Delatora

Fragmento

libro-5

Repudiada

Hubo una época en que yo era la favorita de papá, de entre sus siete hijos. Antes de que algo terrible sucediera entre nosotros, algo que todavía estoy tratando de solucionar.

Fue en noviembre de 1991. En aquel momento tenía doce años y siete meses.

Mi padre me mandó al exilio. ¡Trece años exiliada! Puede que para un adulto no sea mucho tiempo; para una adolescente es toda una vida.

¿Quién es la niñita de papá?

Violet Rue. ¡La pequeña Violet Rue!

Cuando era una mocosa, papá me besaba en la nariz (muy chata) y conseguía hacerme chillar. Me levantaba con sus brazos musculosos y fingía lanzarme al aire, de manera que me asustaba, pero sin llegar a quejarme, porque a papá no le gustaban las niñas miedicas.

Había apasionamiento en todo aquello, en el levantarme a pulso, en la vehemencia de las palabras. Un delicioso aroma ardiente, el aliento de papá, feroz e inconfundible, aunque yo no tenía ni idea del porqué, no tenía ni idea de que había estado bebiendo (whisky), pero sabía que aquella ferocidad era el verdadero aliento del padre, el aliento del varón.

¿Cómo está mi pequeñina? No le tienes miedo a tu papá, ¿verdad que no?

Más te vale, ¡porque papá quiere con locura a su pequeña Violet Rue!

En otro tiempo, antes de que yo naciera, Miriam, la mayor de mis hermanas, había sido la favorita de papá. Después lo fue mi hermana Katie.

Pero más adelante la favorita pasó a ser Violet Rue. Y ya no hubo más cambios.

Porque yo era la pequeña, la benjamina de la familia Kerrigan.

La última en nacer. La más querida.

Fue el mismo papá quien eligió mi nombre: Violet Rue. Un nombre que aseguraba haber oído en una canción irlandesa que le obsesionaba de pequeño.

Se decía que Violet Rue había sido consecuencia de un embarazo accidental —un embarazo «tardío»—, aunque para las personas religiosas nada puede ser del todo accidental.

Todos los seres humanos tienen un destino especial. Todas las almas son inestimables para Dios.

La familia es un destino especial. La familia en la que has nacido y de la que no existe escapatoria posible.

¡Tu madre estaba encantada! Una hermosa niña para ocupar el sitio que dejaban los que ya estaban creciendo y se alejaban de ella, y en especial los hijos varones a los que apenas se atrevía a tocar, las mejillas primero aterciopeladas y más tarde hirsutas, el calor de la piel, el rostro ferozmente enrojecido cuando ella no tenía intención de sorprenderlos, al abrir una puerta sin llamar antes, distraída: Lo siento, no creía que hubiera nadie… Tus hermanos mayores, que apartaban la mano de mamá hasta cuando llegaba a tocarlos por pura casualidad.

Un bebé al que querer. Una niñita a la que adorar. El inmenso placer de recibir un amor absoluto y sin reservas cuando creías que nunca volvería a suceder…

Por supuesto, Lula estaba encantada.

Por supuesto, Lula estaba deshecha. Dios santo, no, Jesús, no.

Apenas se había recuperado del último embarazo; había decidido que ese sería el último. Treinta y siete años, demasiado mayor. Quince kilos de sobrepeso. Tensión alta, tobillos hinchados. Infección renal. Varices como telarañas de tinta en los muslos, carnosos y pálidos como una pechuga de pollo.

Y el varón, el marido de origen irlandés, alto y apuesto. Que apartaba los ojos, sin querer ver el blanco vientre hinchado, los muslos flácidos, los pechos como ubres de vaca.

¡La culpa la tenía él! Aunque mi padre se la pasaba a ella.

Le reprochaba en privado desde hacía años que era ella quien había querido tener hijos, y resultaba inútil recordarle que también él los había querido, lo orgulloso que se había sentido, los primeros bebés, sus primeros hijos, maravillado y presumiendo ante sus amigos a todas horas de que los estaba alcanzando, maldita sea, e incluso ante su padre, el pobre desgraciado al que no soportaba, igual que el viejo cascarrabias tampoco lo soportaba a él.

Y Lula había sido una mujer hermosa. Con un cuerpo que cautivaba a su marido. Piel delicada, pechos blancos asombrosamente suaves, la curva del vientre, las caderas. ¡Había estado loco por ella! Como bajo un encantamiento. Los primeros años.

Seis embarazos. Sin querer reconocer (excepto a su hermana Irma) que quizá, pensándolo bien, eran por lo menos dos embarazos de más. Y luego el séptimo…

Después del primero, su cuerpo empezó a cambiar. Después del segundo y del tercero. Y ya después del cuarto empezó a rebelarse. En el cuello del útero se descubrieron pólipos que (a Dios gracias) resultaron ser tumores benignos y fue posible eliminarlos sin dificultad. Otra infección renal. Tensión más alta, tobillos hinchados. El médico aconsejó la interrupción del embarazo. Pero Lula nunca lo habría consentido. Ni tampoco Jerome.

Esa opción no estaba sobre la mesa. Ni ante los demás ni en privado. Mis padres eran católicos, eso bastaba. No se hablaba de ciertas cosas y para muchas de ellas tampoco existían, en cualquier caso, las palabras adecuadas.

