Gina

Maria Climent
Maria Climent

Fragmento

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La vida es una sucesión de acontecimientos inevitables y de acontecimientos evitables que por lo que sea no se han evitado, o que incluso se han buscado.

Hace ahora un año que Fran y yo vinimos a vivir aquí. Nos trasladamos porque a mí los médicos me dijeron: si quieres tener un hijo tenlo ahora, que hay que cambiarte el tratamiento y los otros tratamientos no son compatibles con el embarazo. Y tampoco tienes veinte años.

Siempre había pensado que en esa época indeterminada conocida como Más Adelante me gustaría tener un hijo. Lo había dado por supuesto, casi por hecho, que cuando-fuera-el-momento formaría mi propia familia. Nunca hubiera dicho que tendría que decidirlo de esta manera, un lunes por la mañana. En el momento en que tuve que tomar esta determinación no tenía ningún tipo de lo que llaman instinto maternal, solo la obligación de decidir en el acto. Si me lo hubieran hecho elegir tres o cuatro años antes no habría sido necesario que lo hiciera porque el ataque de ansiedad me habría matado. Pero mira, por suerte (suerte es un decir), ya hacía un poco de tiempo que el pánico a las decisiones adultas me lo pasaba por el faralá. De acuerdo, tendré un hijo y lo tendré ahora, yo qué sé, me da más miedo no tenerlo que tenerlo. No sea que me despierte una mañana con cincuenta años y me arrepienta de una decisión no tomada veinte años atrás.

Para Fran, este sitio era todo un descubrimiento, un espacio inhóspito dejado de la mano de dios donde estar tranquilo, delante del mar y a buen precio. El lugar perfecto para criar a un niño, lejos de la contaminación y la prisa de la ciudad. Y para mí eran todos los veranos de la infancia.

Cuando vinimos a vivir aquí también era verano y estaba lleno de gente haciendo eso de veranear. Básicamente los que vienen son aragoneses, y la mayoría tienen un apartamento desde la época de la transición; llegan cargados con las neveras de playa hasta arriba de pechugas de pollo en bandeja y melones y, cuando se les terminan, van al Mercadona a comprar más.

Cuando se fueron los aragoneses en septiembre, descubrimos que estábamos solos con cuatro personas más en toda la urbanización. Los vecinos que teníamos más cerca eran una señora de Sagunto y su hijo, que vive con ella. El hijo, no os creáis, tiene los cuarenta años cumplidos de sobra. Es soltero. No hay tampoco ninguna criatura que venga a visitarlos nunca. Viven solos y parece que así haya sido desde el principio de los tiempos. Tienen exactamente la misma voz, que es algo que me flipa. Cuando los oigo hablar, no sé nunca quién contesta a quién. Ella tiene un nombre que Fran es incapaz de retener: Esmeralda. Tiene gracia porque ella a Fran tampoco lo llama por su nombre. Lo llama Ernesto, no sabemos por qué. Fran es consciente de que no sabe cómo se llama ella y por eso siempre evita tener que pronunciar su nombre, cuando hablan. Pero ella no: ella está convencida de que se llama Ernesto, y normal que lo piense, si cada vez que grita Ernesto de jardín a jardín él se gira y responde.

Hay otro que no sé cómo se llama, pero nosotros —entre nosotros, no a la cara— lo llamamos Nelson, porque parece que haya naufragado con la ropa que lleva puesta, él y los dos perritos pequeños —no quiero decir pequeños de edad sino de tamaño— que lleva atados con un cordel a la cintura, y aquí se haya quedado, sobreviviendo.

Nelson siempre va con sombrero de pescador gris, con unas bermudas grises con bolsillos a los lados de las perneras, con una camiseta morada, un chaleco gris de esos que tienen muchos bolsillos, como de explorador, y unas sandalias cangrejeras. Ya sea verano o invierno. Tiene el pelo largo y blanco, pero no bonito, como Jeff Bridges o Richard Gere, por ejemplo, no; sacaos esta imagen de la cabeza. Tiene los ojos pequeñitos y oscuros e inquietantes, como de hámster, y no habla nunca, o casi nunca. A veces se nos queda mirando, cuando nos cruzamos entrando o saliendo de casa o del coche y nos mira como si estuviera a punto, a punto de decirnos algo, pero no lo acaba de hacer. No le he visto sonreír en ningún momento. Ni conversar con otra gente. Solo él con los dos perritos atados arriba y abajo. Ni a los perros les dice nada. Ellos tres callados y ausentes como cuando estás rodeado de personas pero estás solo.

Y mi preferido. No sé ni por dónde empezar, pero empezaré por decir que alguien de la inmobiliaria, cuando firmábamos el contrato de la casa, dijo: Arturo es un buen tipo. Tiene un aire a Albert Pla, ya lo reconoceréis.

Cuando llegamos con el camión de la mudanza, mientras bajábamos los muebles y hacía mucho calor, mucho calor, porque recuerdo que era uno de agosto, oí una voz a mi espalda que decía:

—Perdón, ¿esto es vuestro?

—Tú debes de ser Arturo —no tuve ninguna duda.

«Esto» era una tortuga de agua dulce y tamaño considerable que tenía sobre las dos manos abiertas. Y no, de entre la barbaridad de cosas que nos habíamos traído de Barcelona aquella tortuga no era una de ellas.

Arturo es como el guardián de la urbanización. Le dejan vivir gratis en una de las casas a cambio del mantenimiento de las demás de la comunidad, incluida la nuestra. Siempre va con un chándal de táctel y un winston en la boca medio aplastado que coge con dos dedos. Pero esto y que le falten una serie de dientes no es importante. Lo que más me llama la atención de Arturo es que se pasa el día —él sí— bramando a los perros que tiene. Tiene cinco. Y además cinco gatitos. A los gatos los deja en paz. Pero a los perros se pasa el día llamándolos a gritos. Y los llama como si esperara una respuesta. Con el tiempo he identificado que se llaman Niki, Vicky, Bruto, Rocco (o Rocko, no sé cómo lo escribirá) y Lula.

A mí me inquieta esta manera tan suya de llamar a los perros, como si fuera Tarzán de la selva convocando a las bestias, como si tuviera que hacer bajar a las cabras de la sierra del Montsià, y por eso a veces lo observo entre los matorrales más altos de mi jardín. Siempre está ocupado arrastrando un carrito de supermercado lleno de escombros y cosas y más escombros que no sé de dónde saca, y cambiándolo de lugar. Alguna vez he pensado que ojo no sea una de esas personas a las que se han llevado en una nave extraterrestre años, pero muchos años atrás, y ahora, después de mucho estudiarlo, la hayan dejado en esta urbanización donde la gente tiene unos códigos de conducta que él no comprende, con la única misión de conseguir que un día alguno de sus cinco perros le responda: ¿qué?, ¿qué quieres?, un poco nervioso, como lo estamos todos.

Vivimos aquí de alquiler. Nos gustaría comprar la casa pero no tenemos suficiente dinero. Lo que sí que tenemos son dos planes para tenerlo.

El plan A

Es el plan de Fran y consiste en que nos toque la primitiva. Sin rod

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