1. Dios
De la novia se dijo que había aparecido en su propia boda de blanco «como si estuviese metida en una secta», y que la mañana anterior la había pasado regando las plantas del patio hasta ahogarlas. Esto último no lo confirmaron ni uno ni dos invitados, sino varios, y pasaron tantos años diciéndolo que ya nadie dudaba de que fuese verdad. Ni siquiera el dueño de la casa, que no había tenido una planta en su vida.
Se dijo además que el chico que habló en la ceremonia era un amigo íntimo de ella, alguien con quien había ido al colegio, y que al acabar de pronto la fiesta, con el sol saliendo y los jardines llenos de coches de policía, el novio le preguntó a la novia por aquel amigo y ella contestó, mirando como una sonámbula el mar, que no lo conocía de nada, pero que el traje con el que ella se había casado era de él. Y esto se confirmó que era verdad.
También era verdad que los padres de la novia no habían acudido a la boda, pero no porque desaprobasen la relación, sino porque no sabían de ella desde que cumplió dieciséis años, edad de la que el cura dijo, sentado en una de las sillas del banquete mientras le tomaban declaración, que era «aproximadamente» la edad del diablo, pues consideraba que el demonio era «un adolescente», frase que inquietó tanto al agente que le preguntó si lo decía por lo de las tentaciones.
De la novia se contó que todo lo que tocaba se derrumbaba tarde o temprano, a veces sólo porque ella pasaba cerca. Eso era falso, pero después de la boda todo el mundo se sintió con derecho a contar lo que ocurrió a su manera, casi siempre de una forma muy literaria, quizá porque el camino más corto para olvidar un cuento de terror es convertirlo en un cuento infantil.
Una invitada llegó a decir que la hija de la novia no era suya, disparate tan grande que ni los más entusiastas pudieron replicarla, entre otras razones porque la niña tenía todos los rasgos de la madre, desde buena parte de sus gestos, sobre todo el de desaire, hasta las mismas tres pecas casi invisibles en cada lado de la boca y en la punta de la nariz formando una cruz imperceptible que tenía que señalarte ella para poder apreciarla, de tal forma que su secreto más íntimo estaba en su cara.
La novia era alta, morena y tenía una cara vagamente guapa, vagamente atractiva y vagamente interesante; la cara de una mujer que siempre está a punto de conseguir algo. Tampoco lo consiguió aquella noche, cuando estuvo tan lejos que en mitad de la noche le confesó a una amiga que si le fuera concedido un deseo no pediría salud, amor o dinero, sino desaparecer o que el tiempo se parase y los congelase a todos en ese momento, delante de las llamas, y minutos después de acabar de decirlo, cuando salían las dos descalzas del baño, llegaron desde el interior de la casa las voces de un hombre grande y barbudo: «¡A nena non está!», y recordaba ella, la novia, que se quedó paralizada mirando a aquel señor con la pajarita desamarrada, un triángulo de la camisa por fuera, dando voces como una sirena del puerto, con un tono de voz que no esquivaba la alarma pero daba cierta tranquilidad, como si la niña estuviese correteando entre las piernas de los invitados, y eso fue lo primero que pensó ella y lo primero que le dijo a la policía: que aquel hombre parecía haber nacido para anunciar la desaparición de niños, que estaría bien que se dedicase a eso y, aún más, pudiese montar una empresa de eventos que instruyese a cuatro o cinco invitados como él, cuerpos de grandes pulmones y barbas espesas, para enseñarles cómo obrar en caso de que desapareciese un crío.
