El ojo del halcón

Luis Manuel Ruiz

Fragmento



Índice

Portadilla

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Notas de la conversión

Sobre el autor

Créditos

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1.

 

 

 

 

En su sueño había un rinoceronte, ese bosquejo grotesco de una criatura de cuento, y el animal le contemplaba melancólicamente desde el centro de la pradera con dos ojos de gelatina, como si quisiera esconder el miedo debajo de la exageración de su blindaje y el cuerno alzado en la frente. Al descorrer los párpados se encontró vestido encima de la colcha, con los zapatos puestos y la corbata en el cuello. Después de comer se había sentido algo fatigado y había decidido echarse un poco hasta que el malestar pasara, pero debía de haberse quedado dormido. En los últimos tiempos le sucedía a menudo: ese electrodoméstico gastado y achacoso que era su cuerpo aprovechaba la mínima ocasión para desenchufarse. Percibía el avance de la vejez sobre todo en las irregularidades del sueño; a veces podía pasarse madrugadas enteras girando sobre la almohada, en busca de un descanso que se negaba a acudir, y otras bastaba con sentarse en el sofá para naufragar en un ocaso que no era sueño del todo, una especie de reino intermedio entre la vigilia y el cese en que el mundo se volvía de barro y sus sentidos vacilaban.

Estiró la mano derecha hasta la mesilla para atrapar el despertador. Los dígitos fosforescentes le indicaron que su visita al prado en que ramoneaba el rinoceronte no había sido demasiado prolongada y que aún contaba con tiempo holgado para acudir a la cita. El piso estaba en silencio y sólo le llegaba el eco remoto del ascensor en el rellano, cuyo motor emitía un vagido lastimero siempre que se ponía en marcha; la luz de inicios de verano se filtraba pesadamente por las cortinas cerradas. En esta soledad hueca, que debía de parecerse mucho a la del interior de un mausoleo, llevaba viviendo ya demasiados años, incluso antes de su jubilación. Tiempo atrás, en días que ya resultaban casi borrosos, los pasillos habían estado habitados y los zapatos de una niña habían hecho ruido al recorrer las baldosas. Pero ese plazo se agotó y ahora él era el único que se reflejaba en los espejos de las habitaciones.

Se puso en pie con algo de trabajo, se alisó los pantalones y revisó que el nudo de la corbata ocupase la posición correcta debajo de la nuez de Adán. Sentía un fondo de amargura en el paladar y tosió para ahuyentar ese molesto resquemor. En el baño, mientras se peinaba frente al espejo, se preguntó si merecía la pena acudir al encuentro, volver a reiterar aquel acto inútil que se parecía a remover las cenizas en el hueco de la chimenea, allí donde mucho antes las últimas brasas ya se habían extinguido. Aquellas reuniones eran todas iguales y poco aportaban a las revenidas piezas de museo en que se habían convertido sus contertulios: repasar los días de antaño, acordarse de los compañeros que ya no estaban, lamentar los cambios y las traiciones que habían convertido el mundo en un lugar inhóspito sólo servía para encerrarlos más y más en la burbuja que les aislaba del presente. Pero qué podían hacer un viejo como él, unas reliquias como ellos: rememorar con nostalgia la edad en que sus fuerzas todavía les permitían saltar al estribo del vagón antes de que el tren se pusiera en camino.

Había dejado la chaqueta en el respaldo de la silla del comedor, en cuyo mantel aún reposaban los restos del revuelto de champiñones que había cocinado. En general vivir solo no le causaba excesivos problemas; siempre fue una persona independiente y no encontraba apuro en resolver sus pequeñas necesidades domésticas. El aislamiento, tal vez, era otra cosa. Le hizo falta jubilarse, hacía ahora dos años, para comprender hasta qué punto eran importantes en su vida esos alumnos maleducados a los que tenía que soportar día tras día en las aulas y esos compañeros cuyas conversaciones toleraba sin atender con demasiada dedicación sobre la mesa camilla de la sala de profesores. Ahora su compañero Miguel Abarca, al que también había llegado el turno de abandonar esa mesa, comprobaría qué dilatadas y estériles se vuelven las tardes cuando no hay exámenes que corregir.

Buscarse una ocupación, le había dicho Elisa varias veces, lo importante radicaba en dar con un pasatiempo que colmara sus horas y no le hiciera reparar en que sólo consistía en una res que oye desde su establo cómo se afilan los cuchillos del matarife. Había descartado los viajes organizados a la costa o las discusiones en torno a una mesa de dominó porque le daba pereza echar a andar nuevas amistades, a esa edad en que las ruedas han comenzado a oxidarse. Se consolaba con paseos esporádicos por el parque y esas repetitivas novelas de Agatha Christie, cada nueva de cuyas entregas hacía olvidar la anterior sin dejar rastro. Así a veces conseguía paliar la acuciante, la desoladora verdad: que vivía en un perpetuo domingo del que sólo cabía esperar incomodidades y tedio.

Decidió espantar esos pensamientos que le asomaban al abismo colocándose enérgicamente la chaqueta sobre los hombros. Antes de abandonar el piso revisó que todo se encontrara en orden, anudó la bolsa de la basura y salió con ella a la escalera. El edificio que habitaba era rancio, cortés, apacible, como él mismo. Se encontraba en el centro de la ciudad y contaba con un vetusto ascensor con rejas de forja y una docena de inquilinos para los que, igual que le sucedía a él, la edad de los entusiasmos y las esperanzas había quedado muy atrás, en la boca de un túnel. Al menos una vez al año, uno de aquellos vecinos llegaba al final de su recorrido y embocaba otro túnel mayor y más oscuro, aquel que no cuenta con salida. Entonces un piso se ponía en venta o un banco enviaba a un individuo con mucha colonia y pocos escrúpulos con el fin de calcular si la propiedad alcanzaba para saldar una deuda de hospitales y medicinas que se había ala

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