Igual que los jóvenes iban a la guerra sin hacerse preguntas. No había nada que preguntar, no era esa la imagen que tenías de ti mismo.

Las semanas, los meses en los que tu madre pasaba la mayor parte del día tumbada. Aterrada ante la posibilidad de un aborto espontáneo y aterrada al pensar que podía morirse. Rezaba para que el bebé naciera sano y pedía a Dios seguir con vida, y fue así como Lula Kerrigan no solo perdió su atractivo (algo que hasta entonces daba por sentado) sino que pasó a estar permanentemente asustada y ansiosa; se volvió supersticiosa. Buscaba «señales»: que Dios tratara de decirle algo especial sobre ella misma y sobre la criatura que le crecía en el vientre.

Una «señal» podía ser algo vislumbrado a través de una ventana: la figura de un ángel gigantesco en las nubes. Una «señal» podía ser un sueño, un estado de ánimo. Una premonición repentina.

En las últimas etapas del embarazo, nadie conseguía convencerla para que saliera de casa. Tanta era la tripa, tal el constante jadear y los ojos desorbitados. Comía con voracidad hasta ponerse mala. Seguía engordando. A sabiendas de que a su marido le repugnaba su cuerpo, aunque (por supuesto) (como cualquier marido culpable) Jerome lo negara. Lo último que Lula Kerrigan quería era exponerse a las miradas de otras mujeres que se mostrarían implacables, burlonas.

Dios mío. ¿Esa es… Lula Kerrigan? ¡Parece un elefante! ¿No se da cuenta de que va montando un número al exhibirse así?

Manifestaciones de desprecio que oirías a lo largo de tu infancia y adolescencia: montar un número, exhibirse. La peor acusación de una mujer contra otra.

Se exhibe como si fuera la reina del mambo.

Eso es lo que se echaba en cara a mujeres y jovencitas que se exhibían: su cuerpo. Sobre todo si ese cuerpo era a todas luces imperfecto: si estaban demasiado gordas. Presentándose en público cuando deberían avergonzarse de su aspecto o, por lo menos, ser conscientes de su deformidad. Nunca se acusaba de manera parecida a hombres o muchachos.

No parecía existir equivalente masculino para montar un número, para exhibirse.

Como tampoco —algo que descubrirías más adelante— existe equivalente masculino para zorra, para furcia.

libro-6

La infancia feliz

Éramos siete: Jerome hijo, Miriam, Lionel, Les, Katie, Rick y Violet Rue, «Vi’let».

—¡Cielos! Todo un pelotón.

Papá nos miraba con una expresión de divertido asombro, como un personaje de tira cómica.

Pero (por supuesto) estaba orgulloso de nosotros y nos quería incluso cuando tenía que castigarnos. (Lo que no sucedía con frecuencia. Al menos con sus hijas.)

Sin embargo, algunas veces recurría a las manos con nosotros. Un buen zarandeo violento, que hacía que la cabeza se te bamboleaba sobre el cuello y los dientes te castañeteaban; ese era más o menos el límite con mis hermanas y conmigo. En cuanto a mis hermanos, era sabido que papá los castigaba de otra manera. Una vez puesto en pie, atizaba. (Pero solo con la mano abierta, nunca con el puño. Ni tampoco con un cinturón ni con un bastón.) Lo que más daño hacía era el enfado, la indignación de papá. La expresión de profunda decepción, de repugnancia. Cómo demonios has podido hacer algo así. Cómo esperabas librarte del castigo después de algo así. La expresión en los ojos de papá; eso era lo que me hacía desear alejarme de allí a rastras y morirme de vergüenza.

Los niños necesitan disciplina. Tan solo algo que todo buen padre responsable ha de hacer para manifestar su amor.

Por supuesto, el padre de nuestro padre lo había disciplinado a él. Nueve vástagos revoltosos en una familia católica irlandesa. Tenía que hacerles saber quién mandaba en aquella casa.

Uno tras otro, los hijos del abuelo Kerrigan crecieron y desafiaron a su padre. Y a uno tras otro, el padre los trató como se merecían.

Pobre desgraciado. Así hablaba papá del abuelo cuando el abuelo no estaba delante.

Era necesario interpretar buena parte de lo que papá decía. Riendo, moviendo la cabeza, o quizá sin reír, exactamente. Pobre desgraciado hijo de puta. Pobre desgraciado que no tiene perdón de Dios.

De todos modos, cuando nuestro abuelo no tuvo otro sitio donde vivir, papá se lo trajo a casa. Le preparó una habitación en la parte de atrás, en un cuarto que había servido de almacén. Le añadió aislamiento para el frío, suelo nuevo de baldosas, entrada independiente para que pudiera evitarnos si lo deseaba. Cuarto de baño propio.

El nombre que a mi padre le habían puesto al nacer era Jerome. Nombre que nunca se acortaba para convertirlo en «Jerry» y menos aún en «Jerr». Ni siquiera nuestra madre lo hacía.

Nuestra madre se llamaba Lula; también «Lu», «Lulu», «mamá», «mami».

Cuando hablaban con nosotros, cada uno de ellos se refería al otro como «vuestro padre» o «vuestra madre». A veces, en momentos de mayor afecto, podían decir «vuestro papá» o «vuestra mamá», aunque esas situaciones fueron poco frecuentes en épocas posteriores.

