Los gozos y las sombras

Gonzalo Torrente Ballester

Fragmento

La venida de Carlos Deza a Pueblanueva del Conde, si bien se considera, no fue venida, sino regreso. La precedieron anuncios, y aun profecías, especie de bombo y platillos con los que se quiso, como de acuerdo, rodearla de importancia; y hubiera estado bien si las esperanzas levantadas con tanta música no hubieran de ser desbaratadas luego por el propio interesado. Pero la música y la bambolla estuvieron de más. Carlos se fue, o más bien se lo llevaron, cuando era muchacho, y más tarde regresó. El número de los que vuelven nunca es tan grande como el de los que se van, y no puede decirse que todos los que regresan hayan de ser considerados como personajes. Unos traen dinero, automóvil y una leontina; otros, más modestos, un sombrero de paja y un acordeón; los más, una enfermedad de la que mueren, y todos, todos, el acento cambiado y cierta afición a hablar de los que todavía quedan en la emigración, de los que han de volver y de los que ya no volverán, por vergüenza de su mala suerte o porque se han muerto. En cierto modo, todos éstos forman grupo; en la calle, los días de feria, o en el Casino, si son socios; por haber estado lejos y haber visto mundo, se les considera, y por la experiencia que tienen, se les consulta sobre las elecciones, o si conviene poner la fuente nueva aquí o allá, o si verdaderamente importa mantener las líneas de autobuses con La Coruña o pedir al Gobierno que de una vez haga el prometido ferrocarril. Pero Carlos, ni estuvo tan lejos, ni se ha traído automóvil, ni una leontina, ni siquiera un acordeón; y si se le pregunta sobre la fuente nueva, se encoge de hombros y sonríe.

Quedamos en que, más que venida, fue regreso el suyo y que no había para qué ponerse así. Pero si sobraban los anuncios y las profecías, hay que reconocer que no era difícil haberlas hecho. Porque, sin ser de los que van a América, donde hay que pelear con la suerte y con la muerte, otros como él también se fueron, y volvieron. De unos, nadie lo recuerda, apenas: así de don Fernando, padre de Carlos, que llegó a diputado, y un día regresó, se casó y vivió en su pazo, hasta que marchó de nuevo sin que se haya sabido a dónde, ni cómo, ni por qué. Doña Mariana también se había marchado, puesto que regresó, y esto es también historia antigua, pero sabido de todos. Que el padre de Carlos y doña Mariana se hubieran ido y hubieran regresado, nada prejuzga. Pero también se fue y regresó Eugenio Quiroga, y, más tarde, Juanito Aldán; y lo de estos dos ya supone algo. Era fácil decir: también volverá Carlos. Era fácil. Y no había para qué ponerse así.

La primera en sacar las cosas de quicio fue doña Matilde, su madre. Que la pobre lo hiciera no tiene nada de extraño. Le llegaban con cuentos de Cayetano Salgado. Le decían, por ejemplo: «Cayetano hace, o tiene, o puede»; y ella respondía: «Ya verán cuando venga mi hijo». O bien alguien aseguraba que Cayetano era muy guapo; y entonces ella mostraba el retrato de Carlos, que siempre fue feo hasta en fotografía. O se hacían las amilagradas de que Cayetano estuviese en Londres, y ella hablaba de Viena como de ciudad más importante, en la que nadie de Pueblanueva había estado ni había oído hablar; porque decir de los valses que eran de Viena era como decirlo del pan. Quién creyó que Viena era una panadería, y cuando doña Matilde mostraba las tarjetas postales con palacios, iglesias y parques, abría la boca de una cuarta: «¡Ah! ¿Es que el pan viene de ahí?».

La pobre de doña Matilde se pasó varios años hablando de la vuelta de su hijo, casi amenazando con ella, y se murió sin verla, pero segura de que un día había de acontecer. Todas las disposiciones del testamento la daban por segura. Hubiera sido un mal hijo Carlos de quedarse en el extranjero, o de irse a Madrid directamente sin pasar por Pueblanueva. ¡Si hasta el lugar del cementerio donde yació doña Matilde era provisional, porque había dispuesto que su hijo eligiese la huesa definitiva! ¡Bah! ¡Tanto preocuparse por lo que pase después de muerta!...

