Oriente

José Carlos Llop

Fragmento

libro-6

 

Cuando uno es expulsado de sí mismo mientras vive en un país inventado —y el enamoramiento es un país inventado por el deseo—, la expulsión es doble. Por un lado debe abandonar su propio mundo, el que ha construido y por el que ha sido construido. Por otro, la brújula con la que se adentraba en terra incognita queda dañada. Por cuánto tiempo no se sabe, pero el daño, en el nuevo estado, permanece: la aguja imantada deja de reconocer el norte y el sur desaparece y el enamoramiento merma al perder su naturaleza secreta. La infección de lo cotidiano. El enamoramiento es autista —un autismo compartido por dos— o muta. Y ningún casado o casada —por utilizar la vieja fórmula, sólo en uso festivo e intrascendente ahora— se enamora si su pareja no ha dejado un espacio vacío donde otro amor puede inventarse y cabe. Ningún casado o casada, sí, salvo todos y cada uno de los que pertenecieron a mi familia, una familia de la que soy el último eslabón o fin de raza, sin escudos de armas ni pergaminos que me entronquen y aten a tierra o casona alguna. Un fin de raza sin raíces, un hombre desplazado.

Un hombre desplazado: pienso en Ovidio en Tristia. Lo gracioso es que mi tesis doctoral fue sobre la relación entre su exilio en el Ponto y el Ars amandi. Pienso en Rilke, de un castillo a otro, de una mujer a otra. Pienso en Jünger y su amante, Sophie Ravoux, la de tantos nombres distintos enmascarando a una sola mujer. Pero es pronto aún para pasar de uno a otro, aunque el espíritu que los una sea el mismo espíritu que se apoderó, nunca sabré cuándo ni por qué, de todos los miembros de mi familia. Hasta llegar a mí, que soy estéril, como ha quedado demostrado en varias ocasiones. Y sin más árbol genealógico que lo que he de contar en estas páginas.

Mi mujer me ha echado de casa. La frase es vulgar, pero no lo es el hecho. No puede serlo porque mi mujer es todo lo contrario a una mujer vulgar, incluso en los momentos en que las mujeres se permiten serlo, vulgares. No hubo gritos, ni escenas; fue una conversación breve y fría sobre la imposibilidad de convivir con un hombre confuso —o demasiado preciso y ajeno— en sus sentimientos. Sobre la necesidad de saber y la necesidad, también, de no saber. Sobre la urgencia de la desaparición del intruso en el que me había convertido en los últimos meses. Un intruso con la mente, el corazón y el sexo hechizados por otra mujer y otro paisaje, distinto al nuestro. Me pregunto si el decreto de Augusto al desterrar a Ovidio fue tan exacto. Ovidio y El arte de amar, un libro que podría ser el libro de familia. De mi familia.

Ahora vivo en un antiguo convento de monjes benedictinos convertido en hotel. Un hotel sobrio y austero, como debían de serlo los monjes que vivieron aquí hace siglos y perdieron el edificio a raíz de la desamortización de Mendizábal en 1835, o de Madoz, o quizá de Floridablanca, no recuerdo la fecha. Como es temporada baja sólo somos dos los huéspedes, el otro es un bibliófilo inglés a la caza de algo que no sé lo que es. Paso las horas muertas leyendo viejas revistas de historia y contemplando desde el terrado el vuelo caprichoso —y sus formas aún más caprichosas— de las nubes de estorninos. Luego vuelvo a las revistas: el misterio de los caballos y los ciervos pintados en las cuevas de Lascaux, los tesoros de la tumba de un noble etrusco, la música de Mozart para un funeral de rito masónico, la arquitectura dieciochesca fruto del tráfico de esclavos en Europa…

El antiguo convento es grande y frío. Tras los portones hay un patio con aspidistras y clivias y, a media escalera, una galería de tres columnas que se asoma a otro patio posterior con huerto y un jacarandá que en primavera se convierte en cúpula azul. Cerca está el mar y más cerca aún, casi vecinas, las murallas de la ciudad. Cuando salgo por la mañana en dirección a mi trabajo, tomo una calle en cuyo extremo se ve el mar. Hay días que, al dejarla atrás y pisar el paseo de las murallas, un buque abandona el puerto con la alegría de quien comienza una nueva vida, o entra en él con la parsimoniosa lentitud de los movimientos en aguas poco profundas. Como quien regresa a casa. Las luces grises del alba, las farolas que se apagan, el mar oscuro, el barco encendido como una lámpara, las torres en tierra y las chimeneas en el mar, la popa de la catedral, otro barco, éste de piedra, sobre mi cabeza… La ciudad me protege y pienso por cuánto tiempo podré vivir en ella como si no lo hiciera, alejado de mí, quiero decir, y camuflado tras alguien que soy y no soy yo. ¿Pensaba Ovidio en Tomis algo parecido? A él no le protegía la ciudad, tan extraña como la gente que lo rodeaba. El poeta culto, irónico y refinado, viviendo entre los bárbaros, alejado de Roma y de aquellos que lo aplaudieron y ahora callaban, temerosos de que la mano de Augusto los empujara también al destierro. Al limes de Germania, por ejemplo, o de Britania, donde era fácil hallar el destino en una flecha emponzoñada.

Mi habitación es una alcoba con antesala y cuarto de baño posterior. En esa antesala escribo mi diario —nada que no se escriba permanece e incluso lo escrito ya no sabemos— frente a un balcón acristalado que da a la calle. Hay unos grabados con escenas de la corte del rey Darío y un gran espejo oxidado que cuelga sobre un tresillo isabelino tapizado en terciopelo verde-musgo. Una estera de esparto habla de un verano que fue y ahora no es más que decoración. Por la tarde alguien toca la guitarra y se arranca por seguidillas. Allá abajo, en algún semisótano de la calle alquilado a un flamenco.

La extrañeza produce curiosos espejismos. Cuando salgo a pasear no miro los rostros, las piernas o el culo de las más jóvenes; miro a las parejas que están envejeciendo juntos, la complicidad de sus gestos, lo que se añora —imagino— más allá del deseo. Pero no añoro nada y el deseo sigue ahí, vivo, yin sin yang, yang sin yin, tanto da, porque el amor no se zanja, se abandona. Ya dije: ser expulsado de ti, cuando tú no eres exactamente quien eres, es una doble expulsión. Y si la familia es el destino, en los momentos en que olvido los mecanismos de la seducción y contemplo un futuro incierto, soy un traidor a ese destino. Dejo de ser un lector del Ars amandi y me empeño en comportarme como lo que no soy. Por eso debo remontarme a los míos. Reconocerme en ese árbol genealógico sin escudos ni más hazañas que las amorosas, con el placer y el dolor que comportan. De rama en rama, como un bonobo, esos parientes cercanos —la garganta de Olduvai, el eslabón perdido, todo eso— que tanto saben de Eros y nada de sus complicaciones. Lo mismo que hizo Ovidio en Tomis: intentar llegar al origen de su castigo imperial.

libro-7

III. Orígenes

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Tengo en mis manos una de las car

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