En sus primeros años de matrimonio, no sé. Yo no había nacido aún en los años más felices de la vida matrimonial de mis padres.

Entre ellos había muchas cosas que no se decían. Ahora que soy mayor he llegado a entender que su conexión estaba, como las raíces de los árboles, llena de nudos, y era subterránea e invisible.

Con frecuencia nuestro padre llamaba «vi» a nuestra madre, con voz neutra. Un tono tan soso, tan vacío de inflexiones, que nadie pensaría que «vi» procedía de «vida mía».

Si estaba irritado por algo, la llamaba «Lu-la» de una forma cortante que era un reproche.

Si había bebido, era «Lu-laaa»: como jugando, pero al borde de la burla.

En momentos así, nuestra madre se quedaba quieta, rígida, cautelosa. No quieres irritar a un marido que ha bebido, aun cuando a primera vista el humor del cabeza de familia sea apacible, bromista, y no acusador. No.

Lo cierto es que la mayor parte de las veces que veíamos a nuestro padre, a última hora de la tarde, había bebido. Incluso cuando no había señales evidentes, ni siquiera el feroz y cálido olor de su aliento.

Mamá tenía una manera de comunicarse con nosotros: Mejor no.

Con el significado de No irritéis a vuestro padre. Ahora mismo mejor no.

Mamá nos lo transmitía sin palabras; le bastaba con poner los ojos en blanco y apretar los labios.

Vuestro padre os quiere como os quiero yo, ¡muchísimo! Pero… no pongáis a prueba ese cariño…

Una verdad penosa de la vida familiar: las emociones más tiernas pueden cambiar en un instante. Piensas que tus padres te quieren, pero ¿es a ti a quien quieren, o a la criatura que es suya?

Como inclinarse demasiado sobre la placa del fogón, algo que hice cuando era muy pequeña, y en un instante la chaqueta del pijama, de un material inflamable, empezó a arder, y a una velocidad difícil de imaginar.

También muy deprisa, como si se hubiera preparado para una calamidad semejante durante toda su vida de casada, mamá me agarró, me apartó del fogón, abrazándome y apagando con su cuerpo las feroces llamitas, ahogándolas con las manos antes de que pudieran abrasarme. Luego, temblando, me alzó hasta el fregadero y con agua fría me mojó los brazos y las manos para asegurarse de que las llamas se habían extinguido. Al borde del desmayo, hasta ese extremo se había asustado. No se lo diremos a papá, cariño, ¿me oyes? Papá te quiere tanto, que solo serviría para preocuparlo.

Era un consuelo oír a mamá hablar de papá. Como si en cierto modo también fuese su papá.

Así que cuando mamá lo llamaba «Jerome», era con una voz llena de respeto. No una voz juguetona ni acusadora ni crítica sino (podría decirse) recelosa.

Jerome, escucha. Creo…, tenemos que hablar…

La media voz que apenas llegaba a oír en mi cuarto, a través del respiradero de la caldera, en los días que siguieron a la muerte de Hadrian Johnson.

Incluso ahora, tantos años después, el mismo deseo incontrolado de alejarme a rastras y morirme de vergüenza.

Cuando todavía era una niña pequeña, a comienzos de los años ochenta, mi padre era un hombre alto y fornido, con el pelo de punta y muy oscuro, brazos y hombros musculosos, olor a tabaco en el aliento y, además (a veces), a cerveza o a whisky. Un hirsuto comienzo de barba solía cubrirle la mandíbula, excepto cuando se afeitaba, un trabajo que llevaba a cabo a regañadientes una vez por semana, más o menos, dado que no quería ser barbudo, pero estaba convencido de que era de afeminados ir siempre afeitado al ras. Aunque fontanero de oficio, poseía conocimientos de carpintería y de electricidad. En el ejército había sido boxeador, peso pesado, y cuando sus hijos todavía éramos pequeños colocaba en el garaje una pera y un saco de boxeo donde se entrenaba con otros hombres y con mis hermanos cuando tuvieron edad suficiente, por más que nunca pudieron, ni una sola vez y pese a la rapidez juvenil de sus piernas, evitar el cruzado de derecha de nuestro padre, que los alcanzaba con la celeridad del rayo. El sueño eterno de mi hermano mayor Jerome —«Jerr»— era lograr derribar a papá algún día, no ya dejarlo fuera de combate, sino tirarlo al suelo; pero eso no sucedió nunca.

Y Lionel, Les, Rick. A todos los hacía «entrenarse» con él; los obligaba a ponerse guantes de boxeo auténticos, les daba instrucciones y les ordenaba ¡Pegadme! Intentadlo.

Nosotras mirábamos. Reíamos y aplaudíamos. Al ver cómo alguno de nuestros hermanos trataba de no llorar, cómo se limpiaba mocos ensangrentados; al ver cómo nuestro padre encadenaba una rápida sucesión de mortíferos derechazos contra un pálido y sudoroso pecho adolescente… ¿Por qué era aquello divertido? ¿Es que de verdad tenía algo de divertido?

Trata de pillarme, chavalín. ¡Venga!

¡Eh! Que ni se te pase por la cabeza rendirte sin que yo te lo diga.

