Nuestra epopeya

Manuel Longares

Fragmento

El cazador sale al amanecer, cuando las alcobas conservan el calor del nido y los establos duermen. En el silencio de la hora, atraviesa la plaza del ayuntamiento con la escopeta al hombro y baja por la carretera que cruza la aldea, donde las chimeneas más diligentes tributan sacrificios de cocina.

Nadie encuentra a su paso, y sólo la furgoneta de Valladolid descarga el suministro en la tahona. Con la obsesión del olor dulce, el cazador rebasa la mole del casino, apuntalada por vigas, se interna por el desfiladero y en la rotonda del pilón sin agua descubre la ruina del convento de las monjas.

—Antes una pastelería que un convento —dice al esqueleto de su arquitectura.

Alcanza así las afueras, abiertas al descampado de Castilla, y a la claridad del alba recobra el paisaje de su niñez: el latifundio del indiano y el sendero de huertas y cereales, la olmeda, la cueva del herbolario, el molino de Damián y Asunta y el puente de piedra sobre el río donde se ahogó el pobrecito. En el horizonte, la cadena de montañas con su espuma de nubes.

Pedalea un ciclista por el arcén con la tartera en el transportín. Por el roce de las llantas sobre la arena identificaba el padre de Adela a los viajantes de comercio. Después de la guerra civil de 1936, esas bicicletas trasladaron a canteros y albañiles a las obras de la autopista y, en una decadencia ilustrativa de la frivolidad con que arraigó el progreso en rincones tan olvidados de Dios como éste, acabaron de distracción de los veraneantes.

—Toda la noche en blanco —el cazador se recuesta en un árbol—. Ya no lo aguanta el cuerpo.

Nace el día de otoño de 1986, estrenando el mundo. La brisa arras tra un redoble de campanas y el cazador busca el sonido a su espalda. Desde su perspectiva, las casas del pueblo trepan hasta la torre parroquial divididas por la cicatriz de la carretera.

Por ella asciende cada semana el autobús de línea difundiendo su resonancia de asmático a la manera de las trompetas del juicio, como si fuese reclamando puerta por puerta a los supervivientes de nuestra epopeya.

Hace tantos años que ni los ancianos recuerdan haberlo oído, esta aldea ocupaba una posición estratégica en el mapa de la Península, ya que en ella se bifurcaba la ruta procedente de Madrid que, tras remontar la sierra de Guadarrama y las rectas de la meseta castellana, se desviaba a Galicia o se dirigía al Norte.

Esa servidumbre de tráfico determinaba su estructura, porque en vez de apiñarse en torno a la jerarquía de la iglesia como el ganado con su mayoral, ofreciendo el aspecto gregario, y quizá amurallado, de otras aldeas, se partía por la mitad, igual que un melón, para acoger a los viajeros por la herida practicada en sus entrañas.

—En este pueblo el forastero es primero —protestaban los miembros del casino—; y al paisano, por el ano.

Con más tolerancia afrontaban este inconveniente las beatas de misa diaria.

—Si penetran con buen fin —declaraban sin rubor—, crecemos y nos multiplicamos.

La población se repartió a ambos lados de la calzada y el que trataba de confraternizar arriesgaba la piel. Un peligro asumido por los vecinos con tanta altura de miras como falta de visión, pues preferían estar separados de los suyos por un vulgar carruaje —y triturados entre sus ruedas y rebozados por los excrementos de los animales del tiro— que envueltos en la carbonilla de un mercancías.

—Tiene alma de fogonero —decían las beatas del destinado a las calderas del infierno.

En la era de la revolución industrial, estos hidalgos —con su trigal o su renta y mucha apacible ignorancia en su mente heroica— estimaban saludable para su tren de vida la carencia de ferrocarril y no creían amenazado su bienestar porque desde la remota Corte unos ingenieros del Ministerio de Fomento, asociados a capitalistas de rumbo, les excluyesen de la red ferroviaria española.

—El humo es señal de civilización —oponían en el casino—. El futuro echa chispas.

Mas las beatas despreciaban ese invento con la ceguera de la fe:

—Es tan sucio que pasará de moda.

Ya en el siglo veinte, el sembrado de raíles que repoblaba Castilla de locomotoras de vapor y apeaderos con marquesina absorbió gran parte del comercio que circulaba por carretera, abocando a sus clientes a un desabastecimiento inexorable, aunque tan lento, que apenas inquietó a las beatas.

—Este mal no durará siempre —aseguraban a los que decidían emigrar—. En cambio, la naturaleza es eterna.

Marginada de las áreas de prosperidad promovidas por el ferrocarril, la aldea perdió importancia como nudo de comunicaciones y dejó de recaudar los ingresos de quienes se detenían en ella para arreglar una avería de su vehículo, evacuar en algún corral o endulzarse con la repostería de las monjas.

—El que no venga por este pueblo lo lamentará —desafiaban las beatas.

—Y lo pagaremos nosotros —respondían en el casino.

Disminuyeron los huéspedes de la fonda, unas familias se arruinaron y otras mudaron de actividad. Eran víctimas de la penuria que tras la contienda de 1936 —en que esta zona fue retaguardia y no campo de batalla— expulsó a los mozos del lugar a las ciudades españolas o del extranjero.

—¿Habéis ido al cementerio? —se chanceaban en el casino—. Ni muertos hay.

La construcción de la autopista del Noroeste satisfizo a los paladines de la meseta incontaminada y empleó a los disponibles. Mas con ella cayó en desuso la encrucijada que había dado lustre a la localidad —y luto a los parientes de los atropellados por los coches que, ni aun así, renegaban de este medio de locomoción.

—Donde el demonio pone un tren —se empecinaban las beatas—, la hostia se mancha.

A cinco kilómetros de la desviación marcada en la autopista del Noroeste, en una ondulación del terreno que constituye una extravagancia —algo similar a un forúnculo— en la llanura de la meseta, se alza este poblado de un millar de habitantes.

—Para subir nuestra cuesta —es la frase socorrida— necesitas dos pulmones.

En la cima del repecho, ahí donde se bifurcaba la antigua carretera de Madrid tras haber introducido su cuña en el bloque de casonas, las campanadas de la parroquia despiertan al vecindario en esta mañana de otoño de 1986.

—Aquel cura —rememora el cazador— pelaba a golpes la nuca del monaguillo Cástor.

Sucedía hace cincuenta años. Cerca de la iglesia estaba la escuela del padre de Henar y, más abajo, la plaza del ayuntamiento con su cortejo de soportales. En el centro, la picota, donde saltaban a la comba Vega, Zarza y Raquelín; a un extremo, la casa de Acacio y, al otro, la tienda de sus primos Celi, Mauro y Adela.

—Melindres —chistaban al perro emboscado en las profundidades del establecimiento.

El edificio del casino todavía resiste, con las ventanas tapiadas, pero no el convento de las monjas pasteleras que se camuflaba detrás, en la rotonda del pilón vacío donde Jonás predicaba contra la gula y Sacri suplicaba morir entre infieles.

—En el puchero de los negritos —matiza

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