Uno de los agentes que se presentaron allí, dos horas después, había sido «concejal en su juventud», frase que repetía con profundo respeto el padre del novio. Era un hombre pelirrojo que, mientras su compañero tomaba declaración, registró la casa con aire melancólico y escribiendo anotaciones mínimas. Fue él quien les pidió los nombres a los contrayentes, como si esa función le fuese otorgada por los viejos tiempos, y llegó a crisparse porque la novia no recordase el suyo. Pero ella no recordaba su nombre, y lo recordaría pocas veces más desde ese día, no desde luego el día en que murió, cuando ya no sabía ni su nombre ni su fecha de nacimiento, sólo el nombre de su hija, Yulia, y el día en que la tuvo, «un día de muchísimo sol, todas las casas del pueblo tenían las ventanas y las puertas abiertas, y se oían desde el río los gritos de los niños».
—Se llama Mai Lavinia —dijo el novio—. Y yo, Santiago Galvache.
Al pasar dos semanas, un periodista publicó una página en el diario local en la que se recogían unas declaraciones de la novia, las únicas que hizo sobre el caso, pidiéndole a la policía que se asegurase de que Yulia se encontraba bien, y contó que había entregado a los agentes una nota con detalles sobre lo que más le gustaba (el mar) y lo que menos (el pescado) para que se la hiciesen llegar a la persona o personas que la retenían, porque no pensó nunca en otro crimen que el del secuestro y aquello tenía que ver con la manera delicada y hermosa con la que Mai se había acercado al mundo e integrado en él, sin sospechar siquiera el mal, no digamos ya concebirlo o padecerlo de la forma tan absoluta en que lo tuvo que concebir primero y padecer después.
Cuando llegaron los investigadores hubo que reconstruir cien veces todo lo que se había hecho ese día con la niña. Santiago contó de lo que se encargaba en verano: acompañarla al aseo cuando se despertaba, darle un colacao mientras le ponía los dibujos en la tele, y luego quitarle el pijama para vestirla, y antes de que se vistiese siempre lo mismo: se lavaba los dientes y la cara, hasta enjabonarla, y después se pegaba a la pared para medirse, todos los días del verano, y Santiago le hacía la marca en la pared y luego lo apuntaba en una libreta de tapas «horribles», según añadió mi exmejor amigo, Martín Novás, que ese día estaba a lo importante. Sobre las once se despertaba la madre y salían las dos a la playa de Barrosa de Xaxebe, en la Costa da Morte. El día de la boda no cambió nada: pasaron juntas toda la mañana y parte de la tarde, se bañaron en la orilla, se fueron a vestir y Yulia, antes de irse con el resto de los niños para llevar las arras, le deseó a su mamá «buena suerte». Ese día, 3 de junio de 1994, cumplía tres años.
Tengo guardados los periódicos de la época. Y la gente recuerda bien los detalles, inventados y reales, porque fue la última boda por la iglesia que se celebró en el pueblo. Desde entonces Dios siguió estando presente en los bautizos y en los entierros, pero no quiso volver a saber nada del amor.
2. Mai
Veinticinco años después de la desaparición de Yulia Lavinia se rodó un documental sobre ella que terminó convirtiéndose en un documental sobre la vida y la boda de Mai Lavinia, su madre. Mai se había convertido en un rarísimo icono underground en la comarca y hasta se hizo una especie de biopic con poquísimo presupuesto del que el director dijo que no lo había podido acabar de ver, suponiendo la gente que por la emoción. Todo se hacía para satisfacer a un público de culto hechizado por el personaje, pero hasta entonces nunca se había acercado al suceso alguien a quien el público le daba igual, el personaje también e incluso rechazaba investigar, o fingir que investigaba, la desaparición de Yulia Lavinia.
La directora de ese documental se llamaba Berta Soneira, y era una mujer joven que había publicado dos libros, uno de ellos un libro de no ficción que resultó ser un superventas traducido a doce idiomas sobre Martin Albert Verfondern, un holandés que se había ido a vivir a una «remota y desmoronada» aldea gallega, donde fue asesinado por sus únicos vecinos y antaño amigos. «Remota y desmoronada» lo había escrito en El País Silvia R. Pontevedra, la periodista que el día antes de la llegada de Soneira a Xaxebe me llamó para pedirme que fuese el asistente personal de la directora durante el rodaje del documental sobre Yulia y Mai Lavinia, alguien que tomase nota de todo lo que dijese e hiciese durante esos días.