Las chicas estábamos exentas de semejantes humillaciones. Mis hermanas y yo. Pero tampoco teníamos derecho a que se nos instruyera. Ni al brillo especial de la aprobación que papá otorgaba cuando por fin uno de nuestros hermanos conseguía colocar un sólido puñetazo o dos, o no se caía de culo sobre el cemento del garaje.

No está mal, muchacho. ¡Ya vas camino de los Guantes de Oro!

Las chicas teníamos que suponer que papá se enorgullecía de nosotras de otras maneras, aunque todavía no fuese evidente cuáles eran.

Nos quería guapas, lo que quizá significara sexis, pero no demasiado a las claras. Mirábamos a Miriam —con los labios pintados— sin saber qué pensar, cómo reaccionar: ¿lo aprobaba papá o no lo aprobaba?

Parecía impresionado con las buenas notas, pero los boletines de calificaciones no le resultaban demasiado reales, estudiar era cosa de chicas, él había dejado el instituto sin llegar a graduarse, nunca leía un libro, nunca hojeaba ninguno, por lo que yo sabía; si le estorbaban porque habíamos dejado los nuestros de texto sobre una encimera, los apartaba sin la menor curiosidad, excepto en una ocasión, lo recuerdo muy bien, con uno que había sacado yo de la biblioteca pública: El diario de Ana Frank.

¿Qué era aquello? Había tenido noticia, vagamente, en el periódico o en algún otro sitio: Ana Frank. ¿Nazis?

Pero su interés era pasajero. Había echado un vistazo a la portada, al rostro descolorido de la cronista, sin ver nada que le intrigara en particular, y lo había descartado con la misma despreocupación con que había reparado en él, sin preguntarme nada. Porque papá siempre estaba ausente, ocupado. Su cabeza era un caleidoscopio de tareas, cosas que había que hacer, todos los días una escalera de mano por la que trepar, sin admitir nada al azar.

Y qué orgullo sentíamos, mis hermanas y yo, al verlo en algún sitio público, junto a otros hombres menos interesantes: más alto que la mayoría, más apuesto, con un modo de comportarse que al mismo tiempo que era arrogante estaba lleno de dignidad. Daba lo mismo cómo fuese vestido, con ropa y botas de trabajo, con chaqueta de cuero, siempre quedaba bien: varonil.

Y la expresión en el rostro de nuestra madre cuando estaba con él y con otras personas. Una especie peculiar de orgullo femenino, sexual. Aquí está. Es este. Mi marido Jerome. Mío.

Los hijos tienen distintas formas de ver a sus padres. Al ser la menor de los siete hermanos, la madre a la que conocí no era sin duda la misma madre a la que habían conocido mis hermanos mayores cuando era una esposa joven. Sobre todo, el padre al que conocí ya no era el que habían conocido mis hermanos.

Porque mi padre los trataba de forma diferente a como nos trataba a mis hermanas y a mí. Para papá, el mundo estaba inapelablemente dividido: varones y hembras.

Y a mis hermanos los quería de una forma diferente a como nos quería a mis hermanas y a mí, con un amor más extremo, más exigente, mezclado con impaciencia, en ocasiones con burla; un amor hiriente. En mis hermanos se veía a sí mismo y, en consecuencia, encontraba fallos, incluso vergüenza, necesidad de castigarlos. Pero también padecía una ceguera, la imposibilidad de separarse de ellos.

A sus hijas, a sus chicas, papá las adoraba. Nadie habría dicho de ningún Kerrigan que adorase a sus hijos varones.

Nos emocionaba obedecerlo, disfrutábamos con su interés, con su amor. Era el suyo un cariño protector, un deseo de apreciar, pero también de controlar, incluso de coaccionar. No era un deseo de conocer, de descubrir quiénes éramos o podíamos llegar a ser.

Sin embargo, conmigo se comportaba de manera diferente a como se comportaba con Miriam y con Katie. Era una diferencia sutil, pero nosotras nos dábamos cuenta.

Papá habría asegurado que nos quería a todos por igual. De hecho, se habría enfadado si alguien hubiera sugerido lo contrario. Por lo general, eso es lo que los padres sostienen.

Hasta el día, la hora, en que dejan de sostenerlo.

Dos datos sobre papá: había combatido en Vietnam y había vuelto vivo y (casi todo él) ileso.

Eso era todo lo que estaba dispuesto a contar sobre sus años en el ejército de los Estados Unidos, en la época de la presidencia de Lyndon B. Johnson.

—Me enrolé. Tenía diecinueve años. Era muy estúpido.

Sabíamos por familiares que a papá lo habían «condecorado por heroísmo» y el motivo: haber ayudado a evacuar a soldados heridos estando herido él mismo. Pero las medallas se guardaban en una caja en el ático.

Mis hermanos trataban de conseguir que hablara de su vida como soldado en el ejército y en la guerra, pero siempre sin éxito. Cuando estaba de buenas, después de unas cuantas cervezas, reconocía que había tenido una suerte bárbara cuando la metralla enemiga lo alcanzó en el culo y no en la ingle, porque de lo contrario ninguno de «vosotros» habría nacido; si estaba de malas, decía que Vietnam había sido una equivocación, pero no solo suya: el país entero se había vuelto loco de remate.