Lo de que amenazaba con el regreso de Carlos es la pura verdad. No es que las cosas de Pueblanueva marchen tan bien que sean perfectas, pero no están como para amenazas. Es cierto que Cayetano manda, pero alguien ha de mandar. Si a todas las madres se les ocurriese que habían de ser sus hijos los mandones, ¡menudo berenjenal se armaría entre ellas! Doña Matilde había cogido esa perra como pudo coger otra cualquiera: cosas de vieja. Por otra parte, hay razones para explicarlo. El mandón había sido siempre un Churruchao: Deza o Sarmiento, Aldán o Quiroga, y por primera vez alguien mandaba, ajeno al clan. Pero mandaba por conquista, no por herencia; por la fuerza de su dinero, no de bóbilis, bóbilis; mandaba por redaños y nadie se movía. El cisma se armó con los anuncios y profecías, pero fue poco duradero. «Mi hijo va a venir pronto y ya veréis cómo pone en orden las cosas», decía doña Matilde. Y alguien bajaba del pazo con el cuento, pasaba de unos a otros, y la amenaza tuvo eco, y el cisma, partidarios. Nunca faltan amigos de novedades, y revoltosos atosigados, y descontentos silenciosos: para éstos, cualquier ocasión es buena, aunque sea cambiar de amo. Si por un lado les han tundido las costillas, buscan quien se las tunda por el otro, y tan contentos.

Eugenio Quiroga regresó calladamente, ya va para veinte años; quiso pintar a una moza desnuda y le armaron un lío; luego se fue al convento y se metió a fraile: a nadie se le ocurrió pensar que pretendiese echar a los Salgado del mando, y menos del mundo. Y Juanito Aldán volvió tan desacreditado, que cuando empezó a hablar del anarquismo y de todo eso, lo enviaron a paseo. Los dos predican, uno en la iglesia, el otro en la taberna, pero nadie les toma en serio lo que dicen: porque Pueblanueva no será capital de provincia, ni cabeza de partido, pero no faltan en el Casino gentes ilustradas y entendidas: don Lino, el maestro, republicano de siempre, o don Casto, que fue en Buenos Aires presidente de la Sociedad de Hijos de Pueblanueva, y aunque vive en La Coruña, pasa aquí los veranos; y algunos más. Ya sin hablar de Cayetano.

Contando con esto, doña Matilde debió callar la boca. Pero habló, y ése fue su mal. Los que perdían al mus, se hicieron partidarios de Carlos, sólo porque Cayetano ganaba siempre. Los propietarios de tiendas sin clientela se pasaron a Carlos sólo porque el astillero de Cayetano es un negocio de millones. Los que tenían hijas mozas de buen ver cambiaron de chaqueta sólo porque Cayetano se había acostado con ellas o acabaría acostándose. Y así los demás. Nadie sabe qué esperaban, ni por qué. Hubiera sido razonable de un ingeniero o de un ricacho, pero Carlos era médico de locos, y nada más. Un médico de locos es la misma persona, que estudie en Viena o en Santiago de Compostela. Podrá curar a los imbéciles, pero el mangoneo de Pueblanueva es otro cantar, y nada fácil, por cierto. Para mandar en Pueblanueva, hoy por hoy, se necesitan riñones y dinero.

Doña Matilde describía a su hijo a su manera, el auditorio interpretaba a la suya, y la especie, llegada a los corrillos, se transformaba al gusto de cada cual. Ya se sabe lo que pasa con los cuentos. Y como lo que doña Matilde contaba de su hijo, inventado por ella, tocaba en el milagro, se tuvo a Carlos por una especie de curalotodo que así levantaba la paletilla como sacaba los demonios. Esto último no hacía mucha gracia a los curas, porque, desde siempre, los demonios no salen del cuerpo más que yendo en romería a la ermita de San Andrés, conforme se sale de la ría, a la derecha; y si Carlos los expulsaba de los cuerpos sin el concurso del santo, la ermita quedaría sin clientela. De los curas viene el cuento de la brujería de Carlos. El día que don Julián disputó con don Lino, éste se puso de la parte de Carlos y de la ciencia, y el cura le respondió que, fuera de Dios Nuestro Señor y de sus santos, sólo el demonio puede hacer curaciones, y que si Carlos las hacía, el demonio tendría que ver con sus artes. En aquella ocasión don Lino tuvo pocos partidarios. La gente se inclinó por don Julián, y si hasta entonces la reputación de Carlos permanecía en cierto modo vaga, desde entonces se concretó como profesional del meigallo científico. Es posible que algunos esperasen que apareciera vestido con un batón negro bordado de estrellas; un cucurucho en la cabeza, y en la mano la vara de las virtudes. Pero, así o de otro modo, los cismáticos no dudaron que podría desbancar a Cayetano y mandar en Pueblanueva.

El padre Eugenio tuvo también su parte. El padre Eugenio, desde que se ordenó, venía todos los domingos a predicar el Evangelio, si no es durante la Semana Santa, que permanecía en el Monasterio. Se empezó a decir que Carlos llegaría para Navidades. El padre Eugenio, así como un mes antes, comenzó las profecías desde el púlpito, y aunque no se nombró a Carlos para nada, todo el mundo lo entendió desde el principio. «Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y majestad.» La gente se miraba, y don Julián, que medio se había dormido en el presbiterio, levantó la cabeza, asustado. Fue por el tono con que el padre Eugenio lo dijo; que las palabras, según se supo luego, eran del Evangelio. Al domingo siguiente, lo que gritó fue esto otro, comentado después: «Excita, Señor, nuestros corazones, a preparar el camino de tu Unigénito», y todo se le volvía luego hablar de esperanzas y redenciones, como si Carlos, cuando viniese, fuera a repartir las tierras, a curar a los tísicos y hacernos iguales a todos. Andaba la gente revuelta, después de este domingo, y taciturna, y aunque pocos se hablaban, todos, al mirarse, se entendían; más o menos como cuando vino la República, que nadie osaba hablar de ella claramente, pero se comunicaban las esperanzas con escasas palabras; y si esto de Carlos sucedió en los mismos términos, fue, seguramente, por el poco tiempo que la República llevaba, y porque la gente no estaba muy contenta y creía que Carlos iba a traer lo que la República no les había dado: lo cual sucede por culpa de los que prometen sin discreción cosas que luego no podrán cumplir. El tercer domingo, el padre Eugenio habló del Precursor, y empezó a decir cómo era, y todos vimos que estaba retratando a Juanito Aldán, tan largo y seco como el propio padre Eugenio; y al referirse a sus discípulos, era verdaderamente a los pescadores a quienes se refería, porque Aldán hablaba en las tabernas a los pescadores y de la revolución social y de todas esas gaitas. Hasta entonces, el revoltijo no había bajado a las tabernas, pero, aunque los pescadores no van a Misa, no faltó quien les refiriese lo del sermón, y así se alborotaron. Se alegraban, además, de que alguien contase con ellos, aunque fuese el padre Eugenio. Y Aldán les predicó aquel día que el nuevo mundo no podría hacer nada sin el proletariado. Por último, el domingo cuarto, el fraile repitió muchas veces que «el Señor está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan de verdad», y explicó también que en otros tiempos los cristianos saludaban diciendo: «El Señor viene, el Señor llega», y que para los cristianos el Señor estaba siempre llegando de verdad, y que ahora iba a llegar a Pueblanueva y, con Él, su reino y su justicia. Cayetano tuvo que tomar cartas en el asunto. Dijo en el Casino que el padre Eugenio estaba loco, y que si seguía por aquel camino, hablaría a las autoridades. El propio don Lino, que hasta entonces se había mantenido a la expectativa, más que nada por ser Carlos hombre de ciencia, se pasó al bando de Cayetano, porque él no podía estar con los fomentadores de la superchería. Estas palabras fueron de gran efecto en el Casino, ya que don Lino tenía con Cayetano un antiguo resentimiento a causa de su mujer, con la que Cayetano había andado un par de años antes; y la reputación de don Lino ganó mucho al ver los socios del Casino y demás gentes de bien cómo sacrificaban sus rencores a sus convicciones.

