Yas

Eduardo De Los Santos

Fragmento

libro-5

Uno

Sé cómo empezaba. Me pedía que escuchara algo, con esa voz suya lenta y oscura como la sangre en las películas, con ese acento ambiguo que se le notaba más a última hora. ¿Qué me pidió que escuchara? No lo recuerdo. Ha pasado demasiado tiempo.

Madrid sigue siendo una ciudad de más de un millón de cadáveres y todos se me parecen. Todos los cadáveres son el mismo cadáver, como todas las noches de insomnio son la misma noche: hay puntos eléctricos en los rincones, ruidos inquietantes de casa dormida y ventanas que tiemblan cuando un coche pasa por debajo. La persiana está subida. La única farola de la calle, encendida, y a su luz la habitación es amarilla y negra. Me levanto. Dejo a Irene dormida en el colchón. Recojo los vaqueros del suelo. Voy con ellos en la mano hasta la cocina, donde no molesto, donde no hay ventanas que tiemblen con el motor de los coches, ni pies fríos que frotar con mis pies fríos. Allí me siento y me los pongo. Otras noches tal vez me quedara ahí, en la silla, y esperara el sueño leyendo o escuchando música, pero sigo andando y en la entrada me calzo los zapatos, siempre a oscuras, y no leo, no escucho música. Cuando abro la puerta no pienso en si la Tierra es redonda o plana ni en si el mundo es un escenario.

Pero pienso en los muertos. En Raúl y en el cadáver ausente de Laura Merillo que tanto lo atormentó en sus últimos días. Pienso en los fantasmas reincidentes de Tania y de Espacio, y ahora, en la distancia, sus nombres suenan a frontera y fin del mundo, como los de las ciudades americanas en las que los creí perdidos, Sacramento, Los Ángeles, San Diego, y parecen pertenecer a otra vida, a una vida ajena, pasada. Y soy consciente de que a veces hablo como un viejo y, lo que es peor, de que escribo como un viejo, pero es que no hay remedio: a cierta edad uno se da cuenta de que hay cosas que ya se son y otras que nunca se llegará a ser. Es la línea de sombra, y es una línea que se atraviesa antes de lo previsto. Pienso en esto un segundo nada más, pero un segundo todas las noches del año. Laura. Raúl.

Tania Almada y Leonardo Espacio. Él es ahora uno de los poetas más populares de Argentina. Ha firmado en el Festival de Poesía de Rosario y ha sido uno de los escritores elegidos para el Bogotá39 de este año. Espacio debe de haber cumplido los cuarenta, así que era su última oportunidad; y sospecho que la noticia tuvo que hacerle ilusión: en el tiempo que lo traté solía proclamar que la poesía es sobre todo ficción, en la línea de García Montero y compañía. Lo cierto es que la suya nunca se pareció a la de él, tenía algo salvaje y telúrico, al borde del beat, pero más estilizado. Ya he dicho que a veces escribo como un viejo. Y la pura verdad es que no he leído su último poemario, a pesar de la insistencia de Chema y de saber que mañana Espacio notará enseguida que no lo he leído. Sé que es la poesía que yo hubiera querido escribir, como Espacio es ya el poeta que yo hubiera querido ser, cuando aún escribía poesía.

Supongo que esto Tania lo supo desde el principio, de un golpe, al verlo y verme a su lado en el Soul Station; y supongo también que Raúl me habría advertido de habernos visto a los tres juntos. Pero ni Tania acostumbraba a decir lo que sabía —y ella siempre sabía— ni Raúl estaba aún para decirlo. Los recuerdos son distintos según qué otros los acompañen: en la memoria los nombres reaccionan entre sí como elementos químicos.

