Canciones para el incendio

Juan Gabriel Vásquez

Fragmento

libro-5

I

Siempre he querido escribir la historia que me contó la fotógrafa, pero no hubiera podido hacerlo sin su permiso o su connivencia: las historias de los otros son territorio inviolable, o así me ha parecido siempre, porque muy a menudo hay en ellas algo que define o informa una vida, y robarlas para escribirlas es mucho peor que revelar un secreto. Ahora, por razones que no importan, ella me ha permitido esa usurpación, y sólo ha pedido a cambio que yo cuente la historia tal como ella me la contó esa noche: sin retoques, sin adornos, sin fuegos artificiales, pero también sin artificiales sordinas. «Comience donde comienzo yo», me dijo. «Comience con mi llegada al hato, cuando vi a la mujer.» Y eso me dispongo a hacer aquí, y lo haré con plena conciencia de que soy la forma que ella ha encontrado de ver su historia contada por otro y así entender, o tratar de entender, algo que se le ha escapado siempre.

La fotógrafa tenía un nombre largo y largos eran sus apellidos, pero todos le decían Jota. Se había convertido con los años en una suerte de leyenda, una de esas personas de las que se saben cosas: que siempre vestía de negro; que no se tomaría un aguardiente ni para salvar la vida. Se sabía que hablaba sin prisas con la gente antes de sacar la cámara del morral, y más de una vez los periodistas escribieron sus crónicas con el material de lo que ella recordaba, no con lo que ellos habían logrado averiguar; se sabía que los otros fotógrafos la seguían o la espiaban, creyendo que no se daba cuenta, y solían pararse detrás de ella en el intento vano de ver lo que ella veía. Había fotografiado la violencia con más asiduidad (y también con más empatía) que ningún otro reportero gráfico, y suyas eran las imágenes más desgarradoras de nuestra guerra: la de la iglesia destrozada por un cilindro de gas de la guerrilla entre cuyos escombros sin techo llora una anciana; la del brazo de una joven con las iniciales, marcadas a cuchillo y ya cicatrizadas, del grupo paramilitar que había asesinado a su hijo en su presencia. Ahora las cosas eran distintas en ciertas zonas afortunadas: la violencia estaba en retirada y la gente volvía a conocer algo parecido a la tranquilidad. A Jota le gustaba visitar esos lugares cuando podía: para descansar, para huir de su rutina o simplemente para ser testigo de primera mano de aquellas transformaciones que en otros tiempos habrían parecido ilusorias.

Así fue como llegó al hato Las Palmas. El hato era lo que había sobrevivido de las noventa mil hectáreas que alguna vez pertenecieron a sus anfitriones. Los Galán nunca habían salido de los Llanos ni tenían proyectos de rehacer la casa vieja, y vivían satisfechos allí, moviéndose descalzos por el suelo de tierra sin espantar a las gallinas. Jota los conocía porque había visitado la misma casa veinte años atrás. Por entonces, los Galán le habían alquilado la habitación de una de sus hijas, que ya se habían ido a estudiar Agronomía a Bogotá, y desde la ventana Jota veía el espejo de agua, que era como llamaban a un río de unos cien metros de ancho, tan tranquilo que más parecía una laguna; los chigüiros cruzaban el río sin que la corriente los desviara, y en medio del agua se asomaba a veces, flotando inmóvil, una babilla aburrida.

Ahora, en esta segunda visita, Jota no dormiría en esa habitación llena de cosas ajenas, sino en la cómoda neutralidad de un cuarto de huéspedes con dos camas y una mesita de noche entre ellas. (Pero ella sólo usaría una, y hasta le costó escoger cuál). Todo lo demás seguía igual que antes: ahí estaban los chigüiros y las babillas, y el agua tranquila, cuya quietud se había agravado por la sequía. Sobre todo, ahí estaba la gente: porque los Galán, tal vez por su renuencia a salir del hato más que para comprar insumos, se las habían ingeniado para que el mundo viniera a ellos. Su mesa, un tablón enorme al lado de la cocina de carbón, estaba invariablemente llena de gente de todas partes, visitantes de los hatos vecinos o de Yopal, amigos de sus hijas con o sin ellas, zoólogos o veterinarios o ganaderos que venían a hablar de sus problemas. Así era también esta vez. La gente manejaba dos o tres horas para venir a ver a los Galán; Jota había manejado siete, y lo había hecho con gusto, tomándose el tiempo de descansar cuando ponía gasolina, abriendo las ventanas de su campero viejo para disfrutar los cambios de olor de la carretera. Algunos lugares tenían cierto magnetismo, acaso injustificado (es decir, hecho con nuestras mitologías y nuestras supersticiones). Para Jota, Las Palmas era uno de ellos. Y esto buscaba: unos cuantos días de quietud entre pájaros con pico de cuchara e iguanas que bajaban de los árboles para comer mangos caídos, en un lugar que en otros tiempos había sido territorio de violencias.

De manera que allí estaba la noche de su llegada, comiendo carne con troncos de plátano debajo de un tubo de luz blanca y sentada junto a una docena de desconocidos que, visiblemente, eran desconocidos también entre ellos. Estaba hablando de cualquier cosa —de cómo esta zona se había pacificado, de cómo ya no había extorsiones y era raro que se robaran el ganado— cuando oyó el saludo de una mujer que acababa de llegar.

«Buenas y santas», dijo ella.

Levantó la cabeza para saludarla, como hacían todos, y la oyó disculparse sin mirar a nadie y la vio acercar una silla de plástico, y sintió algo parecido al reconocimiento. Le tomó unos segundos recordar o descubrir que la había conocido allí mismo, en el hato Las Palmas, veinte años atrás. Ella, en cambio, no recordaba a Jota.

Más tarde, cuando ya la conversación se había mudado a las hamacas y las mecedoras, Jota pensaría: mejor así.

Mejor que no la haya reconocido.

II

Veinte años atrás, Yolanda (así se llamaba aquella mujer) había llegado como parte de una comitiva. Jota se había fijado en ella desde el principio: en su compostura de presa vigilada, en su paso tenso, en esa manera de moverse como si tuviera prisa o cumpliera un recado. Quería parecer más seria de lo que era en realidad, y sobre todo más seria que los hombres del grupo. Durante el desayuno del primer día, cuando la mesa se trasladó a la sombra de un árbol del cual caían mangos con el golpe seco de una bola de petanca (y sí, ahí estaba la iguana acechante), Jota miró a la mujer y la oyó hablar, y miró a los hombres y los oyó hablar, y supo que venían de Bogotá y que el hombre del bigote, al que los demás hablaban con docilidad y aun con pleitesía, era un político de segunda línea cuyos favores perseguían los terratenientes de la zona. Lo llamaban Don Gilberto, pero en el uso de su nombre de pila, por alguna razón, Jota detectaba más respeto que si lo hubieran llamado por su apellido o su cargo. Don Gilberto era uno de esos hombres que hablan sin mirar a nadie y sin invocar el nombre de nadie, y sin embargo todos saben a quién están dirigidas sus palabras o sus sugerencias o sus órdenes. Yolanda se había sentado a su lado con la espalda recta, como si tuviera una libreta lista para tomar notas, para recibir encargos o dictados. Al acomodarse en la banca (allí afuera no había sillas, sino una larga banca de tablones de madera que todos los comensales debían cómicamente levantar al mismo tiempo para sentarse), había movido su plato y sus cubiertos para alejarlos de los del hombre: cinco centímetros, no más que eso, p

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