Aquella tarde, el maestro ganó al tresillo más de lo corriente, en parte por la suerte, ya que juntó espada-mala-basto dos o tres veces, en parte porque los otros le dejaban jugar siempre y ganar, en atención al sacrificio. Que a los pocos días su hijo mayor, un mangante sin oficio ni beneficio, entrase en las oficinas del astillero con sueldo de meritorio, fue una galantería particular de Cayetano. La verdad es que, si antes no lo había hecho, la culpa fuera de don Lino, porque Cayetano se portó siempre bien con las mujeres, y el astillero está lleno de padres, hermanos y maridos de sus queridas. Don Lino se mosqueó lo suyo cuando lo del lío, y alardeó contra Cayetano, pensando que por tener un sueldo del Estado podría mantenerse independiente; y cuando vino la República, trabajó por ella como si trabajase contra Cayetano; pero éste, desde sus viajes, renegaba del Rey por lo bajo, y poco antes de las elecciones mandó a todos sus obreros que votasen por los republicanos; y él mismo se hizo socialista, con lo cual sacó a los concejales que quiso y dejó a don Lino en el aire. Era una pena el malentendido entre los dos, y todos lo lamentaban, y no faltó quien dijese al maestro —o, al menos, así se cuenta— que la culpa de que Cayetano se hubiese acostado con su mujer sólo la tenía ella. Afortunadamente, la llegada de Carlos, o, mejor, los disparates de fray Eugenio, volvieron a la amistad a estos dos hombres, y entre las personas sensatas hubo un respiro como de alivio, porque hubiera sido un contratiempo que don Lino se convirtiese al cisma. Conviene recordar que por estos días, antes de Nochebuena, hacía muy mal tiempo, y se habían perdido dos barcos con sus tripulaciones: uno, estrellado en los acantilados, y el otro, hundido Dios sabe dónde, sin dejar rastro; y esta circunstancia patética favorecía los disparates, sobre todo entre las clases más afectadas por la desgracia o más temerosas de que se repitiese. Por fortuna, el cuarto domingo de Adviento roló hacia el Nordés, y luego vinieron las nieblas y el orballo, con mejor temperatura y mar llana. Pero el temporal de las almas tardó más tiempo en amainar. Es el caso que todos tenían algo que ganar y nada que perder, andaban por aquellos días alucinados como cuando vienen los misioneros y arman esos pitotes con amenazas de infierno. Como hubo buena pesca, los taberneros vendieron vino en abundancia. Pero en todos esos lugares, los espías de Cayetano tomaron nota de cuanto se decía, y por quién: en el astillero despidieron a diez o doce, por traidores.

Nadie sabrá jamás la parte habida por doña Mariana Sarmiento en el jaleo. Doña Mariana apenas era pariente de Carlos, y, sin embargo, le escribía desde la muerte de doña Matilde, le administraba las tierras y le cobraba los cuatro cuartos que rentaban. Que el padre Eugenio no le habló, está probado. Que ella se dormía durante los sermones del domingo, todo el mundo pudo verlo, y no es nada nuevo, porque se dormía siempre. Tampoco dijo a nadie cuándo llegaba Carlos, pero se pudo colegir de la visita que hizo una tarde al pazo, y del tiempo que pasó en él, recorriéndolo todo, y de las órdenes que dio para que lo limpiasen y adecentasen un poco. Pero aquello no había manera de adecentarlo, aunque vinieran treinta mujeres y fregasen durante quince días seguidos, porque lo que necesitaba, más que treinta mujeres, eran treinta albañiles y carpinteros, y algunos meses de trabajo. Por lo cual, doña Mariana dejó el pazo cerrado y dispuso en su casa habitación para Carlos. Eso sucedía cosa de una semana antes de la llegada. Las noticias venían por Aurora la Rucha, hija de Manuela la Rañesa y de un patrón de pesca llamado el Rucho, que había dejado hijos por un lado y por otro. Manuela cocinaba para doña Mariana y Aurora servía de doncella, y no podía ver a su ama porque la obligaba a vestirse de negro, con cofia y delantal, como en las capitales, sin que pudiera quitárselos cuando salía a la calle, y así todo el mundo conocía que era sirvienta; aunque en este punto nadie dio la razón a la Rucha, porque es natural que todo el mundo manifieste por el traje la condición. Lo que sucedía es que entre Aurora y doña Mariana existían otros resentimientos. Aurora nació en la casa, que doña Mariana se portó bien con Manuela cuando quedó preñada. Pero, a los quince o dieciséis años, la Rucha empezó a verse con los mozos, y a escaparse por las noches, y doña Mariana, que andaba sobre aviso, la metió en cintura con buenas broncas y amenazas de poner en la calle a la madre y a la hija, si seguía en aquellos pasos. Y aquí sí que la gente estuvo de parte de la Rucha, porque ni doña Mariana era quién para meterse en esto y en lo otro, que para eso estaba la madre de la Rucha, ni tenía autoridad moral para hacerlo, por lo de ese hijo que doña Mariana tuvo, de soltera, como todo el mundo sabe. Una mujer no puede reprochar a las demás sus propios pecados.

