Perro de ojos negros

María José Caro

Fragmento

Lima, 10 de agosto

El tren de aterrizaje empieza a desplegarse sobre la costa; detrás de la ventana, un colchón de nubes turbias entorpece el descenso. Me repito que es algo natural, como decía mi abuelo, el cielo y los sueños se asemejan a una carretera mal asfaltada. Odio los aviones; sin embargo, el poco clonazepam que queda en mi cuerpo atenúa mi vértigo. Entre la bruma alcanzo a distinguir un par de buques de carga que inician su ruta por el Pacífico. Sé que tendré que alquilar uno de esos containers de colores cuando regrese definitivamente a Lima; muchos cachivaches deben dejar la península conmigo. No soy materialista, pero es imposible instalarse en un lugar sin una pila de objetos que actúe como mástil de bandera de conquista. Entre otras cosas, soy propietaria de una máquina de escribir Remington Deluxe Model 5. Me la regaló C para combatir mi falta de determinación. La compró un domingo de mercado de pulgas en el barrio de Lavapiés y luego apareció en mi departamento, jadeando igual que un chico de delivery que llega tarde. Llevaba la máquina en los brazos como si se tratara de una promesa postergada. Apagó la televisión y bebió un vaso de agua. Me habló del poder de lo irreparable, de la fuerza que envuelve a las cosas una vez que están resueltas. A diferencia de lo que ocurre con mi laptop, con una máquina por fin dejaría de borrar cada oración. Tendría fe. Las palabras surgirían de mis entrañas causándome convulsiones, las letras viajarían hacia el papel en un hachazo sin retorno, como sucedía en tantas novelas y películas que tenían a escritores de protagonistas, aunque yo no intentara serlo. Pero fracasé y esa máquina de teclas gastadas me observa desde el mueble prefabricado donde guardo mis libros y fotocopias del máster.

Las ruedas del avión golpean la pista y subo el volumen de mi mp3. Me sumerjo en Lima a través de una manga tapizada de color azul mientras arrastro una maleta de mano llena de objetos que no son para mí. Leí en un libro de ensayos (o tal vez lo inventé) que las mangas fueron creadas para que el avión se perciba como parte orgánica del aeropuerto y dejar la tierra sea un evento menos traumático. Delante de mí, caminan un anciano y una mujer. Se preguntan qué tanto habrá cambiado Maranga desde que se fueron en 1999. Ambos tienen acento español. En Madrid me río de esos desajustes todo el tiempo. Boricuas que diferencian rosa de roza, chinos que corean alguna barra de fútbol en el vagón de metro. Quizá sea una de esas carcajadas que uno lanza después de que se asusta. Quizá sea cierto aquello de que las ciudades terminan por poseernos. La mujer le pide al anciano que se detenga bajo el letrero luminoso de Llegadas/Arrivals y le saca una foto con su celular. El flash me lastima los ojos y, por unos segundos, pienso que las manchas que nublan mi vista son pródromos de un ataque de migraña con aura. Me diagnosticaron la enfermedad a los dos años de la muerte del abuelo, cuando una tarde perdí la visión de un ojo mientras miraba The O.C. y también con ello la capacidad de articular cualquier oración coherente. Al rato, me encontraba tumbada en el asiento trasero del Nissan azul de mi madre, camino a la clínica, con la mirada perdida entre los edificios y postes de luz que aparecían intermitentes por la ventana ahumada del auto. He aprendido a desdoblar mi conciencia ante el dolor, a enrumbarla hacia un lugar etéreo donde me repito el estribillo de una canción de Damien Rice hasta quedarme dormida. He usado la misma canción como coartada contra el llanto en este aeropuerto, hace más de un año, justo antes de montarme en un vuelo de Lima a Madrid. Mi madre me presionaba las manos hasta sentirlas arder y susurraba en mi oído palabras que preferí no racionalizar a pesar de sus ojos brillosos y su voz entrecortada. A veces, me gustaría volver a esa etapa de la infancia donde las palabras son simplemente un ruido incapaz de desmoronarme. No recuerdo todo lo que dijo; sin embargo, su despedida se clava en mi abdomen, a diario, mientras camino hacia la estación de metro y contemplo los edificios de la calle Hilarión Eslava. Me fascinan sus balcones minúsculos que conversan con la ciudad; en Lima siempre he vivido en casas que dan a jardines interiores y se miran a sí mismas.

La administración del aeropuerto ha cambiado una publicidad de Machu Picchu por una advertencia de la Policía Nacional. El turismo sexual infantil está prohibido en (el) Perú. En inglés, francés, chino, alemán. Sobre el texto se encuentra la imagen de un hombre de espaldas; es rubio y carga una maleta a la par que sujeta a una niña por la cintura. Según el World Ranking of Airports, el Jorge Chávez es un top 5 en América Latina, pero eso solo lo creen los chauvinistas: la cola en el área de migraciones es de peregrinaje. El anciano y la mujer de Maranga hablan cada vez más fuerte. Se preguntan cuándo tendrá este aeropuerto un acceso prioritario para ciudadanos europeos. Blanqueo los ojos, estrujo el hígado. Si C estuviera conmigo, entendería finalmente el significado de la palabra huachafo. Quiero enviarle un mail, volver al sillón de su apartamento y escucharlo tamborilear sobre la mesa, decirle que desde que no lo veo he dejado de llenar ese diario que me recomendó el neurólogo. Tal vez, como una forma de autosabotaje o como una burda estrategia para sonar más dramática cuando llegue el momento y hablemos.

Retiro mis maletas de la faja número cinco y empieza mi fundición con Lima. La puerta que separa la zona de aduanas de la salida se abre y se cierra de forma automática cada vez que un viajero decide mimetizarse con la ciudad. La puerta se abre una vez más y, entre globos metálicos, abrazos filmográficos y taxistas desesperados, veo a mi madre. Espera en silencio junto a una mujer en silla de ruedas. Sus ansias por verme le tatúan el rostro. Sus ojos verdes, su nariz respingada. Quiero abrazarla y convertirme en un cliché de aeropuerto. Abandonar mi equipaje en medio del vestíbulo, correr hacia ella y prenderme de su cintura, como lo hacía en aquellas Navidades en que mis primos encendían cohetes en el jardín y yo observaba aterrada el espectáculo desde el lugar más seguro de mi universo. Presiono con fuerza las riendas del coche de maletas, me repito una vez más el estribillo de aquella canción de Damien Rice. No pienso llorar.

***

Patán no me reconoce. Me observa desde detrás de una maceta y gruñe al verme ingresar a la casa. Duele. Recuerdo las videoconferencias desde Madrid y mis inútiles intentos porque reaccionara ante mi voz saliendo de la computadora. Ante mi rostro reducido a pixeles y desdibujado por la distancia. Suelto el equipaje de mano sobre los jeroglíficos inentendibles de la alfombra persa que separa la sala del comedor y extiendo los brazos. Patán ladra como si estuviera frente a cualquier electricista que llega a casa. «Soy yo, Patán. Ven acá, por favor». Lo espero en cuclillas, aterrada porque sé que el olvido es la verdadera muerte. El perro se acerca de a pocos y me mira con el costado del ojo, como aquella mañana de 1996 en que lo compramos a unas cuadras del mercado de Monterrico, salvándolo de una mujer que amenazaba con ahogarlo dentro de una batea. Regordeta y ojerosa, sostenía al pe

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