Detestaba a Nixon todavía más que a Johnson. Que un presidente mintiera a la gente que confiaba en él y le importase un pimiento cuántos miles de personas iban a morir por su culpa… Papá negaba con la cabeza, mudo de indignación.

La mayoría de los políticos no eran más que hijos de puta chupasangres. Mamones. Cornudos. Incluso miembros de la familia Kerrigan que participaban en la política local en el oeste del estado de Nueva York eran todo menos gente de fiar, no pasaban de oportunistas y delincuentes.

Papá solo hablaba de Vietnam con otros excombatientes. Tenía un grupo variopinto de amigos, también excombatientes de Vietnam, de Corea y de la Segunda Guerra Mundial, con los que salía a beber pero a los que nunca invitaba a venir a casa; nuestra madre no conocía a sus mujeres y él no tenía ningún interés en presentárselas. Tabernas, bares, pubs, restaurantes de carretera: tales eran los lugares de reunión para hombres como papá, sitios casi exclusivamente frecuentados por varones, lugares de distensión y cordialidad. En locales así, veían por televisión combates de boxeo, además de partidos de béisbol y de fútbol americano. Se reían a mandíbula batiente. Fumaban, bebían. Nadie les reñía por beber en exceso. Nadie apartaba el humo de tabaco con aire remilgado. ¿Quién querría mujeres en sitios así? Las mujeres complicaban las cosas, las echaban a perder, al menos las mujeres que eran esposas.

Al regresar tarde a casa después de una de aquellas veladas, lo más probable era que a mi padre le pesasen los pies al subir la escalera. A menudo nos despertaba, porque lanzaba maldiciones si daba un paso en falso o la oscuridad le hacía tropezar con algo.

En el caso de que alguno de nosotros dejara algo en la escalera —libros de texto o unos zapatos—, papá podía darle una patada en toda regla de pura indignación.

Oíamos lo que estaba pasando desde la cama. El murmullo de la voz de nuestra madre, que podía reflejar sorpresa o que suplicaba. La voz de nuestro padre arrastrando las palabras y áspera, demasiado alta.

El ruido de una puerta al cerrarse de un portazo. Y aunque escuchábamos con el corazón acelerado, muchas veces ya no oíamos nada más.

Katie abrigó en cierto momento la esperanza de entrevistar a nuestro padre para un proyecto escolar de estudios sociales relacionado con «excombatientes», pero no resultó nada bien. Al principio mi padre le dijo sin alterarse no, no es posible, pero al insistir Katie ingenuamente, se enfadó mucho, se enfureció y dijo groserías, amenazando con telefonear a la profesora para pedirle que se fuese a tomar por saco hasta que —al final— nuestra madre pudo convencerlo de que no lo hiciera, para no poner en peligro la buena opinión que la profesora y el instituto en general tenían de Katie; que por favor lo pasara por alto, que tratara de olvidarlo, porque la profesora no tenía mala intención, la iniciativa no era culpa de Katie y no había que castigarla.

Castigar era algo que nuestro padre estaba en condiciones de entender. Y sobre todo castigar injustamente.

Katie recordaría aquel incidente durante el resto de su vida. Y lo mismo me pasaría a mí.

A papá no se le podía presionar, pero tampoco subestimar. Tratándose de él, era una equivocación dar algo por sentado. Su generosidad, su orgullo. Dignidad, reputación. No hacer el ridículo ni que se le faltara al respeto. No permitir que nadie arrastrara su apellido por el fango.

Había muchos Kerrigan repartidos por distintos condados del oeste del estado de Nueva York. La mayoría habían emigrado en los años treinta del siglo XX, desde el oeste de Irlanda, Galway y sus alrededores, o eran sus descendientes. Entre ellos había parientes próximos de nuestro padre; otros eran parientes lejanos: extraños a los que se reconocía nada más que por el apellido. Algunos, familiares a los que veíamos con frecuencia; de otros estábamos distanciados y no los veíamos nunca.

Nosotros, los hijos, ignorábamos el motivo exacto de aquella lejanía. El porqué de que algunos Kerrigan fuesen tipos estupendos, puedes poner tu vida en sus manos. Y de que otros fuesen unos hijos de puta, nada de fiar.

Mis hermanas y yo nos dábamos cuenta de que primas con las que manteníamos buenas relaciones, y que nos caían bien, a veces se volvían inaccesibles: sus progenitores dejaban de estar en buenas relaciones con papá y desaparecían de su círculo de amigos.

Si le preguntábamos a nuestra madre qué era lo que había pasado, podía respondernos con evasivas: «Bueno, preguntadle a vuestro padre». No quería inmiscuirse en las disputas de papá, porque un comentario suyo podía más adelante llegar a oídos de Jerome y enfadarlo. A mi padre le molestaban las preguntas personales y no queríamos enojarlo, dado que lo adorábamos y lo temíamos en la misma medida, más o menos.