La Rucha andaba de emisaria entre la casa y la calle. Cómo se preparó la habitación y se eligieron sábanas finas y colchas de damasco; cómo se encargaron vinos a La Coruña, vinos de mesa, embotellados y coñac bueno; cómo la vieja andaba endemoniada porque el piano desafinaba y no había a mano quien lo afinase, ya que ella no se fiaba de Paquito el Relojero, que es quien afina los dos o tres pianos que hay en el pueblo: esto y muchos detalles más los contó la Rucha. Y todo el que tenía dos dedos de frente se preguntaba a qué venían tantos preparativos y tanto amor a Carlos, al que doña Mariana, si le conocía, no debía recordar. Carlos marchó de Pueblanueva hace quince años, para estudiar en la Universidad. Estuvo en Santiago, después en Madrid. Finalmente marchó al extranjero. En este tiempo, doña Matilde fue a verle alguna vez, pero doña Mariana no le vio nunca, ni se sabe que se hayan escrito hasta la muerte de doña Matilde.

Hay un misterio en todo esto, y cuantos llevan la cabeza sobre los hombros se echaron a conjeturar. Porque es notorio que doña Matilde odiaba a doña Mariana, y que en los últimos treinta años se vieron dos o tres veces nada más, y discutieron, y pelearon. ¿Por qué se marchó Carlos y no volvió? Pase que no haya venido desde Viena, que está lejos y el viaje debe de ser caro; pero Santiago está ahí al lado, y Madrid no mucho más allá. Iba su madre a verle, que le costaba igual. Carlos podía haber venido a pasar las vacaciones en su casa y con su madre. Cualquier buen hijo lo hace. Alguna vez hablaron de esto a doña Matilde, y ella se revolvió, diciendo que Carlos no vendría hasta que hubiese terminado la carrera, y que ella no quería que viniese. Pero acabó la carrera, y marchó a Viena sin venir. Algo cambió, sin embargo, porque desde entonces, doña Matilde comenzó sus predicciones y sus amenazas. «Ya verán todos cuando Carlos venga.»

«Cosas de Churruchaos.» Es lo que suele decirse como recurso fácil, como si se dijese: cosas de locos. Pero los Churruchaos no están locos ni lo estuvieron. Doña Matilde fue en todo una mujer razonable, aunque orgullosa; se sacrificó hasta morir para que Carlos tuviera estudios, y si en su mano estuviera, le hubiera dejado una fortuna, y no el pazo y las cuatro tierras desperdigadas que le quedaron. Tampoco doña Mariana está loca. ¡No, ésta no! Pero doña Matilde impidió que su hijo viniese a Pueblanueva, y doña Mariana, que no debe recordar ni la cara que tiene, hace preparativos para recibirlo como si fuera un hijo o un marido. Sábanas de hilo, colcha de damasco, y el piano desafinado. En el Casino daríamos cualquier cosa por estar en el ajo.

¿Usted recuerda a Carlos, don Cayetano?

¡Claro que lo recuerdo! Es de mi edad, meses más, meses menos. Y hemos jugado juntos muchas veces.

Entonces son ustedes amigos.

Amigos, lo que se dice amigos...

Cayetano sonrió y encendió su pitillo.

Mire usted, Carlos y yo, y ese muerto de hambre de Juanito Aldán, jugábamos de niños. Eran unos insoportables presumidos. Muchas veces subíamos a las ruinas del castillo, y entonces, Aldán y Carlos comenzaban a llamar al espíritu del conde don Fernando, el que ajusticiaron en la plaza por mandato de los Reyes Católicos. Hacían como que se les aparecía el conde, se ponían a hablar con él, y a mí no me dejaban escuchar la conversación porque yo era un siervo.

¿Un siervo? ¿Usted un siervo?

¡Un siervo! ¡Don Cayetano un siervo! ¡El más rico, el amo de Pueblanueva!

Cayetano Salgado sabe más que nadie de los Churruchaos. A veces deja escapar un detalle, como sin darse cuenta.

Cuando Carlos Deza marchó a la Universidad, su madre intentó vender las tierras de su marido a don Jaime Salgado, el padre de Cayetano. Doña Mariana se metió por medio e impidió la venta.

Lo cierto es que Cayetano no lo contó nunca así. Hubiera tenido que confesar que su padre obedece a doña Mariana, y esto Cayetano no lo reconocerá jamás.

