Austin, Texas 1979

Francisco Ángeles

Fragmento

1

En el invierno de 2007, unos meses después de separarme de Emilia, empecé a ir al psiquiatra. No sería preciso decir que la separación fue el origen de mis problemas, pero fue definitivamente un agravante: me costaba acostumbrarme a la ausencia de la mujer que compartiera conmigo el fracaso que, a partir de cierto momento, dominaba mi vida. Nos casamos a los veintiuno y nos separamos a los veintisiete, seis años como un agujero en el que me fui precipitando tan hondo que al volver a la superficie no estaba preparado para enfrentar la nueva realidad que se me presentaba. Pensé que un psiquiatra era el único que podría ayudarme.

Después de varios días investigando encontré a quien buscaba: un hombre de unos cincuenta y cinco años, pelo gris, bufanda al cuello, mirada traviesa, sonrisa paternal. Cuando lo vi por primera vez, en la puerta de su consultorio, intuí que me ponía en sus manos con la esperanza, seguramente injustificada, de que me iba a salvar. Él me trató desde el inicio como si yo fuera un paciente especial, y por un momento creí que lo era. Considerando sus altísimos honorarios, imaginaba a sus otros pacientes como gente mayor, viejos que no aceptaban que su dinero no era suficiente para conseguir lo que creían necesitar. El doctor tenía que darse cuenta de que yo era distinto. Para empezar, me imaginaba más joven que el promedio de sus pacientes, ya que uno supone, al menos hasta cierta edad, que cuando se trata de enfermedades uno siempre es más joven que las otras personas que las sufren, quizá porque necesitamos convencernos de que nuestro problema tiene algo de excepcional, cuando en realidad es simple mala suerte o mera decadencia. Pensaba entonces que el psiquiatra debía darse cuenta de que yo era un paciente especial, quizá hasta podía identificarse conmigo, un tipo más joven que parece inteligente, un tipo más o menos ensimismado que tiene sin embargo cierta onda, cierta rara energía, pero cuya inteligencia resulta inútil e incluso indeseable, un tipo roto o partido que no sabe qué hacer consigo mismo. El psiquiatra me escuchaba hablar, sonrisa congelada, pies descalzos sobre la alfombra. Me escuchaba y por ratos intervenía demostrando incluso un afecto que me sorprendió, pero que después pensé que tenía que ser falso, pura formalidad sin contenido, un afecto que quizá alguna vez fue genuino pero que los años habían reducido al gesto desprendido de su origen. Pero en esas primeras semanas que empecé a visitarlo y dejarle un buen porcentaje de mi modesto salario, en esas primeras semanas simplemente me dejé llevar, hablaba sin detenerme, las palabras siempre listas, acumuladas en la garganta, salían como piedras, puro nervio, pura emoción, cincuenta minutos sin parar, y así hasta la siguiente reunión.

Pasaron seis semanas sin contratiempos, martes y jueves, once de la mañana, piso quince de un edificio en Miraflores. Todo en orden: nunca me había cruzado con otros pacientes, nadie me había visto entrar ni salir. Pero esa rutina se quebró la mañana del martes 21 de agosto, cuando en vez de llevarme directamente a la habitación que utilizaba como consultorio, el psiquiatra me condujo a una pequeña salita y me dijo en voz baja que lo espere unos minutos. Me acomodé en el sofá y al instante oí gritos detrás de la puerta, la voz de una mujer que parecía haber perdido el control. La imaginé detrás de la puerta, en el mismo sillón que yo debía ocupar minutos después, una mujer de cuarenta años moviendo las manos, los dedos crispados en el aire, la desesperación en la cara. Frente a ella, el psiquiatra en la misma posición de siempre, intentando disimular su incomodidad, consciente de que yo estaba en la sala del costado y podía escucharlos. Y entonces al hablarle a la mujer, él ya no sabría si intentaba tranquilizarla porque en eso consistía su trabajo, o para evitar que yo fuera a enterarme de que el descontrol no era ajeno a su práctica curativa. Y sin embargo yo, replegado en el sillón de la salita, me esforzaba por no entender. No quería escuchar, tenía suficiente conmigo mismo, no podría soportar hacerme cargo de las historias de nadie más. Me puse de pie, me acerqué a la ventana y me quedé mirando el movimiento incesante de la avenida Pardo, quince pisos abajo. Me sorprendió darme cuenta de que podía distinguir a la gente a pesar de la altura, definir sus rasgos y sus características individuales. Los observaba a la distancia, mínimos, fugaces, piezas intercambiables de un engranaje mayor, mientras que en el consultorio retumbaba la voz femenina, voz histérica que ahora parecía haber perdido el control y gritaba desesperada palabras que yo no quería interpretar. Y entonces cayó un repentino silencio. Supuse que la cita de la mujer por fin se daba por concluida, y que cuando saliera debía evitarle la mirada para no incomodarla. Pero la persona que salió de la habitación no era una mujer, sino una chica bastante joven, seguramente menor que yo, lo que me dejó sorprendido. La chica, bien vestida, el pelo recogido en una cola que parecía improvisada, el rostro altivo, el gesto inconfundible de quien se ha acostumbrado a que todo marche a su ritmo, la clara expresión de control y dominio, no parecía en absoluto avergonzada. Como si supiera que yo esperaba ahí sentado, clavó sus ojos en los míos y me miró desafiante. Y yo bajé la mirada, como quien acepta una derrota que en el fondo me debió haber reconfortado.

(abril 2007)

(despertar)

Estoy en la cama, intentando trasladarme desde el sueño hacia la vigilia, pero cierto desajuste me deja en un espacio intermedio. Y por eso permanezco rígido, la espalda sobre el colchón, los brazos estirados a mi lado. Estoy despierto, estoy consciente, pero no puedo moverme. Quiero levantarme o al menos agitar las extremidades, pero el cuerpo no responde. Me ha ocurrido muchas veces, cada vez con más frecuencia desde que Emilia se fue de casa, y por eso ya no me desespero como antes. Ya aprendí a no perder el control. Sé que la inmovilidad se prolongará unos minutos y después todo volverá a ser como antes.

Y entonces el conejo, el conejo que Emilia y yo compramos al inicio de nuestra relación y que se quedó viviendo conmigo después de su partida, había subido a la cama y me lamía las plantas de los pies. Sentía el con tacto con su lengua como un aguijón, áspero, punzante. No podía hacer nada para sacarlo de allí. Volví a cerrar los ojos y esperé que se aburriera. Pero el animal continuaba pasando su lengua pequeña y rugosa, cada vez con más fuerza. Hice el esfuerzo más grande del que fui capaz, y por fin conseguí que mi cuerpo respondiera, que se reactivara como si lo hubieran sometido a una descarga eléctrica, y pude reclinarme sobre los codos y reconocer la silueta del animal en la oscuridad. D

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