Cuentos completos 2

Manuel Mujica Láinez

Fragmento

Un novelista en el Museo del Prado y otros cuentos

I. El rey picapedrero

A Horacio Aguirre Legarreta

Como su padre, como su abuelo, el Conde Benno von Orbs zu Orbs, llamado el Demonio, ejercía su dura autoridad, en nombre del Emperador, sobre el vasto territorio cuyos futuros soberanos darán tema a estas Crónicas Reales. Para pintar un justo retrato suyo, habría que colocar a ambos lados de su hosca efigie las antiguas y lamentables figuras del Saqueo y la Violación. El Conde saqueó y violó cuanto se puso en su turbulento camino. Ni la jerarquía encumbrada, ni el parentesco incestuoso, ni la edad impúber o provecta, ni la repelente clasificación dentro de los meandros de la escala zoológica, sofrenaron la tenacidad organizada de sus estupros.

El Conde Benno consideraba a la violencia lasciva, más aun que como un modo de satisfacer sus ansias físicas siempre despiertas, como un medio práctico de rubricar y lacrar directamente las pruebas de su dominio. Sus continuas y atléticas profanaciones carnales eran acompañadas por el corolario del robo metódico. Luego de su llorosa desfloración, la doncella atónita veía partir al Conde con su colchón y sus sábanas; la viuda longeva era despojada hasta de las ropas más íntimas, más celosamente encajonadas, de su difunto; el adolescente perdía los útiles escolares; el perro, el bozal; el gato, el moño; la gacela tímida su cueva del monte, si tenía por morada una cueva. Nada era demasiado modesto, nada era desdeñable para la rapacidad almacenadora del Conde von Orbs. El Conde atravesaba como un huracán, en medio de sus monteros ululantes y de sus guardias furiosos, las aldeas y los bosques que cubrían buena parte de la comarca confiada a su señorial honradez. Semejante a una insaciable tempestad, que enriquecían el trueno de las trompetas y de los relinchos, y el relámpago de las armaduras sacudidas y de las espadas desnudas, galopaba, entre los desastres de la violación y el robo, y sus banderas, que exhibían el heráldico leopardo, rodeado por la inscripción jactanciosa Comes Primus Orbis—el Primer Conde del Orbe—, restallaban como fustas en el viento, mientras el Conde repetía su tristemente célebre ¡hop! ¡hop!, con el cual suplía cualquier discurso más meditado; el ¡hop! ¡hop! que punteaba, como un metrónomo, sus ritmos de mancillador de honras y de acopiador de objetos que no le pertenecían; el ¡hop! ¡hop! ¡hop! ¡hop! ¡hop! que resonaba en la profundidad de las florestas y en la vastedad de las llanuras, a manera del hipo lúgubre de un tigre avaro y sensual. ¡Hop! ¡hop!, y el Conde tumbaba en segundos a la virgen niña y al vetusto alcalde, a la abadesa y al lebrel, embrujado, como un íncubo, por la exasperación vesánica de consolidar su posesión, y seguía su galope —¡hop! ¡hop!, como quien dice ¡más! ¡más! o ¡vamos! ¡vamos!—, en el centro de un cañaveral de lanzas tremolantes, cruzado, sobre el arzón el bazar trapero que resultaba de sus últimas raterías. Era prodigiosamente obstinado y se murmuraba que había firmado (aunque no sabía firmar) un pacto con el Infierno; de ahí su mote, que los labriegos susurraban haciendo la señal de la cruz: el Demonio, un apodo al que otros preferían al menos satánico, pero por igual terrible, de Conde von Hop.

Con ser mucho lo que anotamos —muy a pesar nuestro, pues hubiéramos deseado iniciar estas fieles Crónicas con un tono madrigalesco, antípoda de la cabalgante truculencia— aún nos falta añadir, si queremos completar la somera semblanza del Conde von Orbs zu Orbs, que a sus depredaciones unía atroces prácticas oscuras, hechicerías obscenas, diálogos con fantasmas desaconsejables, fabricaciones de filtros nefandos, experimentos científicos con párvulos raptados, y hasta misas negras, oficiadas en la cripta de su castillo de Wurzburg, en el Mar Negro —todo era negro, en torno del negro prócer—, por un renegado sobrino suyo, quien revestía para la ceremonia una casulla de piel de hiena, que tachonaban los rubíes como gruesas gotas de sangre.

Fue este feudalón, como se deducirá, un verdadero hombre de la Edad Media más lóbrega, inventor de infranqueables cinturones de castidad; de cepos espinosos; de prisiones que hacían añorar el rápido patíbulo —se le deben las de San Práxedes, famosas húmedas—, y de un sistema de impuestos, de cuyas escalas prolijas, como de San Práxedes, no se evadía ninguno, absolutamente ninguno; un sistema con el cual, desde el medievo profético, la hambrienta malicia del Conde von Hop se anticipó a las técnicas mejores de la tributaria economía actual.

Entre las víctimas innúmeras de la saña que, reiteramos, sumaba lo útil a lo agradable, se encontraba Hércules, el picapedrero, quien a la corta edad de once años vio pasar sobre su cuerpo joven y su casa vieja la mesnada iracunda que encabezaba el maldito. Como muchos agraviados, juró vengarse; era testarudo y sutil, y lo cumplió.

Largas y eruditas disputas han suscitado los orígenes de Hércules. Lo probable es que fuera un pobrecito abandonado, fruto del libre amor de gente menesterosa, pero más tarde el orgullo nacional y el interés de su descendencia procuraron otorgarle una progenie digna de su personalidad y de las generaciones, bastante mejor nacidas, que de él derivaban, y se aseguró que su ilegítimo padre había sido el Barón Zappo von Orbs, pariente distante del Demonio, y su madre, el Hada Lublinda. Si bien hay que descartar el aserto, que ningún documento sensato protege, lo consignamos aquí, pues nos importa ofrecer al lector el mayor cúmulo de referencias sobre el fundador de la dinastía cuyos principales miembros nutren los relatos de esta recopilación. Sospechamos, empero, que Hércules estuvo vinculado con las hadas.

Pululaban estas zonas, vecinas del Mar Negro y del castillo de Wurzburg que antes mencionamos, donde Hércules abrió los ojos a la luz, para inquietud de su descuidada genitora y gloria de su patria mártir. Dicha zona se caracteriza por sus bosques enmarañados y sus valiosas canteras. Cerca de las últimas, creció Hércules, muchachón forzudo y sagaz, y era lógico, dadas las condiciones, que iniciara su avance en la vida desde el estrato humilde de picapedrero. Después se pretendió eliminar esa etapa de su biografía, ya que su mención turbaba a su aristocrática posteridad, mas lo cierto, lo irrefragable —porque los sucesivos Cronistas del Reino trataron de disimular su tarea, calificándolo de tallista, de modelador, de escultor, de estatuario y hasta de orfebre y arquitecto, nunca de picapedrero—, es que Hércules comenzó a ganarse el magro pan cotidiano a costa de golpes de martillo y pico, arrancando bloques de la callosa montaña. Estaba entregado a esa higiénica operación cuando aconteció el episodio al que aludimos, en el curso del cual Hércules fue agregado, con el método que conocemos, a la hacienda del Conde von Orbs. Se recuerda que defendió valerosamente lo que consideraba, a justo título, su propiedad privada, y que se requirió, pese a sus breves años, la ayuda de varios domésticos robustos, para que el Conde Benno estableciera, sin discu

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos