Aquí sólo regalan perejil (Mapa de las lenguas)

Fragmento

1

… Yo vine acá porque quise, porque me lo busqué, porque siempre quise vivir en la Puta Madre Patria y no porque quisiera huir de mi país y su guerrita a cuentagotas; no es que me hayan amenazado por ser sindicalista o periodista, o que haya sido una mula triunfal. No. Era mi ilusión desde chiquito y salté el cacareado charco porque aquí dizque todo iba bien. Bueno, y porque casi me matan.

¿Me extrañó? ¿Se acuerda cuando venía a ver los partidos? Me tomaba las cuatro cañitas reglamentarias; póngame otra, con un dedo de espuma como me gusta, que en esta mi última noche le voy a pedir que me escuche y prometo que le vacío el barril. Usted también tendría sus motivos o sus presiones para venir; pero, bueno, eso será por carta porque el que va a soltar la cháchara soy yo… ¿Que qué es cháchara, a ver, qué es cháchara? Pues, cuando uno habla paja, cuando descarga la palabrería sin parar y al receptor le importa un pito. O “abundancia de palabras inútiles”, como dice el sabiondo diccionario que de sabiondo se las da, pero le falta salir a la calle. Es que por ahí empieza el choque, por la palabra; yo llegué hablando como hablo y así sigo, y cuando hablo pues como que no me entienden; también he aprendido palabritas, que hay que hacer acervo, ¿no? Mire, yo soy de provincia y cuando pasé unos días en la capital allá tampoco me entendían. ¿De dónde dijo que era usted, Wong?, de un pueblito, ¿cierto? Y seguro que antes de llegar acá pasó por Beijing y allá como que no le entendían, ¿cierto? Pues eso. Bueno, pues le voy a echar el cuento por partes, como si fuera una novela; lo que hice allá para poder venir y lo que me pasó acá para salir con el rabo entre las piernas. Usted sigue atendiendo a la gente, ni más faltaba, y yo le voy soltando la historia; es que la tengo fresquita, organizada y grabada en la cabeza, y si algún día me da tiempo la tengo que escribir.

El 11 de septiembre, llegué a Barcelona el 11 de septiembre de 2001. ¿Se imagina? ¿Se acuerda? Era un martes, llegué sin dormir mucho y arrastrando una maleta de cuero que pesaba como un ternero; tomé tren en el aeropuerto, trasbordo y al final me bajé en la plaza de Cataluña. Llegué y encontré un ambiente no festivo, pero sí de mucho entusiasmo; banderitas y algunos carteles con listas rojas sobre fondo amarillo: 11 de setembre Estat Català, decía uno. No me detuve, pues lo primero que tenía que hacer era orientarme. Pregunté a una señora hacia dónde quedaba la calle Pujades, que si era cerca y tal; siempre he pensado que las señoras son las mejores para preguntar esta clase de cosas, a no ser que la de turno tenga malas pulgas o tú parezcas lleno de pulgas. Pues lo segundo. Respondió torciendo la boca que me referiría al Paseo de Pujades y que quedaba cerca si tomaba un taxi y lejos si iba andando, mientras miraba de reojo la maleta y de arriba abajo al dueño de la maleta. No me resultó tan extraño el tono; habló como responden en el mercado de mi Pamplona las vendedoras. ¿Qué tal tiene la papaya, señora? Pues si le sigue metiendo el dedo no sé, y si la compra pues ya verá. Así. Seco y rotundo. Porque yo soy de Pamplona, la de Colombia, fundada por un navarro con morriña pero con más ambición que morriña, si no pregúntele a un tal Aguirre, con su ira y con su dios.

Eran como las tres de la tarde; la bermuda y los escotes aún mantenían su vigencia y yo, como buen retoño de los Andes, llegué con chaqueta y botas. Tenía un hambre la macha, el vuelo había durado sus diez y pico de horas con su pequeña plaga de colombianitos, que en su mayoría aplaudieron el aterrizaje; yo no aplaudí porque tampoco aplaudo cuando se detiene el bus, pero sí bostecé. Ya en la plaza y medio regañado por la dama resolví pedir un mapa en Información, como había sugerido Mariño, el man que me ayudó a venir y que no me recogió en el aeropuerto porque estaba de turno en el restaurante. Bueno, cogí hacia abajo, hacia el casco antiguo por el Portal del Ángel, mirando hacia arriba como un bobo, así como miramos todos los que llegamos a las ciudades grandes, con la boca más abierta que los ojos. Como se habrá dado cuenta, no fui en taxi con la excusa de empezar a conocer por mi propio pie y buscar dónde almorzar, o sea dónde comer, porque le cuento que en mi casa se come por la noche, ¿sí ve? Cogí por una callejuela y di con el tablón de un restaurante que explicaba en un idioma ajeno a mi idioma ajeno. Decidí entrar así sin más para darle alimento al animal que sonaba en mis adentros.

Primer plato: crema de verduras, ensalada de manzana, nueces y apio o ensalada del huerto. Segundo plato: merluza a la plancha, pollo al curry o lomo relleno de camembert. Postre: torta de chocolate y naranja, yogur y fruta. Pan y bebida incluidos.

¿Que cómo me acuerdo de eso? ¡Ah! ¿Memoria fotográfica? Más o menos. Es que además de aprendérmelo, le saqué una foto que he tenido pegada en un corcho. Y si quiere, mi querido chino de la China, también le puedo recitar el precio en pesetas y en el naciente euro de unas cuantas cosas, pero le daría risa. Un don que mi Dios me dio, dice mi mamá. ¿Cuánto vale hoy, ocho años después? Usted cobra ocho con cincuenta el menú porque es menú de barrio y tal, pero en el centro no se baja de diez, de diez y pico, hasta doce, casi dos mil pesetas.

—Quiero un menú —dije después de saludar muy cortés.

Después de haberme sentado y acomodado el equipaje al lado de la máquina de tabaco, ya noté la mirada del camarero; miró raro, no sé si por el saludo tan educadito o por el burro de maleta que a pesar de mis cuidados era evidente que hacía estorbo para sus maniobras. Tomó el pedido, primero en traducción simultánea y luego explicando en su andaluz catalán que tenía que escoger un primero y un segundo y que no eran seis platos los que me tenía que zampar. Menos mal, porque ya estaba asustado así tuviera el hambre que tenía. Ya quisiera eso un pariente que tengo por allá, que come como una bestia y sin preguntar.

—¿Y de beber? —preguntó acomodándose un poco el corbatín negro, ya lustroso y con tonos violetas. Qué tiene, le pregunto, y el camarero me explica que el menú incluye agua o vino. Le cuento una vaina, una coooosa, Wong. Aunque yo siempre he tomado jugo de frutas y pasar con agua me parece muy triste, le respondí con cierta suficiencia, como cosa muy natural:

—Vinito —dije. Y agregué ingenuo—: ¿Me podría regalar antes un vasito con agua?

—Aquí no se regala nada —dijo tajante el tunante.

Y un segundo después hizo un guiño y sonrió subiendo una sola comisura y dejando ver su dentadura maltrecha, mientras soltaba que traería agua del grifo, tal vez al ver mi congestión y mis cachetes rojos a causa del calor y de la vergüenza. Regalar, regalar, ¡quién regala algo! Es una muletilla bogotana que se me pegó.

Me acomodé en la mesa, con otra silla al frente, donde puse el morralito de mano con la billetera, unas mentas para el sabor a herradura al despertar y el pasaporte vino tinto, que ya no el verde, el que el gobierno de mi país archivó pretendiendo que con el cambio de color nuestro lastre mafioso desapareciera de los aeropuertos del mundo

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