Por ejemplo: ¿qué había sucedido entre nuestro padre y Tommy Kerrigan, pariente de más edad, que había sido congresista de los Estados Unidos y alcalde de South Niagara durante varios mandatos? Tommy Kerrigan era el más destacado de los Kerrigan, y desde luego el más adinerado. Fue miembro del partido demócrata en una época y más tarde del republicano. Hizo además una breve carrera como independiente: un candidato «reformista». Se había declarado liberal en algunas cuestiones y conservador en otras. Había apoyado a sindicatos locales y al mismo tiempo a los cuerpos policiales de South Niagara, que eran bien conocidos por sus prejuicios racistas contra los afroamericanos; como alcalde, había defendido a la policía en casos de muerte de personas desarmadas y había enfocado su campaña sin medias tintas como candidato de «la ley y el orden». Tommy Kerrigan era un excombatiente «condecorado» de la Segunda Guerra Mundial que apoyaba sin titubeos todas las guerras e intervenciones militares estadounidenses. Había apoyado la guerra de Vietnam hasta que los Estados Unidos retiraron sus tropas en 1973 y estaba convencido de que Richard Nixon había sido «expulsado» de la presidencia por sus enemigos. Como es lógico, criticaba las manifestaciones y los mítines contra la guerra por considerar a los participantes «traidores», «traicioneros». Defendía la actuación violenta de la policía al reprimir a los manifestantes antibelicistas, igual que lo habían hecho con los manifestantes en pro de los derechos civiles en una época anterior. A raíz de un escándalo a principios de los años ochenta, había tenido que retirarse súbitamente de la vida pública, evitando por muy poco (según se decía) la acusación de soborno y extorsión, pero siguió viviendo en South Niagara, en una espectacular mansión victoriana en el barrio residencial más prestigioso de la ciudad, y durante los primeros años de mi vida aún disponía de influencia política, si bien por vías indirectas. Se especulaba sobre la existencia de cierto resentimiento entre Tommy Kerrigan y nuestro abuelo paterno, y se decía que nuestro padre se había distanciado permanentemente de él por razones de lealtad. Cuando se construyó en South Niagara un campo de sóftbol y se lo llamó Kerrigan Field, no se invitó a nadie de nuestra familia a la inauguración ni al primer partido; si nuestros hermanos jugaban al béisbol en Kerrigan Field, se guardaban muy bien de mencionárselo a nuestro padre.

Papá tenía buen cuidado de afirmar que no existía aprecio mutuo entre las dos familias, si bien en otras ocasiones podía negar con la cabeza y admirar a Tom Kerrigan por considerarlo el hijo de puta más retorcido desde Joe McCarthy.

Y si alguien nos preguntaba a nosotros, sus hijos, si éramos familia de Tom Kerrigan, papá se reía y decía: contestadles con mucha educación No, no lo somos.

Vivíamos en una casa de madera de dos pisos en el 388 de Black Rock Street, South Niagara, que papá mantenía, con gran esmero, en muy buen estado: tejado, canalones, ventanas (bien selladas), chimenea, paredes exteriores de tablillas pintadas de color gris metálico y contraventanas de azul marino. Cuando el camino desde la calle hasta la casa empezó a agrietarse, papá utilizó su propio cemento para arreglarlo; cuando la entrada asfaltada para llegar al garaje empezó también a resquebrajarse y a saltar, papá contrató a un equipo para reemplazarla bajo su dirección. Sabía dónde comprar materiales de construcción, cómo conseguir descuentos, y desdeñaba la utilización de intermediarios. Durante los crudos y largos inviernos de South Niagara, pródigos en intensas nevadas, papá se aseguraba de que tanto la entrada hasta la casa como la que llevaba hasta el garaje se limpiaran bien, no de cualquier manera, como sucedía con casi todas las de nuestros vecinos; en los meses más templados, se ocupaba de que el césped de nuestro (pequeño) jardín delantero y del de detrás de la casa (bastante más grande) estuvieran siempre bien segados. Mis hermanos hacían buena parte del trabajo, y en algunos casos también mis hermanas mayores, y si papá no quedaba satisfecho con el resultado, podía rematar él mismo la tarea entre grandes muestras de cólera. De profesión era fontanero, pero había aprendido carpintería por su cuenta y también se arriesgaba a emprender trabajos (menores) de electricidad porque le molestaba pagar a otra persona por hacer algo que estaba razonablemente a su alcance. No era solo cuestión de ahorrar dinero, aunque papá era de lo más espartano; tenía que ver con el orgullo, con la integridad. Si eras un (varón) Kerrigan, te ofendías de inmediato ante cualquier posibilidad de que alguien se estuviera aprovechando de ti. Dejar que te tomaran el pelo era la peor de las humillaciones.

Durante todo el tiempo que viví en la casa de Black Rock Street, hasta donde me alcanza la memoria, siempre se estaba llevando a cabo algún proyecto de papá: cambiar el linóleo del suelo de la cocina, un fregadero nuevo o la encimera; pintar habitaciones o todo el exterior de la casa; asegurar las tejas sueltas; añadir a la parte trasera de la casa un adjunto en el que, durante algunos años difíciles, nuestro abuelo, enfermo de avanzada edad, viviría atormentado por ataques de tos que sonaban como montones de grava, paleados deprisa y con violencia.

Papá era un perfeccionista y no podía encogerse de hombros ante cualquier cosa que considerase chapucera.

