santa misión. Montaron a toda prisa y, picando con las espuelas los flancos de sus monturas, se fueron por el mismo camino por el que habían llegado, hasta que de pronto las mulas se encabritaron ruidosamente, aterradas. Fue entonces cuando los monjes se dieron de bruces con el responsable de la masacre, todavía con el pelaje empapado de sangre fresca: un enorme tigre.

imagen

En Moscú y San Petersburgo, las noticias no aclaraban por qué la bestia había perdonado la vida a los dos religiosos. Per

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos