El ángel de Múnich

Fabiano Massimi

Fragmento

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Durante la noche, las primeras nubes de un otoño que estaba ya a las puertas habían traído consigo una ligera llovizna, pero al amanecer, en las plazas y por las calles de la vieja Múnich se había infiltrado arrogante el Föhn, el viento cálido que soplaba a intervalos impredecibles desde los Alpes hasta el sur de la ciudad transformando aun los días más severos en anuncios de primavera.

Sentado a una mesita al aire libre en medio de los puestos del Viktualienmarkt, Siegfried Sauer, comisario criminal de la policía cívica, contemplaba los árboles centenarios a su alrededor. El Föhn los estaba desnudando con alegría de las primeras hojas amarillentas, que tras un corto vuelo acababan flotando como barquitos en los charcos del mercado o enriqueciendo los desayunos de los trabajadores y transportistas, enfrascados en sus wurst y sus leberkäse ya a las diez de la mañana. Aquel era un espectáculo que nunca dejaba de fascinarlo, y le dibujaba en la cara una sonrisa melancólica: Sauer había crecido en el Markt, su madre había regentado durante décadas una pequeña pescadería, y él también se había sentado a las mismas mesas de madera cada día de su infancia para observar y escuchar las historias del pueblo, aprendiendo quizá más de esa forma que en los libros de texto. A pesar de todo lo que había ocurrido en los últimos treinta años —la decadencia del Imperio, la Gran Guerra, la República, el crac de Wall Street—, el mercado aún seguía allí, y lo mismo su clientela, con charlas siempre diferentes y siempre iguales, estación tras estación.

—¡Buenos días, teniente! —trinó una voz de mujer mientras se acercaba a su mesita—. ¿Se ha levantado tarde esta mañana?

—Ya no soy teniente, Frau Keller, lo sabe —contestó a la anciana panadera propietaria del Obersalzberg, la cervecería más popular del mercado.

—Claro, claro, por supuesto. Lo recuerdo —rebatió con su acostumbrado tono jovial—. ¡Aún no soy una vieja chocha!

Sauer sonrió. Seguro que no chocheaba, pero en cuanto a su edad, no había forma de averiguarla. Del resto de propietarios no había ninguno que recordase una época anterior a Meni Keller, que era más que una institución: era la encarnación del Viktualienmarkt. Se decía que en cierta ocasión sirvió a Bismarck en persona, circunstancia sobre la que, con el tiempo, habían surgido decenas de versiones más o menos verosímiles.

—¿Qué me dice de una cerveza para empezar bien el sábado? ¿Irá al Wies’n hoy? Parece que la carpa de la Paulaner este año es una maravilla...

—Frau Keller, sabe usted muy bien que, además de no ser teniente, sino comisario, yo no bebo. Soy abstemio.

—¡Abstemio! ¡Ay, Dios mío! ¿Y eso tiene cura?

La anciana se echó a reír, mirando a su alrededor para recabar la solidaridad de los demás clientes, todos ellos con una jarra de cerveza en la mano. La mayor parte llevaba los tradicionales pantalones de cuero y el chaleco, mientras que sus acompañantes femeninas lucían sus dirndl ceñidos en la cadera y escotados en el pecho, que habían hecho famosa Baviera en el mundo. A pesar de la crisis, el Oktoberfest seguía celebrándose.

Mientras Sauer y Frau Keller repetían las habituales ocurrencias por enésima vez, como un ritual para llamar a la buena suerte, una mujer más joven, también ella vestida con su dirndl, posó sobre la mesita del comisario una jarra de cerámica humeante.

—¿Dulce o salado? —preguntó, sin levantar siquiera los ojos.

—Salado, Margit. Gracias.

La mujer asintió y de la cesta de mimbre que llevaba en el brazo extrajo un bretzel tan grande como una bandeja.

—Que aproveche —dijo al dejarlo en el centro de la mesa, al lado de un cuchillo de acero y de una tarjetita donde estaba escrito «Teniente Sauer». Luego añadió una porción de mantequilla envuelta en papel y se fue tal como había llegado.

—Margit siente debilidad por usted, teniente —comentó la anciana Meni.

—Ni siquiera me mira —protestó Sauer, a quien el asunto, de todas formas, le traía sin cuidado.

—Créame, que yo conozco a mi hija —concluyó la mujer y, tras guiñarle un ojo, lo dejó con su desayuno.

Sauer se dedicó al bretzel: lo cortó longitudinalmente y empezó a untar la mantequilla a conciencia, sin prisas. Un jilguero planeó sobre la mesa al cabo de pocos instantes y se puso a observar la operación con impaciencia, entre sacudidas de cabeza. Sauer le ofreció una miga de pan y el jilguero movió de nuevo la cabeza con énfasis antes de emprender el vuelo agitando las alas.

—Caramba —dijo un hombre a la espalda del comisario—. Eres un verdadero solitario. ¡Ni siquiera los pájaros pueden desayunar contigo!

—Mutti —saludó Sauer sin darse la vuelta—. ¿Qué te trae por aquí?

—Un viento cálido —contestó el recién llegado mientras rodeaba la mesita y se colocaba delante de él—. Los antiguos lo llamaban Favonio. A veces, Céfiro. Un viento alegre e inquieto, como yo —sonrió mostrando una dentadura llena de huecos; luego, con un gesto de prestidigitador, hizo aparecer una silla metálica y se sentó—. ¿Te importa? Me muero de hambre.

Sauer negó con la cabeza: claro que no le importaba. Cortó el bretzel por la mitad, como un corazón roto y le dio la parte más grande a su amigo.

Helmut Forster, comisario adjunto en la unidad de Delitos Violentos, era en todo su opuesto, y quizá por eso se entendían tan bien, en el trabajo y fuera. Mientras Sauer semejaba la viva estampa del ideal nórdico —alto, rubio, la mirada de hielo en un rostro esculpido y perfectamente lampiño—, Mutti apenas le llegaba a los hombros con su metro sesenta, y tenía una piel tan oscura que en modo alguno parecía el fruto de la madre Alemania, sino más bien de cualquier país más soleado a orillas del Mediterráneo. El pelo negro y los ojos castaños, una perenne sombra de barba en las mejillas, aunque se afeitara a diario; había salido de la guerra con un apetito insaciable: de comida, de cerveza, de tabaco, de todo. Esto se reflejaba tanto en la anchura de sus camisas como en la levedad de su cartera, desgastada ya por las necesidades de la familia que había formado con una tranquila muchacha del Este hacía quince años. Por eso, Sauer, que nunca tenía hambre y tampoco debía preocuparse por una esposa y tres hijos, compartía de buena gana las comidas con él. Era su mejor amigo: de haber sido necesario le habría entregado su propio sueldo.

—Ojalá sea un sábado tranquilo —dijo Mutti cuando terminó su medio bretzel.

Sauer sopesó darle un poco más, pero luego se dijo que Lina no habría visto con buenos ojos toda esa mantequilla en las venas de su marido.

—Este año me han tocado una docena, y nunca ha pasado gran cosa. Únicamente borrachos y peleas domésticas.

Mutti asintió.

—Sí, la gent

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