Nunca se cansaba de mirar con ojos de experto las casas y las propiedades de nuestros vecinos. No le importaba demasiado que el césped de esas personas estuviese lleno de maleza y que se agostara en verano, pero le preocupaba que la hierba no se segara a intervalos razonables, o que creciera tanto que resultase antiestética y empezara a deteriorarse; le importaba que se dejara enfermar a los árboles, o que sus ramas cayeran a la calle. Le desagradaba en extremo que las propiedades de nuestra manzana de Black Rock estuvieran descuidadas o abandonadas. En especial le desazonaba que una casa se quedara vacía, porque las propiedades desocupadas podían traer consigo cosas muy desagradables, algo que sabía por su propia adolescencia, cuando, junto con sus hermanos y primos, había causado problemas en lugares mal vigilados.

En nuestra casa había un jardín trasero, que era también huerto, ancho y profundo; llegaba hasta unos terrenos sin cultivar del municipio sobre la escarpada orilla del río Niágara. Había allí árboles de los que papá estaba orgulloso: un arce muy alto que se vestía de un espléndido rojo encendido en octubre, un roble aún más alto, una hilera de coníferas. (Aunque papá no cayó en sentimentalismos y aceptó cortar aquel roble cuando lo dañó un huracán, por miedo a que se desplomara sobre nuestra casa; lo cortó él mismo con una motosierra alquilada.) Mi madre trató de cultivar macizos de flores, con distintos grados de éxito: glicinias, peonías, lirios de día y rosas a las que atacaban los escarabajos japoneses, las babosas, la podredumbre negra y el moho, plagas que con frecuencia la derrotaban hacia mitad del verano, porque mamá, a diferencia de nuestro padre, no conseguía la ayuda de sus hijos mayores en cuestiones relacionadas con nuestra casa.

Vivíamos en el extremo ciego de Black Rock Street, encima del río.

Lloré mucho cuando me desterraron. Cualquier río o arroyo que veía, aunque fuese en televisión o en fotografía, hacía que se me saltaran las lágrimas. Tienes que controlarte, Violet. Vas a conseguir ponerte enferma. No puedes… limitarte… a seguir… llorando, me suplicaba mi tía Irma.

Pobre mujer, no me porté bien con ella. No soportaba el espectáculo de un corazón infantil roto, e imposible de curar, pese a todos sus esfuerzos.

Daba lo mismo lo lejos que me hubiese ido a vivir: el río Niágara se me seguía apareciendo en sueños. Porque, a diferencia de la mayoría de los ríos, es relativamente corto (cincuenta y ocho kilómetros) y relativamente estrecho (anchura máxima, doscientos sesenta metros), aunque excepcionalmente rápido y turbulento. Si te acercas, el río te llama: susurros que van aumentando de volumen hasta hacerse ensordecedores. Es turbulento como un ser vivo que tirita dentro de su piel. A kilómetros de las estruendosas cataratas, semejante a una pesadilla que te llama: ¡Ven! Ven aquí. Conflictos y sufrimientos desaparecen aquí.

Aquella mañana de diciembre en la que al despertarte ves que el río se ha helado en toda su anchura, o casi; ves el ondulado hielo negro recubierto con un ligero polvo de nieve que los ojos valoran como belleza.

Pero yo tuve una infancia feliz en aquella casa. Eso es algo que nadie me podrá quitar.

libro-7

¡Los mejores besos!

Un juego. Un juego bien alegre. La manera en que mamá se inclinaba, de repente, para darme un beso.

Cuando era una niña pequeña. ¡Los mejores besos llegan por sorpresa!

Entrelazaba sus dedos (fuertes) con los míos (mucho más pequeños). Protegía mis dedos con los suyos. Así nos preparábamos para cruzar una calle con mucho tráfico. Preparada. Lista. ¡Ya!

Hace ya mucho tiempo, cuando mamá me quería tanto como papá. Cuando sabía (sin necesidad de que nadie me lo dijera) que mamá me cuidaría y me protegería del peligro, aunque ese peligro viniera de papá.

—Es fácil quererlos cuando son pequeños —mamá se reía, hablando con una amiga—. Más adelante ya no es tan fácil.

libro-8

Necrológica

El recorte del South Niagara Union Journal que conservé hasta que se hizo tan quebradizo que se desmenuzaba entre los dedos. Una necrológica debajo de la fotografía de un muchacho negro que sonreía, tímido, con un gran hueco entre dos incisivos prominentes. Tenía diecisiete años al morir, pero en la foto parece de quince, catorce incluso.

Hadrien Johnson, 17. Residente en el 29 de Howard Street, South Niagara. Del equipo titular de sóftbol y baloncesto del instituto local de secundaria. Cuadro de honor en 1.º, 2.º y 3.º. Corista juvenil de la iglesia metodista episcopal africana. Murió en el Hospital General de South Niagara el 11 de noviembre de 1991, a consecuencia de las graves heridas que sufrió en la cabeza a última hora de la noche del 2 de noviembre, a manos de unos agresores aún sin identificar, cuando volvía en bicicleta a su casa. Lo lloran su madre, Ethel, sus hermanas, Louise e Ida, y sus hermanos, Tyrone, Medrick y Herman. Los servicios religiosos se celebrarán el lunes en la iglesia metodista episcopal africana.