Doña Matilde no pudo vender sus tierras, y hasta pasados algunos años no volvieron a verse doña Mariana y ella. ¿De dónde sacó doña Matilde el dinero que Carlos necesitaba? Y si se lo dio doña Mariana, ¿por qué lo hizo?

No, no. Carlos no es el hijo de doña Mariana. El hijo de doña Mariana está en América. Carlos es hijo de doña Matilde y de don Fernando Deza: lo hemos visto nacer, y crecer, hasta que acabó el bachillerato y lo enviaron a la Universidad. Paquito el Relojero, que aunque está loco, tiene la mejor memoria del pueblo, quizá por loco, recuerda con precisión de horas todas las fechas exactas: cuándo vino de Madrid y cuándo volvió a marchar doña Mariana, cuándo se casó don Fernando Deza y cuándo doña Matilde parió a Carlos.

Doña Mariana y don Fernando Deza eran amigos, pero don Fernando no fue el amante de doña Mariana. El amante de doña Mariana fue don Jaime Salgado. El hijo de doña Mariana es medio hermano de Cayetano.

Esto lo sabe todo el mundo, y no es levantar calumnias, aunque Paquito el Relojero, razonando sobre fechas, no esté de acuerdo. Sucedió hace muchos años, y el hijo nació con el siglo. Nació en el extranjero, fue criado en Astorga por unos maragatos que le dieron el nombre. Su madre le pagó estudios, le hizo ingeniero, y lo despachó a la Argentina.

Nadie podrá explicar por qué se supo, ni cómo. La gente, entonces, era bastante más tonta que ahora, pero ya empezaban algunos a espabilarse. No había motivos para sospechar. Doña Mariana había vivido siempre en Madrid, y sólo vino a Pueblanueva a la muerte de su padre. Entonces la conoció don Jaime.

Ella se demoró en Pueblanueva cosa de cuatro meses, y regresó a la Corte. Pasó un año. Un día apareció en Pueblanueva y preparó la casa para quedarse. El hijo ya había nacido. No traía con ella criada que estuviera en el secreto y pudiera irse de la lengua, ni ella, naturalmente, lo dijo a nadie. Se sospechó, pero ¿por qué? Quizá alguna mujer. Las mujeres adivinan lo que a los hombres nos pasa inadvertido. Se sospechó. Corrieron las sospechas. Fue un silencioso escándalo. Hasta entonces, los Churruchaos solían tener hijos bastardos de muchachas labriegas, pero ninguna de sus mujeres había dado que hablar. Nadie se atrevía a murmurar de doña Mariana por falta de hábito o quizá por cobardía. Por aquellos años, decir Churruchao todavía era decir algo. Los Churruchaos se venían abajo, no tenían dinero, vendían las tierras, y don Enrique Quiroga bebía en las tabernas. Sin embargo, aunque no fuesen respetables, había la costumbre de respetarlos. Los nativos de Pueblanueva eran todavía un poco siervos. Ya no necesitaban de los Churruchaos para sacar un hijo de quintas, ya daban sus votos a quien les pagase más, ya sabían que un lío con la justicia se arreglaba directamente con la justicia, y no por intermediarios; pero los Churruchaos eran aún los señores. El escándalo de doña Mariana fue un escándalo en voz baja; lo contaban los maridos a sus mujeres en la cama y las mujeres a sus hijas en la cocina y las muchachas a los novios en el portal. Hasta que Peix, el comerciante de paños, catalán, se atrevió a contarlo en voz alta.

Doña Mariana enviaba dinero a Astorga y de Astorga se recibían cartas. Un giro al mes y una carta al mes. Fue difícil convencer al cartero de que descubriese el nombre de los destinatarios de aquellos giros mensuales. Fue necesario prometerle un empleo en el Ayuntamiento, que por fin se le dio. Cuando Peix tuvo el nombre, un viajante, amigo suyo, que trabajaba la plaza de Astorga, se encargó de averiguar detalles y circunstancias. Peix fue durante una semana el hombre más importante de Pueblanueva. Poseía los datos del secreto y no los contaba a nadie.