Soneira llegó a Xaxebe el mismo día que yo, 21 de febrero, en un coche que tenía el intermitente izquierdo roto. «Tengo el brazo congelado», dijo. Aparcó frente al ayuntamiento y salió del coche con una bufanda de colores y un abrigo beige de algodón, sonriente pero no mucho, cercana e interesada por todo lo que veía, con la curiosidad científica de una exploradora. Un agente de la policía le llamó la atención: «Perdone, el vehículo está mal estacionado». «Dele tiempo», respondió ella. Subió volando hacia la alcaldía barriendo los escalones con el abrigo, como si fuese la cola de un vestido de novia, y se presentó al alcalde, que tenía aún más prisa que ella.
—Mire, yo no quiero que mi pueblo sea un Puerto Hurraco, a vueltas toda la vida con esta historia —la recibió el alcalde, Francisco Girón y Girón, recogiendo papeles de su mesa.
—No se preocupe, será Eichmann en Jerusalén.
—Dígame entonces —dijo el alcalde, en plan «así mucho mejor»—, ¿qué planes tiene?
—Planes ninguno. Ya los hago todos los días con el número de palabras que voy a escribir y los kilos que voy a bajar, y ya ve.
—No la capto.
—Que escribo poco y engordo mucho.
—Yo la veo muy bien.
—No me acose.
El alcalde tenía los ojos como platos. Berta Soneira causaba primeras impresiones terribles. Pero había tal fascinación en su manera de hablar que deseabas todo el rato que llegase la segunda impresión, como si la siguiente porción de una tarta envenenada te fuese a sentar bien.
—El chico de los Galvache, como le dije en el correo, ya no viene casi nunca al pueblo. Pero estará en primavera en el cumpleaños del padre. Pepe tiene setenta y cinco años, pero cada año cumple uno menos. Está fuerte y tiene la memoria de los hijos de puta. Vive en la misma casa de siempre, cualquiera le puede dar las indicaciones —dijo el alcalde.
—¿La casa es Punta Faxilda?
—La casa de la boda. Una casa llena de gente guapa y desgraciada. Y mire, ¿qué va a hacer con esto?
—Hablaré con la gente para que me cuente lo que hizo un 3 de junio de hace veinticinco años, los días antes y los días después.
—Le van a hablar mucho y le van a contar poco.
—¿Usted también?
—A la boda fui, pero vamos, fue mucha gente —dijo mientras daba una tarjetita con su número—. Yo agradecí que los Galvache fuesen católicos, porque me dolía la cabeza sólo de pensar que tenía que oficiar la boda. Un año llevaba como alcalde. No tuvo ni pies ni cabeza. No tenía ni pies ni cabeza la relación, no podía tenerlos la boda, ni iba a tenerlos lo que pasó después. ¿Algo puede funcionar sin pies ni cabeza?
—Nada. Mire las babosas, lo único que se puede hacer con ellas es aplastarlas —dijo Soneira.
—Bueno —al alcalde le pareció un poco desproporcionada la comparación.
—Lo que pasa —siguió Soneira— es que una boda es el resultado de que todo funcione. Y de repente todo funciona tan bien que te casas.
—¡En teoría!
—Hay excepciones, pero antes de aparcar aquí he pasado con el coche por la carretera de Punta Faxilda y ahí, la verdad, nadie se casa obligado. Le diría que en un sitio así nadie puede casarse sin amor, pero eso es una chorrada.
—¿El amor, el amor le parece una chorrada? —el alcalde parecía súbitamente alterado, como si hubiese que agarrarlo entre varios. Soneira le aclaró que se refería a la cursilería que ella misma acababa de decir, no al amor. «El amor no es ninguna chorrada, puede estar tranquilo».
Francisco Girón y Girón era del partido conservador y tenía buena fama entre los vecinos, algo inusual en esos pueblos porque la mayoría solía votar para joder a alguien. Era un hombre dinámico que entendía gobernar como un ejercicio físico, por eso acudía a todos los actos sociales, especialmente a los entierros; su secretario apuntaba en la agenda los fallecimientos de los vecinos y sus correspondientes velatorios, pues Girón y Girón era animal político más de velatorio que de iglesia. «De cuerpo presente la gente está más animada; cuando tienes delante a alguien, aunque esté muerto, siempre piensas que puede romper a pestañear en cualquier momento», me contó una vez. «Pestañeamos doce mil veces al día», dijo sin añadir nada más, supongo que invitándome a comprobarlo.
Girón era alto, mustio y tenía un punto cáustico y amargo. Llevaba tanto tiempo siendo alcalde que podía adivinar su número de concejales dependiendo de cuánta gente hubiese muerto en esa legislatura. Una vez la portavoz de la oposición bromeó con empezar a estudiar medicina paliativa; Girón, con retranca churchilliana, la animó muy sinceramente.
Era hijo del anterior alcalde, Máximo Girón y Girón, un conservador que también le debía su éxito a una mano impecable en los velatorios, donde daba los pésames mejor que Dios: los dos ofrecían la misma sensación reconfortante, pero Girón al menos no se llevaba a nadie con él. «Los Girones llevan siendo alcaldes de Xaxebe desde que murió el primer habitante» era una frase típica del pueblo. Pero nunca se había enfrentado la estirpe a un suceso tan traumático como la desaparición de Yulia Lavinia. Ahora que lo pienso, sin cuerpo ni funeral ni nada.
—Algunos le hablarán mal de Mai —dijo—. Cuando vienes de fuera siempre te tienes que estar examinando de ese tema tan estúpido de por qué no eres de aquí. No conocíamos a sus padres, ni de dónde venía, esas cosas molestan. No a mí, que soy hombre de mundo y una vez fui a Betanzos —sonrió despacísimo—, pero a las familias eso les molesta. En los pueblos las familias son un aval, sabes a quién dirigirte cuando hay un problema con alguien o a quién cobrárselo.
—¿Mai no tenía padres?
—¡Se contaban tantas cosas! —Girón se encogió de hombros—. Tener tenía, yo creo que de eso no puede haber duda, ¿verdad? Pero quiénes eran y dónde estaban ya no lo sé.
—Mañana empiezo a hacer las entrevistas, he concertado varias por teléfono en las últimas semanas, pero no la suya —dijo Soneira—. ¿Yo le puedo llamar a usted y concertarla directamente?
El alcalde Girón dijo que «por supuesto» como si no tuviese que hacer otra cosa en la vida y acto seguido se dirigió a la puerta. Nos despedimos de él en la plaza del ayuntamiento, donde el agente hacía guardia delante del coche de Soneira para multarla. «Usted no multa a nadie», dijo el alcalde pasando por delante como un vendaval. Berta Soneira se echó la capucha del abrigo sobre la cabeza. Hacía frío y había bajado esa niebla que convierte por unas horas un pueblo en un presagio.
Nos alejamos caminando por las calles viejas de la zona antigua, calles de marineros, hasta llegar a un pequeño bar llamado Ranchito. Soneira se giró para ver si estaba detrás de ella, y elevó la voz, demasiado para mi gusto.
—¡Tienes cara de extraterrestre! —me dijo.
—¿Por?
—La mandíbula y la frente, como muy pegadas, tipo E.T. Pero eres guapo, eh. A tu manera, como los guapos de verdad.
Intenté verme en el reflejo de algo que hubiese en el bar, desconcertado. Creo que me miro dos veces al mes en el espejo, así que podía habérseme escapado un movimiento tectónico de la frente en los últimos meses.
—Dos cervezas —dijo Berta Soneira sin preguntarme, luego me guiñó el ojo—. Es una bebida típica del planeta Tierra, verás cómo te gusta.