La gente me preguntaría si había conocido a Hadrian Johnson. (El nombre estaba mal escrito en la necrológica del periódico, pero lo corrigieron en artículos posteriores.) ¡No! No lo había conocido: estaba en el penúltimo año de secundaria y yo todavía en primaria. Su hermana Louise era solo un año mayor que yo, pero a ella tampoco la conocía.

No conocía a ninguno de mis condiscípulos afroamericanos. Todos mis amigos y amigas eran de raza blanca como yo y todos vivían, como máximo, a pocas manzanas de Black Rock Street.

Solo después de su muerte supe de la existencia de Hadrian Johnson. Solo después de su muerte llegamos a estar asociados en la cabeza de la gente. Hadrian Johnson. Violet Rue Kerrigan.

Aunque a Hadrian Johnson no le sirviera de nada, porque ya estaba muerto. Y aunque fuese lo peor que podía sucederle a Violet Rue Kerrigan.

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«Los chicos son como son»

En los años en que estás creciendo, ¿no es estupendo tener hermanos? ¿Hermanos mayores? ¿Que puedan cuidar de ti?

Las chicas que no los tenían me lo preguntaban. ¡Cómo los echaban de menos! Tener que defenderse solas.

Además de adorar a mis hermanos, yo estaba orgullosa de ellos. Del hecho en sí: ¡Mis hermanos mayores! Míos.

Porque las chicas son muy conscientes de la necesidad de que alguien las cuide. En determinadas circunstancias, como en el instituto. No estar solas, expuestas, sin protección. Vulnerables.

No era medible, pero sí muy real: el poder de los hermanos mayores para impedir las burlas, la intimidación, el acoso, las amenazas con que otros chicos atacan a las chicas. El poder protector de los hermanos mayores por su mera existencia.

La amenaza sexual de los chicos disminuye en gran medida por la (simple) existencia de hermanos.

A no ser, por supuesto, que los hermanos de la chica constituyan la amenaza (sexual).

Los padres no tienen ni idea. Ni se lo imaginan. La vida (secreta) de niños y adolescentes. Piensan que, como somos tranquilos, o dóciles (en apariencia), como sonreímos cuando se nos da pie y parecemos felices, como no causamos problemas, nuestra vida interior es plácida, y no agitada, con oleaje, e igual de aterradora que el río Niágara mientras gana velocidad, camino de las cataratas.

¿Adorabas a tus hermanos, Vi’let?

¡Seguro que sí! ¡Tenías que adorarlos!

Es verdad. Adoraba a mis hermanos.

Más que a Rick, el pequeño —que se parecía a mí por temperamento y que era, igual que yo, razonablemente bueno como estudiante, además de amable—, a los otros, a los mayores: Jerr, Lionel, Les.

Estos últimos eran irascibles, ruidosos, impacientes y mandones. Tan pronto como los adultos no los oían, decían palabrotas, incluso obscenidades. Eran divertidos: groseros y vulgares. Y ruidosos…, ¿he dicho ruidosos? Voces, andares. En las escaleras. Al abrir y cerrar las puertas. Avasallándome si no me apartaba.

Por lo general, no me hacían el menor caso. Por supuesto, ¿por qué iban a tomarme en consideración?

Tampoco eran demasiado corteses con mamá, a veces. Bocazas, los llamaba ella. Aunque en presencia de nuestro padre eran más circunspectos, iban con más cuidado. Se comportaban.

Si papá se enfadaba con alguno de ellos, tenía maneras de castigarlos: a veces una mirada cortante, de hito en hito; otras un brazo alzado con la mano abierta, o mostrando el puño.

La súbita aparición de la lengua demoniaca de papá: algo que los chicos no podían dejar de ver. De un rojo encendido, una lengua puntiaguda, como una espada que les cortara el corazón. Aunque desapareciera un instante después.

Con todo y con eso, fuera de casa los Kerrigan de más edad a veces se metían en líos.

Se pronunciaba en un tono casi reverente y a media voz: en líos.

La primera vez yo era demasiado joven para saber lo que había sucedido. Tampoco Katie lo sabía. Y si Miriam lo supo, no nos lo contó.

Al hablar por teléfono con alguien de la familia, nuestra madre se expresaba con desdén:

—No es nada. Un rumor estúpido. Son unos mentirosos.

Aunque en ocasiones la voz se le quebraba:

—¡Es la palabra de ella contra la de mis hijos! Es lo que todo el mundo dice y tiene valor legal.

Mamá hablaba por teléfono en la cocina con voz casi inaudible. Sentada, encorvada, apretando contra el oído el auricular de plástico, de color verde aguacate, como si tratara de mantener las palabras dentro, para impedir que se derramaran.

Si Katie preguntaba qué era lo que pasaba, mamá decía, molesta:

—¡Olvídalo! No es asunto vuestro, chicas.

Chicas. Lo oíamos con frecuencia en boca de mamá.

Evitaba mirarnos, alejándose ya por el suelo de linóleo.

Conseguía desconcertarnos, pero sabíamos que era mejor renunciar y no insistir. Como tampoco se nos ocurría preguntar a nuestros hermanos, que eran los que se habían metido en un lío. (Y si preguntábamos a Rick, se encogía de hombros: No me preguntéis a mí, preguntadles a ellos.) Imposible recurrir a nuestro padre, que era el depositario de todos los secretos y no llevaba bien que se le preguntase acerca de nada. Aunque a la larga no

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