El amor es ciego

William Boyd

Fragmento

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1

 

 

 

Brodie Moncur permanecía en pie tras el escaparate principal de Channon & Co. observando el ajetreo de George Street: los transeúntes que caminaban a toda prisa, los coches y los carretones que renqueaban por la calle. Estaba lloviendo —una llovizna constante que de vez en cuando caía oblicua por las violentas ráfagas de viento—, y la luz plomiza y el agua habían teñido casi de negro las fachadas cubiertas de hollín de los edificios de enfrente. Parecen de terciopelo o de piel de topo, pensó Brodie. Se quitó las gafas y limpió las lentes con el pañuelo. Al mirar de nuevo por el escaparate vio que Edimburgo se había vuelto totalmente acuosa. Los edificios de enfrente eran un acantilado de ante negro.

Se puso las gafas, colocándose las patillas de alambre detrás de las orejas, y el mundo volvió a la normalidad. Se sacó el reloj del bolsillo del chaleco. Eran casi las nueve: había que ponerse manos a la obra. Abrió el flamante piano de cola que reposaba sobre la tarima, levantando la tapa curva, con su espejo incrustado (había sido idea suya incorporarlo con fines estrictamente expositivos): se trataba de exhibir el complejo mecanismo de un piano de cola Channon. Alzó la tapa del teclado, aflojó los tornillos de bloqueo y, tras comprobar que ningún macillo estuviera levantado, empujó el conjunto del mecanismo por medio de la barra de refuerzo que había bajo la parte delantera. Como era un piano nuevo, el mecanismo se extraía con mucha facilidad. Ya se había parado un transeúnte a mirar. Enseñando el mecanismo siempre se captaba la atención de la gente. Todo el mundo había visto un piano de cola con la tapa levantada, pero era sorprendente observar cómo funcionaba: la exhibición del mecanismo cambiaba cualquier asunción previa. El piano se volvía extraño. Aparte de las teclas blancas y negras, todas las piezas móviles —los macillos, las palancas, las básculas, las sordinas— estaban a la vista: las tripas del piano quedaban expuestas, como cuando se desmonta un reloj o una locomotora en un taller de reparaciones; y ciertos misterios —la música, el tiempo, el movimiento—, reducidos a mecanismos complejos. A la gente solía fascinarle.

Brodie desató el rollo de cuero con las herramientas, escogió la llave y fingió afinar el piano, tensando unas cuantas cuerdas, probándolas y reajustándolas. En realidad, el instrumento ya estaba perfectamente afinado: él mismo se había encargado de la tarea dos semanas antes, cuando el piano salió impoluto de la fábrica. Afinó una pizca el acorde de fa hacia el sostenido, y después recuperó la afinación exacta tocando con brío la tecla varias veces. Acto seguido, sujetó la cabeza del macillo, pinchó apenas el fieltro con su punzón de tres dientes y lo devolvió a su posición original. Esta pantomima servía de señuelo comercial. En una de las contadas reuniones de empleados, Brodie había sugerido que hubiese alguien —a ser posible un pianista consumado— tocando el piano, como en las salas de muestras de Alemania. Los fabricantes Érard y Pleyel habían utilizado este método en París en la década de 1830, atrayendo grandes multitudes. Así pues, no tenía nada de novedoso, pero, en todo caso, un recital improvisado en el escaparate de una tienda era sin duda más sugestivo que escuchar las aparatosas repeticiones sonoras con que se simula afinar un piano: ¡Dong! ¡Ding! ¡Dong! ¡Dong! ¡Dong! ¡Ding! Su propuesta, sin embargo, había sido rechazada —un pianista consumado costaría dinero—, por lo que se le había encomendado la tarea de afinar los pianos en el escaparate una hora por la mañana y otra después del almuerzo. El caso es que sabía atraer espectadores, aunque él era el único beneficiario: si bien sospechaba que sus demostraciones no habían servido a la empresa para vender un solo piano, mucha gente, incluidos representantes de diversas instituciones y establecimientos (colegios, iglesias, tabernas), había entrado en la tienda para entregarle una tarjeta y proponerle que afinara pianos fuera del horario de trabajo. Así había ganado bastante dinero.

Tocó varias veces un la por encima del do central para «dar con el tono», ladeando la cabeza para hacer que escuchaba con atención, y luego tocó varias octavas. Se puso de pie y, después de introducir unos cuantos silenciadores de fieltro entre las cuerdas, sacó la llave de afinar, la llevó a una clavija elegida al azar y le dio pequeños giros para ejercer torsión. A continuación la aflojó un poco y tocó la nota enérgicamente, produciendo un sonido metálico, que sintió en la mano a través de la llave. Entonces se sentó de nuevo y tocó unas cuantas cuerdas, escuchando la voz fuerte y resonante característica de los Channon: la finura de la caja de resonancia (hecha de madera de pícea escocesa) era la marca de fábrica de la empresa, su secreto industrial. Un piano Channon podía descollar en una orquesta tanto como un Steinway o un Bösendorfer; pero apenas un puñado de empleados de la compañía sabía en qué parte de Escocia se hallaban los bosques de píceas de los que se obtenía el material, qué clase de árboles se seleccionaban —cuanto más recto fuese el árbol, más rectas serían las vetas— y qué aserraderos preparaban la madera. Según Channon, el singular tono de sus pianos se debía a la calidad de la madera escocesa con que se fabricaban.

Terminada la pantomima, Brodie se sentó y empezó a interpretar la canción tradicional escocesa «The Skye Boat Song», y vio que tres nuevos espectadores se habían sumado al anterior. Sabía que, si seguía tocando otra media hora, el número aumentaría hasta veinte. Qué buena idea habían tenido los fabricantes de pianos de la Europa continental: de esas veinte personas, puede que dos entrasen a preguntar cuánto costaba un piano de media cola o uno vertical. Brodie paró de tocar, sacó su púa, se inclinó sobre el piano e hizo vibrar unas cuantas cuerdas, escuchando atentamente. ¿Qué impresión causaría a otros ojos? Un tipo con una púa que toca un piano de cola como si fuera una guitarra. Era todo muy misterioso...

—¡Brodie!

Miró a su alrededor. La secretaria del señor Channon, Emmeline Grant, estaba en el otro extremo del escaparate, haciéndole señas para que se acercara. Era una mujer baja y robusta, que trataba de ocultar el aprecio que le tenía a Brodie.

—Estoy en plena faena, señora Grant.

—El señor Channon quiere verle ahora mismo. Venga conmigo.

—Ya voy, ya voy.

Brodie se puso de pie. Pensó en cerrar el piano, pero no lo hizo: estaría de vuelta en diez minutos. Realizó una profunda reverencia a su pequeño público y siguió a la señora Grant, atravesando la sala de muestras, con sus lustrosos pianos, hasta llegar al vestíbulo del edificio. En las paredes, cubiertas con un empapelado a rayas de colores verde oliva y gris marengo, colgaban los retratos de los antepasados de Channon: hombres con gesto severo. Otro error, pensó: aquello parec

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