La agonía del dragón

Juan Luis Cebrián

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Carta al autor
Dedicatoria
Parte 1
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Parte 2
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
CARTA AL AUTOR

Carta al autor, que puede utilizarse
como manual de uso

Señor:

Durante años he investigado sobre la vida y la muerte de los dragones, a quienes muchos se empeñan en confundir con animales mitológicos, como denunciando su inexistencia por el simple hecho de que pertenezcan, con todo derecho, a la realidad virtual. Las leyendas y mentiras tejidas en torno de ellos no nos permiten, las más de las veces, formarnos un juicio acertado y la iconografía clásica tergiversa frecuentemente sus dimensiones y características. Incluso he encontrado en Internet un anciano de noventa y ocho años que, desde su retiro en Sakescheuán, clama haber visto el último dragón vivo de la tierra, exhibido en cautividad en un parque zoológico de Nebraska, como si se tratara de una fiera apresable, o como si sus necesidades alimenticias, basadas fundamentalmente en el consumo de sangre humana —lo que ha llevado a algunos a confundirles con los vampiros, incurriendo en lamentable equivocación—, pudieran atenderse por los servicios habituales de cualquier institución de ese género. Yo he conocido una extensísima bibliografía, he recorrido decenas de miles de kilómetros en busca de fósiles y evidencias científicas, he participado en numerosas excavaciones y he asistido a infinidad de seminarios y congresos sobre esta materia; ello me ha permitido llegar a unas pocas conclusiones ciertas, cuyo conocimiento puede servir a los propósitos de su consulta.

Queda fuera de dudas no sólo la existencia histórica de los dragones, sino su permanente presencia entre nosotros. Podemos datar sus orígenes en los tiempos del Génesis y existen numerosos documentos que nos hablan de su importancia para el devenir de las civilizaciones. Los chinos y otros pueblos orientales los celebran como fuente de fertilidad y los veneran como a divinidades, pero las especies más difundidas son oriundas de la India y de Etiopía, según consta en el bestiario latino en prosa de la Universidad de Cambridge, citado luego por Ignacio Malaxecheverría en su Bestiario Medieval, e inspirado probablemente en el Fisiólogo de Grecia. De todas formas, el peculiar proceso de reproducción de estos temibles seres, vecino a la partenogénesis, junto con el paso de los años, ha llevado al establecimiento de un buen número de diferentes colonias, con una significativa distinción de razas que podemos considerar autóctonas, aunque en todas ellas es fácil identificar rasgos comunes. Contra los que suponen que el descubrimiento de cultos y celebraciones draconianas de signo festivo en las culturas orientales significaría la existencia, al menos, de una subdivisión de notable importancia entre dragones buenos y malos, mis estudios prueban que constituye un craso error atribuirles categorías morales fruto de la invención humana. La expresión ambivalente de las culturas del dragón, constatada a lo largo de los siglos, pone de relieve la naturaleza paradójica y aun contradictoria de su existencia, lo que justifica la ambigüedad de la liturgia construida a su alrededor. No podemos olvidar que los dragones son espíritus puros, aun si la propia denominación de pureza se presta a interpretaciones equívocas, cuyos componentes esenciales, según las autopsias realizadas, son el miedo y la fuerza. Del equilibrio que se guarde entre estos dos elementos depende en gran medida el comportamiento del que podríamos llamar —aunque bien impropiamente— bicho. En realidad, la fuerza del dragón procede de su pánico y me permito suponer que la ausencia de éste, el reconocimiento de su propia seguridad y permanencia en la comunidad en la que se asienta, disminuye precisamente su voluntad de destrucción e incluso su capacidad de ejercerla. Lo que nos llevaría a concluir que un dragón bueno —en la jerga popular— no es más que un dragón contento, aunque no acabo de estar muy convencido de lo acertado de semejante proposición.

Pero no quiero apartarme del discurso principal de esta misiva, que no tiene por objeto sino responder a su muy preciso requerimiento en torno a la probabilidad de que los hechos acaecidos en las últimas décadas en España tengan que ver con las contiendas que pudieran haberse entablado entre dragones, o con el estertor final de alguna especie que se resistiera a su extinción. He de aclararle a este respecto que los dragones son seres mutantes y que, aunque está científicamente comprobada la muerte de muchos, las más de las veces migran entre ellos cuando ven amenazada su supervivencia, dando cobijo el cuerpo de uno al espíritu del otro y acrecentando así, en ocasiones, su naturaleza paradójica y pluripersonal, lo que les vuelve extremadamente peligrosos cuando se enojan, pues son verdaderas tribus de dragones distintos las que se manifiestan

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