Mary y la serpiente

A. L. Kennedy

Fragmento

MARY Y LA SERPIENTE-1.html

 

Esta es casi toda, aunque no toda, la historia de una extraordinaria y sabia niñita. Se llamaba Mary. Todo lo que les contaré aquí comienza cuando Mary salió a caminar por su jardín cierta tarde.

Mary era un poquito más alta que otras chicas de su edad, y tenía el cabello castaño y ondulado. Era bastante delgada, porque no siempre tenía lo suficiente para comer. Le gustaba la miel y silbar y el color azul y descubrir cosas.

Vivía en una ciudad llena de gente de muy diversas clases. Esas muy diversas clases de gente hacían de ella un lugar maravilloso, repleto de canciones, historias, comidas y ropa y conversaciones todas interesantes. Aun así, quienes tenían la ciudad a su cargo no mostraban una actitud demasiado amistosa hacia la gente, y algunos de los departamentos en los que vivían las muy diversas clases de gente a menudo estaban secos donde deberían haber estado mojados, y mojados donde deberían haber estado secos, o simplemente fríos y oscuros y provistos de una electricidad de lo más pobre. Para disfrutar del cielo —algo que podían hacer gratis, y de lo que había de sobra para todos— la gente de las casas mojadas y secas volaba cometas desde los tejados. Algunas parecían aves del paraíso, algunas parecían peces y algunas parecían maravillosas serpientes.

Otras casas —como las de quienes tenían la ciudad a su cargo— eran lujosas y se alzaban hacia el cielo con grandes torres que llegaban más alto que las cometas. Estos departamentos contenían hermosas piscinas para nadar, o para criar peces, o quizá vastos acuarios con grandes reptiles como cocodrilos e iguanas azules. Y tenían despensas tan grandes como livings, y livings tan grandes como praderas, y probablemente praderas en los sótanos tan grandes como pequeños condados con montañas rusas de piedras preciosas y campos de golf hechos de pastel.

Mary sabía todo esto. Sabía toda clase de cosas y era muy inteligente. De pie en su jardín —que estaba en la azotea y era apenas un poco más grande que un mantel grande—, podía mirar hacia un lado y ver las tristísimas y diminutas casas de la gente oprimida. Si miraba para el otro lado, podía ver los edificios altos y brillantes llenos de cocodrilos y praderas. El edificio en el que ella vivía era solo un poquito oprimido. Sus cañerías únicamente goteaban los lunes y miércoles y los fines de semana, y cuando lo hacían su madre ponía cubos bajo las goteras y el metal repicaba como campanitas —o quizá más bien como campanitas mojadas— cuando las gotas caían en ellos.

El departamento de Mary era del tamaño justo para su madre y su padre y para ella, que eran todos los que allí vivían. A veces habría querido un hermanito o una hermanita con quien jugar, pero después pensaba que una hermanita tal vez sintiera celos de su inteligencia, o le interesase el ballet —que sería ruidoso—, o la talla en madera —que lo ensuciaría todo—. Mary dormía en un dormitorio que se suponía que era un armario, y si tenía que compartirlo con una hermana estarían apiñadas. Y quizá su nueva hermana roncara, o tuviera las piernas muy largas y le diera puntapiés al dormir.

Un hermanito varón con el tiempo crecería y dejaría de estar en su cuna de bebé doblando los deditos, y tal vez quisiera correr; y el jardín que tenían era demasiado chico para correr en él. Quienes tenían la ciudad a su cargo y no eran muy amistosos con la gente no habían hecho muchos parques para que los niños jugaran, o para que los adultos se sentaran y comieran helados y se dijeran unos a otros qué maravillosos eran sus hijos (o qué terribles eran sus hijos, según fuera el caso). Mary pensaba que a la gente que gobernaba la ciudad probablemente no les interesasen los parques, porque podían disfrutar de sus propias cascadas, y quizá nadar con sus propios cocodrilos y hacer casitas en los árboles y colgar hamacas en los tupidos bosques de las terrazas que podía ver si miraba con atención desde su propio jardín las torres brillantes.

Quienes venían a visitar la ciudad hablaban de ella como hablan los adultos frente a los niños, diciendo todo lo que les venía a la cabeza y dando por hecho que alguien tan pequeño como Mary no podría entenderlos o prestarles atención. Decían: «Esta ciudad es muy interesante, pero no hay flores que oler, y eso nos cansa». O bien decían: «Aquí todo es muy caro y no podemos permitirnos comprar entradas para ir a conciertos o salir a escuchar música y a bailar. Y el precio de los sándwiches grandes es de locos». O bien decían cosas como: «Parece que a esta ciudad le gustan más los pájaros que la gente. Está llena de rebordes y cornisas y rincones y recovecos para que aniden los pájaros, y repleta de trocitos de comida del tamaño pequeño que conviene a sus picos. La construyó la gente, pero ella prefiere a los pájaros». Y a menudo esto es cierto con respecto a las ciudades. Necesitan gente que las construya, pero prefieren a los pájaros. Y eso puede volverlas lugares tristes.

Mary pensaba que los visitantes deberían venir y cenar con sus padres y oler los ricos aromas de la sopa; o quizá salir al jardincito y oler las rosas que había en él. O deberían hablar con la señora de la panadería, que silbaba y tarareaba cuando alimentaba a los pájaros con migas de pan, y también alimentaba a la gente con pan porque le gustaban tanto los pájaros como la gente. O podrían contemplar la hermosa danza de las cometas. O escuchar al caballero que se pasaba casi todo el domingo cantando y que vivía frente a la casa de Mary y usaba camiseta en lugar de camisa en verano. Cualquier visitante sensato y observador vería entonces que estaba en una ciudad agradable llena de cosas buenas y felicidad.

A Mary le gustaban la ciudad y su jardín. Podía cruzar el jardín exactamente en seis pasos largos, y recorrerlo de arriba abajo en ocho. Algunas tardes lo recorría con pasos muy cortos y esto hacía que el jardín pareciera dos veces más grande y mucho más hermoso. Cuando le explicaba esto a los adultos, los veía confundidos.

—El jardín es siempre del mismo tamaño —le decían—, por muchos pasos que puedas dar en él.

Ella les respondía:

—No es así. Cuanto más tiempo me lleva cruzar el jardín, más grande y más extremadamente maravilloso se vuelve, igual que el helado se vuelve mucho más espléndido cuando te lo comes muy despacio con una cuchara chica.

Como ya he dicho, la niña era muy inteligente.

—Entonces el helado se derretirá —decían los adultos.

Mary negaba con la cabeza y empezaba a dar saltitos y a tararear para sí una cancioncilla, porque los adultos esperan que los niños hagan ese tipo de cosas y les agradan mucho más que las preguntas que no pueden responder. No decía que, si se quedaba totalmente quieta en su jardín, el jardín seguía hasta el infinito, porque ella nunca podría alcanzar sus confines. Eso habría dejado perplejos a los adultos.

Y resultaba que estas cosas convertían a los adultos en el opuesto exacto de la niñita.

En cualquier caso, como dije al comienzo —¿lo recuerdan?—, esta niñita llamada Mary es

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos