Que nadie duerma

Juan José Millás

Fragmento

libro-2

1

Al verse en el espejo, Lucía dijo: Esa gorda soy yo.

Lo dijo sin intención alguna de ofender, de ofenderse, ya que, más que gorda, era una falsa delgada. Se lo había dicho su madre cuando era una cría, después de ayudarla a salir de la bañera y mientras le secaba el pelo:

—Mírate los muslos, eres una falsa delgada, como la mayoría de las aves zancudas.

La niña se había ido a la cama intentando descifrar aquella contradicción. ¿Por qué parecía delgada si era gorda? Durante los siguientes días buscaría en los libros ilustraciones de aves zancudas, para observar sus muslos, y durante el resto de su vida se vigilaría de manera obsesiva, temerosa de que su cuerpo acabara revelando la verdad. Pero atravesó el resto de la infancia y la adolescencia sin que los cambios físicos inherentes al tránsito alteraran la sentencia de su madre. En ningún momento perdió los volúmenes sutiles de las zancudas ni de las falsas delgadas, en quienes, según fue comprobando con el tiempo, la frontera entre la exuberancia y la ligereza se borraba.

En el trabajo de Lucía había una obesa patológica que falleció al adelgazar. Al principio todos sospechaban de su gordura, pero luego sospecharon de su delgadez. Su muerte confirmó las sospechas, fueran cuales fueran, pues nadie llegó a concretarlas. Al día siguiente de su fallecimiento, la empresa, dedicada al desarrollo de aplicaciones informáticas, instalación, configuración y mantenimiento de redes, entró en una quiebra fraudulenta y cerró.

El mundo estaba lleno de programadores más jóvenes y mejor preparados que Lucía, por lo que al contemplar su horizonte laboral sintió un malestar de orden físico que se acentuó al abandonar las instalaciones de la firma y tomar un taxi, pues su coche estaba en el taller e iba cargada, como los despedidos de las películas, con una caja de cartón repleta de pertenencias personales. A saber:

–Una caracola de playa que usaba como pisapapeles.

–Una taza de cerámica y una caja de bolsitas de té verde.

–Un termo de un litro para el agua caliente.

–Un diccionario inglés-español/español-inglés.

–Otro diccionario de sinónimos y antónimos.

–Un cepillo de dientes y un tubo de pasta.

–Un bote de crema hidratante.

–Una caja de tampones.

–Un cuaderno en el que resolvía algoritmos.

–Unos calcetines de lana muy gruesos para cuando la calefacción estaba baja o el aire acondicionado alto.

–Un kit de tijeritas, lima y cortacutículas para las uñas.

–Un rollo de papel higiénico y dos paquetes de kleenex.

–Una caja de barritas energéticas.

–Un paquete de braguitas de papel.

El taxista resultó ser también un informático que al quebrar su empresa no había logrado recolocarse en el sector.

—Con la indemnización y unos ahorros —contó a Lucía— pagué la entrada de la licencia y ahora soy mi propio jefe.

—¿Y esto es negocio? —preguntó ella.

—Cuando liquidas las deudas, si le echas horas, puedes vivir, pese a la amenaza de los Uber y los Cabify. Pero te tiene que gustar. A mí me encanta ir de acá para allá todo el día viendo a la gente, conociéndola, escuchando las chácharas del asiento de atrás. Se dan muchas situaciones especiales. Además, cada día imagino que trabajo en una ciudad distinta. En Nueva York, en Delhi, en México…

—¿Y en qué ciudad estás hoy? —preguntó Lucía.

—Hoy, en Madrid.

—Eso no hace falta imaginarlo, es donde estamos.

—Pero yo necesito convencerme. Mira —añadió mostrándole un libro de autohipnosis que llevaba en el asiento del copiloto—, cuando logras imaginar lo que haces y hacer lo que imaginas, todo de forma simultánea, desaparece la ansiedad de tu vida. Yo antes era muy ansioso, pero se me quitó y ahora mismo soy capaz de estar en Madrid estando en Madrid.

—Ya —dijo Lucía.

—Y cuando estás con la mente y con el cuerpo en el mismo sitio, la realidad adquiere una luz extraordinaria. Créeme.

—Como cuando imaginas que haces una tortilla mientras haces una tortilla —dijo ella con una ironía que el hombre no captó.

—Exacto. O como imaginar que follas mientras follas.

A eso no respondió porque le pareció que se estaba insinuando. Lo vio en sus ojos a través del espejo retrovisor y, aunque no le disgustaron, pensó que no era el momento.

Llegó a su apartamento a media mañana y abandonó la caja de cartón junto a la puerta. Rosi, la asistenta, que iba tres horas, dos veces a la semana, estaba pasando la aspiradora. Lucía la invitó a sentarse para comunicarle que tendría que prescindir de ella, al menos mientras se prolongara su situación laboral. Rosi la escuchó con frialdad, y tras echar cuentas de lo que le debía y recibir el dinero, se fue dejando la aspiradora en el suelo, sin desenchufar. Antes de salir, metió las manos en el bolso, sacó las llaves del piso y las tiró al sofá, aunque rebotaron y cayeron al suelo, cerca de los pies de Lucía, que no había esperado que le diera las gracias, pero sí que le enumerara sus rutinas domésticas para facilitarle el relevo.

Los cacharros del fregadero estaban limpios. Apartó la aspiradora con el pie, dio dos pasos y se quedó quieta en medio del salón-cocina. Quieta y asustada, como si se encontrara en un apartamento que no fuera el suyo. Y en efecto, el apartamento, a esas horas de la mañana, no era suyo. Se quitó los zapatos y avanzó hacia el dormitorio para ver si la cama estaba hecha. La atmósfera le resultaba un poco siniestra. El edificio permanecía en silencio, como si sus moradores lo hubieran abandonado tras una alarma de ataque nuclear.

La cama también estaba hecha.

Entró en el cuarto de baño, se miró en el espejo y fue cuando dijo sin ánimo ofensivo: Esa gorda soy yo.

Entonces empezó a escuchar ópera. Al principio creyó que la música estaba dentro de su cabeza, pero luego advirtió que salía de la rejilla de ventilación que había encima de la bañera. No le gustaba la ópera y era muy poco sensible a la música en general, aunque escucharla a traición, viniendo de no sabía dónde, casi la mata. Conservaba un disco con una antología de arias de Maria Callas que le habían regalado hacía tiempo con un periódico dominical. Un día lo puso por poner y lo quitó a los dos minutos porque le generaba ansiedad. El aria que salía de la rejilla de ventilación era la primera de ese disco, la reconoció enseguida por el desasosiego que le produjo en su momento. En cambio, ahora se sentó en el bidé y entró en éxtasis. Al poco estaba llorando de emoción como una idiota.

—Algo va a suceder —dijo en voz alta.

He ahí una frase que había pronunciado miles de veces a lo largo de la vida, aunque generalmente no sucedía nada. La había aprendido de su madre, que a veces se detenía en medio de una acción, decía «algo va a suceder» y permanecía ausente unos instantes. Después, como no ocurriera nada (nada visible al menos), continuaba bajando las escaleras, peinándose o lo que quiera que estuviera haciendo antes de la suspensión. Lucía heredó aquella amenaza de un acontecimiento de carácter indeterminado siempre a punto de suceder y siempre aplazado.

Pero una vez, el día precisamente que cumplió diez años, sí sucedió algo

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