Quién crea la noche

Pedro Sorela

Fragmento

libro-2

1. Cliente tambaleante, lluvia horizontal

Se abrió la gran puerta de cristal y entró un hombre cargando bajo el brazo con dificultad un gran ojo negro rectangular. Sudaba y ya se tambaleaba un poco, y parecía traerlo a pie desde lejos.

—¿Qué le ocurre? —le preguntó el joven que se encontraba en la recepción. Se refería al ordenador, un Mac de los grandes, y lo había preguntado sin verdadero interés; se veía que le era indiferente si el ordenador tenía ébola, iba a explotar, hablaba desde hacía dos días en una lengua oscura o iba a derribar al fin al hombre que lo llevaba y que parecía mantener con él una sorda lucha desde hacía un buen rato.

—No sé… ¿No tendría que decir «buenos días» primero? «Buenos días, parece que el tiempo cambia, las hojas comienzan a caer, ¿quiere un vaso de agua?, ¿quiere sentarse?…» Ah, no, ya veo que no tienen previsto ustedes que nadie se siente. Ni tampoco vasos de agua.

En efecto, en ese local de reparación de ordenadores todo era diseño y líneas claras, desde el uniforme del empleado, una camiseta con el nombre de la franquicia que parecía un anuncio de perfume, hasta el vestíbulo vacío, con una entrada de cristal hacia la calle que convertía el lugar en una pecera con un pez burócrata tras un mostrador y enormes fotografías de naturaleza en las paredes. De naturaleza muerta: una selva virgen y con animales invisibles, un mar con ballenas lo bastante lejos, una cumbre nevada sin pájaros. Podría muy bien haber sido la antesala de una clínica de cirugía estética, y en cierto modo lo era.

El empleado, un joven con gafas de lector improbable y barba de profeta, no se dio por enterado del reproche. Salió de detrás de su mostrador y, tras colocar el ordenador en el único mueble de toda la sala, una mesa con aspecto de quirófano que llegaba a la cintura, lo fue examinando de cerca, pero sin tocarlo; no habría actuado distinto si buscase explosivos.

—¿Qué le ocurre? —volvió a preguntar.

—Se niega a apagarse —dijo el hombre.

Luego rellenó un formulario explicando que además el ordenador hacía cosas raras y eximiendo a la compañía de cualquier culpa. Tras lo cual, con gesto de desaliento más que de cansancio, volvió a salir a la calle. Ahora le pareció que el camino a recorrer no iba a ser la expedición de la ida.

En cuanto al joven de las gafas, pretendió seguir con su aburrida mañana de rituales repetidos, un trabajo que consumía poco cerebro, pero escuchaba un ruidito de fondo. Quizá los reproches del cliente, al que no podía llamar «viejo» ni tampoco «el típico plasta», pues allá en el fondo de su cerebro en modo stand-by algo le decía que el hombre tenía razón al reclamar por lo menos un «buenos días» humano. Esa imposibilidad de meterlo en algún cajoncito le hizo sentirse incómodo, y pese a su aburrimiento blindado odió ese trabajo epidemia que le había convertido en una tecla.

Antes de que llegase el siguiente enfermo, el joven de las gafas puso el aparato que le habían traído en la fila correspondiente… de forma que llegase al taller a la hora, esa tarde, en que comenzaba su turno allí. Pues en ese negocio, para que el consumo de células fuese igualitario, todos hacían de todo. Y de paso para que nadie se creyese propietario de su mesa.

En cuanto a Leonardo Hurtado, que así se llamaba el cliente, en su camino de regreso al coche fue poco a poco dejando de sudar y agradeció el primer aire fresco que le llegaba desde no sabía cuándo. Paró un momento y se puso el jersey que se había quitado a la ida, con el ordenador en el asfalto y sujetándolo con sus piernas, al quedarse sin fuelle. Ese día, estaba claro, era el del cambio: al fin se terminaba el verano de Madrid, que llega cuando parece que el calor ha dado un golpe de Estado y el mundo intenta resignarse a una larga dictadura.

Todos esos detalles importan. ¿Habría ocurrido lo que ocurrió en el caso de que siguieran en el verano eterno? Probablemente no. ¿Y en el invierno, que en Madrid engaña porque es azul, pero azul cruel? Quién sabe. Al sentarse por la tarde frente al ordenador rebelde, Óscar, el joven de las gafas, se tomó un momento —como un cirujano antes de acuchillar al paciente— y echó un vistazo en torno. Ninguno de sus compañeros le había visto, todos se concentraban en sus pantallas, y tres de ellos sujetos a unos auriculares. Y no solo porque les pagaran por ello, sino porque eran víctimas avanzadas de esa enfermedad contemporánea de no poder despegarse de una pantalla, una vez abierta, y menos todavía si hay que escarbar en ella.

Los cinco técnicos que ocupaban las demás mesas se parecían a Óscar como perros de una misma camada. No todos tenían barba, claro está —solo uno, una de esas de tres días que parecen más bien mugre—, ni gafas: solo dos chicas las llevaban, muy parecidas. Pero todos tenían veintipico, vestían la camiseta de la franquicia, negra y con un anagrama naranja en el pecho, y tenían la mirada estupefacta de los pantalladictos: algo ensimismado y poco propenso a desear los buenos días.

No se parecían solo en eso. Todos estaban agradecidos de tener un trabajo y a la vez bastante insatisfechos con él. Al principio habían dado saltos por poder vivir de lo digital —o sea, vivir de su vicio, el ideal laboral de todo el mundo—, y poco a poco fueron comprendiendo, igual que un matrimonio, que el vicio también estaba compuesto de rutinas y tedio. Su taller venía a ser un consultorio de medicina general, y las enfermedades no solo se repetían, sino que requerían remedios de toda la vida: poner a cero el sistema operativo, cambiar el teclado porque le había caído un vaso de agua, descargar una nueva aplicación… Rutinas. Con lo que pueden hacer ciertas rutinas ocho horas diarias en el alma de la gente.

Hasta ese día en que el hombre entró casi tambaleante en la pecera. Impulsado por un resto de instinto que todavía no había sido devorado por la rutina, Óscar se reservó el ordenador para tratarlo él, y al abrirlo esa tarde vio pronto, como había imaginado, que el aparato se negaba a apagarse y que obligarle a hacerlo tomaría veinte minutos: una aspirina. Pero esta vez no sintió subir unos milímetros su hartazgo. Al contrario, vio que la sencillez del tratamiento le regalaba algo de tiempo para romper una de las reglas de su trabajo: les echó un vistazo a las carpetas que contenía el ordenador. Con el resultado que había sospechado. Era una mina.

«El contenido de los ordenadores es sagrado —le habían advertido a Óscar al contratarlo—: lugares fuera de juego, césped que no se pisa.»

Pero se lo habían dicho en voz no muy alta, al paso, para cumplir. El resultado era que, robando tiempo por las esquinas, todos los técnicos hurgaban en los ordenadores, por lo general en las carpetas de fotos, por si pillaban algo. Y a veces pillaban: lo previsible, lo de siempre. Algo sin imaginación que sorprendía cansando antes de lo previsto.

Lo distinto del ordenador traído por el hombre tambaleante era que no tenía fotos, ni vídeos, ni música. Las carpetas correspondientes estaban vacías, lo que golpeó a Óscar con más fuerza que cualquiera de las fotos de desnudos y porno aficionado que había visto en otros clientes, y por supuesto que toda la música que había oído, pues algo le hacen los ordenadores a la música: que suena toda muy parecida.

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