Yo, que siempre vuelvo a los viejos sitios donde amé la vida, salgo de casa como cualquier otra noche de insomnio y recorro las calles de entonces. Es la luna llena de noviembre y empieza a hacer frío. En unas décadas, los que la vivimos diremos que fue la madrugada de martes más vacía que mi generación recuerda. No hay nadie en los bancos helados de Tetuán, no pasan taxis, no hay conductores parados en el carril bus de Bravo Murillo, desesperados, ojerosos, consultando el Maps. No hay ventanillas bajadas fumando en los cruces. No hay nadie sentado en los escalones del mercado de Maravillas, nadie durmiendo en la boca de metro de Cuatro Caminos, ni autobuses nocturnos esperando el verde en la glorieta, ni lunáticos con capas hechas de bolsas de plástico, ni borrachos, ni adolescentes clandestinas, ni corredores de apuestas deportivas aprovechando el descanso de un partido en Liaoning para gritarse en la puerta del Sportium.

Cruzo hacia el sur Chamberí adentro, el barrio donde crecí y donde permanece la casa de mis padres, que es la casa de mi niñez y de la de mis hermanos. Mi madre debe de estar durmiendo. Mi padre, como yo, sufre de insomnio crónico. También mis hermanos mayores tienen problemas para conciliar el sueño, mi hermana la que más. Los pecados del padre son heredados, igual que los fantasmas con los que hablaba Tania y las noches interminables en las que se aparecen, como les sucedía a los Buendía, que es lo que somos mi padre y yo, o eso dice Ire.

Tampoco hay nadie entre Bilbao y Tribunal. Nadie en la puerta de la Vía Láctea y nadie en el Dos de Mayo. No hay ruedas de salsa, no hay policía al acecho. Bajo hasta Pez, donde ya han instalado algunas luces de Navidad, apagadas, que ahora sospecho quizá nunca desinstalaron. Al final de la calle me paro, como cada noche de insomnio, ante el escaparate vacío y oscuro de La Pasajera, en la esquina con San Bernardo. A estas horas es un sumidero de silencios: el de esta ciudad hoy, el de esta ciudad hace seis años. Todavía puedo ver a Raúl al otro lado del cristal, desempolvando los libros con el plumero gris que me hizo comprar en mi primer día de trabajo, las dos mitades del mango de plástico unidas con cinta adhesiva, dando la espalda a los clientes, dándome la espalda a mí, que ya los había limpiado minutos antes, como si de aquello dependiera mucho, muchísimo, todo: la nutrición de los niños africanos, la Paz Mundial, el libre albedrío. Que la Tierra sea redonda o que el mundo no sea un simple escenario. ¿Qué fue lo último que nos dijimos? El cristal refleja la luz verde del semáforo de la esquina con Noviciado. Pienso —un segundo nada más, pero un segundo cada noche— en la luz de la ambulancia y en la luz fría del hospital al que se lo llevaron, y también en la luz del fuego de Tlatelolco que tanto le quitó a Laura Merillo, que tanto le arrebató a Raúl.

Había estado hacía unas horas cerca de allí, en la redacción de Jukebox. Desde el rellano de la oficina, en el tercer piso, y a través de un ojo de buey de los que ya solo quedan en algunos edificios viejos de esa zona de Madrid, se podía ver el mismo cruce. Chema, el director, me había citado para darme este encargo de último minuto que ahora me quita el sueño. La redacción estaba tan vacía entonces como la calle ahora.

—José María —le había dicho, y lo llamé José María para que supiera que hablaba en serio—, no quiero lo de Leonardo Espacio.

Su despacho, cuyas ventanas dan a un patio de vecinos que en verano retumba con el ruido de los aires acondicionados, parece solo el esqueleto de un despacho, igual que la redacción es como el esqueleto de una redacción cuando todos se han ido. Chema tiene convertido el salón de la casa en oficina y la primera sala es la suya; Jukebox no da como para pagar otro alquiler y nuestros sueldos, así que la casa de Chema es mitad vivienda, mitad redacción. Cuando entré, él se hundió en el respaldo del sillón que, según su versi

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