El mar

John Banville

Fragmento

libro-4

 

Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando cotas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco herrumbroso del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían una blancura antinatural, aquel día, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.

Alguien acaba de caminar sobre mi tumba.[1] Alguien.

El nombre de la casa es Los Cedros, desde hace mucho. Un bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de gasoil que queda detrás de la verja de hierro, aún pintada de verde, aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del ferrocarril, la carretera tenía una orientación por completo distinta, y pasaba directamente justo ante la puerta delantera, todo es posible. La señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado —quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está confundiendo—, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos los lados. Los suelos de pino tea le aportan una nota náutica, al igual que mi silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido él.

Cuando estuve aquí todos esos años, en la época de los dioses, Los Cedros era una casa de verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y estridente la infestaban —no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la verja—, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaba a su perro salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en Los Cedros. Era el mes en que los inquilinos variaban cada año, gente que venía de Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con todo el equipo, y que representaba alguna función vespertina en el cine del pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.

Lo primero que vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al estilo de los coches deportivos, había libros de cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas, tirados de cualquier manera, y se veía un mapa turístico de Francia, muy usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro, en el piso de abajo, oí voces, y desde el piso de arriba me llegó el ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una chica que reía. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada. Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia, la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del cuello de la camisa. Dejó el vaso —ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una rodaja de limón— formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió a reír y soltó un grito medio desaforado medio gorjeo de falso pánico, y se oyó de nuevo el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciese de importancia, de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa, hablando incluso antes de haber cruzado el umbral.

—Maldita sea —dijo—, parece que se ha… —y desapareció.

Me quedé un momento escrutando las ventanas del piso de arriba. No apareció ninguna cara.

Ese fue mi primer encuentro con los Grace: la voz de la chica bajando desde lo alto, el ruido de su correteo, y el hombre abajo guiñándome uno de sus ojos azules con ese aire desenfadado, íntimo y levemente satánico.

De nuevo me he sorprendido haciendo ese silbido fino y frío con los dientes que he comenzado a emitir en los últimos tiempos. Diiid diiid diiid, hace, como el taladro de un dentista. Mi padre solía emitir ese mismo silbido, ¿me estoy convirtiendo en él? En la habitación que hay al otro lado del pasillo, el coronel Blunden está oyendo la radio. Sus

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