Un pintor de hoy

John Berger

Fragmento

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La puerta tenía una placa con su nombre, Janos Lavin. Era una de esas pequeñas láminas de metal que expenden, a penique la letra (¿o será ya a seis peniques?), las máquinas automáticas instaladas en algunas estaciones de metro. Los políticos deberían utilizarlas para escribir sus discursos. Tenía la llave y entré.

El lugar —era un estudio bastante grande— daba la sensación de deshabitado. Todo estaba en su sitio, pero enseguida percibías que los objetos llevaban muchos días sin ser movidos ni utilizados.

Había ido sin una idea determinada. Me dije que iba a echar un vistazo, a comprobar que no entraba agua por el tragaluz y, tal vez, a volver a ver algunos cuadros. Estaba demasiado confuso y pasmado para hacer planes.

Una vez dentro, no sabía qué hacer. La vida había desaparecido del estudio. Lo recorrí de un lado a otro, mirándolo todo, como si fuera un inspector de policía o algo así. Pero esto no dio resultado. Tenía que tomármelo con más calma. Me haría un café. Había un molinillo colgado en la pared de la cocina, al fondo del estudio. El tarro del café estaba en su sitio. No habían cortado el agua; o tal vez no se podía cortar la de un estudio sin cortar también la de los demás. En el fregadero había una tetera sin vaciar, todavía con los posos del té en su interior, y una taza sin fregar: un signo de sobresalto, de salida precipitada. En el alféizar había también media docena de pinceles a remojo en un viejo tarro de mermelada: para cualquier pintor que aprecie sus pinceles —y, en cualquier caso, dado su precio—, un signo de abandono.

El silencio era total, como si estuviera oyendo una ausencia de sonido ampliada. Mientras hervía el agua, me fui a sentar en una de las sillas de mimbre del estudio. Siguió crujiendo un rato después de que me hubiera sentado y me hubiera quedado quieto. Se había formado una costra sobre los montoncitos de pintura de la mesa. No olía ni a pintura ni a aguarrás. Intenté imaginarme a Janos apareciendo de pronto. No pude. Una de sus boinas estaba colgada detrás de la puerta. La rueda del tórculo parecía tan permanentemente inmóvil como la rueda de un molino que llevara años seco.

Todo estaba igual, pero a mí todo me parecía distinto. Todo, salvo aquello de lo que estaba lleno el estudio: los cuadros. Muchos estaban vueltos contra la pared, pero los que estaban de frente no me parecieron distintos de antes. Era una tarde típica del otoño londinense, pero incluso con esa luz mortecina, los colores seguían siendo fuertes y resonantes. Las grandes figuras de Las Olimpiadas, que ocupaba toda la pared contra la que estaba apoyado, parecían seguras e inalterables. Nunca había tenido una impresión tan vívida y tan personal del significado de nuestras conversaciones sobre la unidad de la «forma» y el «estilo». Eran estas cualidades las que le daban al cuadro una vida independiente. A su alrededor había objetos personales cuyo significado habían modificado los últimos acontecimientos. No pasaba lo mismo con esta pintura. Ya había empezado a sobrevivir a las circunstancias que la habían originado. En el resto de los objetos del estudio podía proyectar mi confusión y mi sensación de pérdida, pero en los cuadros me era imposible. A su manera, éstos eran tan independientes como el cielo en un día de luto nacional.

El agua hervía. Apoyado en la ventana, encima del fregadero, había un trozo de espejo. Mientras esperaba a que se filtrara el café, me miré. En este espejo se afeitaba Janos, y se retocaba el peinado o se pintaba los labios Diana cuando tenía demasiada prisa para subir al dormitorio. Pensé en sus caras. La de él, pese a toda su sensibilidad, semejante a una patata recién sacada de la tierra, marrón y sucia, pero saludable; y la de ella, como una taza de porcelana con un dibujito de cerezas que representaba su boca. Junto al espejo había una maquinilla de afeitar. Si estaba vivo, ¿se habría dejado barba? Detestaba la bohemia. Pero se acercaba a los sesenta, y una barba le sentaría bien a sus años y a su aspecto de estar siempre preocupado por algo. Nunca parecía pasivo. Incluso cuando se recostaba en una de las sillas de enea para fumar un cigarrillo, seguía dando la impresión de que estaba maquinando algo; y probablemente no lo estaba, pero lo parecía. ¿Cuándo había planeado lo que había hecho ahora?

Me llevé el café al estudio y me senté en una esquina detrás de la mesa. Aquí solía trabajar Janos, con el caballete mirando al centro de la habitación. En un estante había otro trozo de espejo, que probablemente procedía del mismo sitio que el del fregadero. Éste era para examinar el lienzo desde otra perspectiva. A excepción de los instrumentos propiamente pictóricos —las espátulas, el caballete, los manojos de pinceles— todos los objetos que llenaban este rincón eran piezas desechadas y recicladas para otros fines. La mesa era una mesa de despacho vieja a la que le faltaban todos los cajones. Había casi una docena de tazas sin asa: para el aceite, el aguarrás, la cola o el barniz. Había platos desportillados utilizados como pequeñas paletas para usos especiales. Debajo de las bolsas de papel que contenían los colores, todas ellas tiznadas con los brillantes polvos que guardaban, había una losa de mármol mellada en las esquinas. Procedía de un cuarto de baño, y ahora se utilizaba para mezclar los polvos y convertirlos en pintura. Bajo la mesa había un revoltijo de camisas y sábanas viejas; y, esparcidos por el suelo, montones de periódicos amarillentos. Había un cubo roto casi lleno de cerillas utilizadas y colillas.

Así es el «mobiliario» de nueve de cada diez estudios. Lo que los diferencia son las cosas, las fotos, los objetos personales con los que cada pintor escoge rodearse. Son los talismanes de cada cual. Cortezas de árbol, fragmentos de cristal de colores, un viejo cartel, unos cuantos dibujos propios, una fotografía de Miss Universo junto a un dibujo de una planta de Leonardo, un concha marina: la variedad y las combinaciones son infinitas. Nunca he estado en un estudio que no tuviera su propia colección de objetos.

Miré a la pared más próxima. Ahora me parecía que estaba registrando la cartera de un hombre con el fin de identificarlo. Y no es que hubiera allí nada que yo no hubiera visto docenas de veces. Conocía este estudio casi tan bien como mi propia sala de estar. Me había imaginado que conocía a Janos bien, mucho mejor que ningún otro de sus escasos amigos ingleses. Éramos íntimos. Pero ahora lo inesperado me había forzado a darme cuenta de lo poco que lo había conocido, y examinaba los trocitos de papel pegados a los bordes de los estantes o a la pared, con la vaga esperanza de que me proporcionaran alguna pista sobre lo que nunca había sabido, sobre lo que se me había escapado.

Había varias fotografías de deportistas en acción: esquiadores, saltadores de trampol

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