Jamás saldré vivo de este mundo

Benjamín Prado

Fragmento

I

A Gabriel se le ocurrían cosas. Y estaba completamente seguro de que algunas eran buenas, muy buenas. Por ejemplo: un hombre enciende un transistor y nota algo raro en lo que escucha; al principio no sabe qué es, pero luego, al oír palabras como neurotemporalidad o cibermemoria o encefaloespacio se da cuenta de que son noticias de otra época, de que ha sintonizado una emisora del futuro. ¿Cómo podría continuar el relato? Casi nunca llegaba a saberlo y casi nunca le importaba. «¿Qué ocurrirá dentro de cien, de quinientos años? Pregúntaselo a uno que vaya a estar allí», se decía, lo mismo que si le hablase a otro; y después, mientras empezaba una botella de cerveza o un paquete de tabaco, se sentía bien, satisfecho, igual que si acabara de darle a ese segundo hombre una buena lección, y pensaba que, si quisiese, podría escribir esa historia y otras mil como ella.

Miró a su hijo Raúl, sentado en su silla de ruedas, y a Roco, el perro de la familia, que respiraba fatigosamente junto al televisor. El niño tenía seis años y una enfermedad degenerativa; el animal era muy viejo, tanto que apenas le quedaban ya fuerzas para moverse, y Gabriel sintió lástima al recordar la época en que se lo regalaron, el modo en que saltaba de un sitio a otro o se metía entre sus piernas y las de su mujer, Natalia, haciendo escorzos increíbles y aullando de pura felicidad. Los vio a los tres, a Roco y a ellos dos, con una claridad extraordinaria, pero también supo que estaban muy lejos, que se habían convertido en unas personas remotas, difíciles de identificar con quienes eran hoy, quince años más tarde.

Encendió un cigarrillo y al apuntarlo en el cuaderno sintió una cierta inquietud porque, según sus cuentas, sólo le quedaban aquél y dos más para morir. Había empezado con esa historia dos años antes, cuando leyó en el periódico una noticia en la que se aseguraba que por cada cigarrillo que fuma, una persona normal pierde hasta doce horas de vida. ¿Era cierto? Gabriel hizo cuentas: su dosis de una cajetilla le quitaba por cada día otros diez, setenta a la semana y doscientos ochenta mensuales; en un año, perdía nueve, de modo que en los cinco que llevaba fumando había consumido cuarenta y cinco, su edad actual. De acuerdo con sus cálculos y sus anotaciones, al acabar ese paquete, su saldo llegaría a cero.

Aún era capaz de verse a sí mismo la primera vez que probó el tabaco, justo el día del nacimiento de Raúl: va sin afeitar, lleva un traje verde musgo, está agotado, tiene miedo porque no sabe con qué se encontrará al final del pasillo, cuando llegue a la incubadora y vea por fin, después de esos nueve meses terribles de espera, a su hijo, a esa criatura distinta, eso es lo que dicen los médicos, los psicólogos, nunca olviden que es un ser humano, que es igual a cualquiera, sólo que distinto. Se acordaba de esas palabras incongruentes y del cambio radical de Natalia, de la forma en que ella, hasta entonces siempre equilibrada y razonable, se opuso a cualquier posibilidad que no fuese tenerlo y luchar por él; se acordaba del modo en que, según pasaba el tiempo, empezó a hablar de aquel asunto con una convicción cada vez más fanática, menos permeable, con la intransigencia de quien se impone un deber que cree sublime y por el que está dispuesto a cualquier sacrificio. Una noche, mientras preparaban la cena en la diminuta cocina de su apartamento, Gabriel le preguntó, de repente, si de verdad había pensado lo que significaba tener un niño subnormal y, al oír esa palabra, Natalia clavó un cuchillo sobre la tabla en la que estaba cortando verduras; le miró con unos ojos terribles, abrasados por la cólera, y hundió violentamente aquel cuchillo en la madera.

—Maldito seas —dijo, igual que si dinamitara un puente entre ellos, uno importante por el que cruzaban de un lado al otro los camiones que les abastecían de respeto y de sentido común.

Gabriel sabía que Natalia, la Natalia de antes, nunca lo hubiese hecho; pensó que, de algún modo, el maldito bebé la estaba suplantando, la devoraba poco a poco mientras crecía en su interior lo mismo que un gusano dentro de una manzana. Esa noche, por primera vez desde que estaban casados, Gabriel y Natalia no durmieron juntos.

Ahora, seis años más tarde, recordaba aquel episodio como quien se pasa los dedos sobre una cicatriz. Se puso un poco más de cerveza y encendió otro Fortuna. No le gustaban ni esos envases de un litro ni esa marca de tabaco, pero los gastos que generaba Raúl eran tremendos: hospitales, rehabilitación, medicinas. Natalia, por su parte, le compraba continuamente regalos, las películas que veían los niños de su edad, los casetes que escuchaban o los juegos de moda, aunque nada de eso aparentaba llegar hasta él y, por lo tanto, todos sus esfuerzos eran inútiles, lo mismo que disparos hechos sobre un blanco que se encuentra a una distancia mayor de la que pueden alcanzar las balas.

Encendió el pitillo. Hacía tanto calor que el aire era una especie de materia viscosa, de agua estancada. «Otro más y seré un cadáver», bromeó, mientras aspiraba el humo. ¿A qué sabe el tabaco? Era difícil de describir. A flores quemadas, a madera húmeda, a plomo... Notó que el corazón le latía en la mano y cerró el puño con fuerza. «Quizás ahora estallará», se dijo, «oiré una pequeña explosión y empezará a salir un líquido rojo entre los dedos».

Eran las ocho. Demasiado tarde. ¿A qué hora iba a volver Natalia? Estaba en la boda de una amiga y estaba allí, sobre todo, porque él la había animado a que fuese, le había dicho no te preocupes, te conviene salir y nunca vas a ninguna parte, pareces una condenada, nosotros estaremos bien.

De acuerdo, pero ¿cuánto dura uno de esos malditos banquetes? Fue a su cuarto, abrió los cajones de Natalia: en el primero y en el último había sólo ropa; en el segundo, debajo de un par de rebecas, estaba el álbum de Javier Marías. La historia de ese álbum había comenzado unos años atrás, cuando Natalia supo que aquel escritor había sido uno de los antiguos inquilinos de su piso. Antes de aquella averiguación, nunca había leído nada del tal Marías e incluso puede decirse que, aunque no supiera gran cosa de él, le resultaba antipático por algunas declaraciones suyas en los periódicos y a causa de su propio aspecto: un hombre maniático, arrogante. Pero a partir de entonces, Natalia empezó a interesarse por él, habló con los antiguos dueños de la casa, investigó las fechas en que había vivido allí y compró los libros que había escrito en esa época.

—Es un escritor magnífico —solía decirle a Gabriel, levantando la vista de la novela que estuviese leyendo—. Me encantan sus historias, son tan inteligentes, tan divertidas. Qué hombre tan delicioso.

Luego, con el tiempo, empezó a guardar recortes de los diarios, a coleccionar algunas entrevistas con Marías, algunas críticas de sus obras, artículos o fotos que, según le gustasen más o menos, almacenaba en una caja de zapatos o pegaba cuidadosamente en aquel cuaderno que Gabriel hojeaba ahora con displicencia: Marías fumando, Marías con gabardina o con gafas de sol, Marías apoyado en un coche, a la puerta de un edificio, sentado

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