Yo no venía a Xaxebe desde hacía meses. El pueblo me había dejado de interesar cuando murió mi madre, y allí no me quedaban padres ni abuelos que visitar. No conservaba amigos, no al menos de esos por los que merece la pena desplazarse, y había construido una vida aburrida, discreta y lenta en Pontevedra, donde hacía lo que mejor sabía, periodismo local. La llamada para ayudar a Berta Soneira me había sorprendido a medias: Soneira venía a hacer un documental sobre la desaparición de Yulia, yo había sido íntimo amigo de su madre, Mai, y ahora era periodista. Podría servirle de ayuda, si bien no tenía claro cómo hasta que ella pronunció, con la boca desganada, la palabra fixer.
Pidió otra cerveza y explicó, «aunque supongo que ya lo sabes», qué significaba fixer: alguien que conozca el terreno y se lo prepare al periodista de fuera, que dé información sobre los entrevistados, que facilite las cosas. También estaría bien, dijo, que tomase notas. «Hay gente que piensa que escribir sólo es eso, escribir, pero escribir es retener; teclear es una cosa de gilipollas, pero en fin, en todos los oficios nobles, como ocurre con este, el dinero te lo da hacer la labor más estúpida», dijo.
No se quitaba el abrigo, pese a que en el bar había estufa, porque decía tener frío. «Duermo siempre con una chaqueta de lana esté como esté la habitación, y esté quien esté a mi lado». Pasamos juntos ocho horas, hasta que nos echaron del bar, si mal no recuerdo. Ella vestía de forma desgarbada y se comportaba de una manera peculiar: alternaba momentos de extraordinaria verborrea, con una vocalización pésima —decía hacerlo para que su interlocutor prestase la máxima atención—, con momentos, que podían ser de una hora tranquilamente, en los que no levantaba la cabeza del teléfono móvil, linkando enloquecida artículos sin interés o de interés dudoso, sin comentarlos. Se había quitado WhatsApp y sólo tenía una cuenta sin utilizar en Facebook.
—Sólo tengo Facebook para ver cómo envejecen mis compañeros del colegio. Nada más. Si por mí fuera deberíamos volver a comunicarnos tirándonos piedras a la cabeza. Una para que vengas, dos porque ya no hace falta —dijo.
No preguntó por drogas, a pesar de que sobre ella circulaban leyendas de todo tipo, y las únicas confesiones personales que concedió eran tan exageradas que sólo podían ser verdad.
Yo llevaba meses, quizá años, sin beber; a ella se la veía acostumbrada, aunque lo negó: «Bebo de esta manera sólo cuando tengo que conocer a alguien, es la mejor forma de caerse bien al principio». Reímos mucho y comimos kikos mientras llovía afuera. Se le rompieron dos botellines y se cayó en una ocasión de la butaca por tratar de enseñarme unos calcetines de Chicho Terremoto que había comprado de camino en Puebla de Sanabria. La miré mucho. Tenía, además de una diversión cósmica, algo que atrapaba, una fragilidad, un desconcierto, un miedo terrible a las cosas. Yo no sabía exactamente lo que era hasta que ella mismo lo dijo. Le daban pena los grandullones humillados, los listos que siempre avasallaban y a los que de repente se les callaba la boca, los chulos a los que se les daba una patada en el culo, los guapos cansados de ligar que se quedaban sin la chica que más les gusta porque se la levanta un feo.
—Es una tristeza rarísima —dijo—, porque en realidad debería alegrarme. Tiene que ver con la psicología, está claro. ¡Y con los prejuicios! Este ejemplo no es un buen ejemplo, pero es el que me acaba de venir a la cabeza. ¿Te acuerdas de Barton Fink? La película de los Coen. John Turturro llama a recepción porque su vecino de habitación está montando escándalo. Ese huésped, tras recibir la llamada, sale de su cuarto, va a la habitación de Turturro, y cuando Turturro abre muerto de miedo, se encuentra a John Goodman, alt