¡Qué crueldad la suya, o qué talento! Su tienda parecía un jubileo. Vendió más en quince días que había vendido en un año. Se hicieron amigos suyos quienes jamás lo habían deseado. Por congraciarle, se improvisó una Junta general extraordinaria en el Casino y le eligieron secretario. Por adularle, las Hijas de María nombraron tesorera a la señora de Peix. Tenía un lío con el Ayuntamiento por el reparto de las contribuciones, y se le arregló a su gusto. Su vecino, el maragato tendero de ultramarinos, no queriendo desatender la tienda, enviaba por delante a su mujer, para que sonsacase al catalán, y dicen que el catalán puso los cuernos al maragato en la trastienda, pero sin que el adulterio sirviera para que contase nada. «Pero, señores míos, ¿por qué suponen ustedes que sé algo de nuevo? ¡Mi palabra de honor que no sé más que ustedes!» Ya lo llevó Dios, al pobre, y en el otro mundo estará pagando las que hizo en éste, si hay justicia; pero en aquella ocasión Pueblanueva pagó con su pelleja la curiosidad y comprendió tardíamente que Peix era un pájaro de cuidado. «E un bon peixe, este Peix.» El cuento de doña Mariana fue base de la fortuna de los Peix, un capitalito muy seguro que sus hijos se encargan ahora de dilapidar. Porque no podía más, o porque ya había conseguido cuanto le apetecía, por fin Peix reventó. Se supo que un matrimonio de Astorga criaba un niño al que había dado nombre, y que a ese matrimonio iban los cuartos mensuales de doña Mariana. Faltaba sólo averiguar quién era el padre.

Se descartó en seguida a don Fernando Deza. Se había casado ya, y esperaba a Carlos, cuando nació el hijo de doña Mariana. Y antes de que ésta regresase a Pueblanueva, don Fernando se fue y no volvió. No es que fuera imposible que en el matrimonio y en la desaparición de don Fernando hubiera tenido que ver doña Mariana, pero que hubieran sido amantes no lo creía nadie. Era muy brava ella, y muy apocado él. Podía ser, pero nadie lo creía. Nadie —además— deseaba creerlo. El escándalo no habría sido lo bastante morrocotudo. Un lío entre Churruchaos se quedaba entre ellos, comido con su pan.

Don Jaime Salgado la visitaba con frecuencia. Se habían hecho amigos a la muerte de don Pedro Sarmiento, cuando doña Mariana vino a hacerse cargo de la herencia. Los Salgado ya tenían su astillero montado, que era un buen negocio. Don Jaime frecuentaba la casa de doña Mariana. Don Jaime estaba ya casado y era padre de Cayetano. Frecuentaba la casa. Fue entonces cuando entró Manuela de cocinera: aún no había tenido la hija del Rucho. Manuela contaba, como era su obligación, lo que veía. Don Jaime llegaba a la casa, merendaba con doña Mariana, hablaban mucho. ¿Nada más? Manuela, por la salvación de su alma, juraba que nada más.

En casa de don Jaime había mucho disgusto. No es que a doña Angustias le faltase nada, pero su marido no había vuelto a dormir con ella desde el nacimiento de Cayetano. Doña Angustias, que había sido bonita, engordaba, se pasaba las tardes en la iglesia, y andaba siempre triste. Los domingos iba a la misa de nueve, y don Jaime a la de once: a la salida, acompañaba a doña Mariana, haciéndole homenaje. Y si se encontraban, cualquier tarde o mañana, por la playa o por el muelle, a donde ella iba a pasear, la acompañaba también, siempre respetuoso y amable, más respetuoso y más amable de lo que fuera menester. Las criadas de doña Angustias contaban de las disputas. Una vez, doña Angustias, fuera de sí, gritó a su marido: «¡Me tienes abandonada por esa zorra!». Y don Jaime le pegó. Las criadas dicen que le pegó. No lo vieron, pero oyeron llorar a su señora. La oyeron llorar y la sintieron encerrarse en su cuarto con Cayetano, que también lloraba. «¡Me tienes abandonada por esa zorra!»

Era el dato que faltaba. En el Casino, en las tiendas, en los hogares, la gente respiró. Ni entonces ni después se pudo comprobar, por detalles fidedignos, que don Jaime fuese amante de doña Mariana, que fuese el padre de su hijo; pero seguridad moral, ésa la tenía todo el mundo. Seguridad y alegría. Hubiera sido un Churruchao o un sujeto foráneo y desconocido, y las cosas habrían variado. Pero don Jaime Salgado nos pertenecía. Todavía su abuelo había andado a la mar, y de su padre le venía el origen de la fortuna, por unos pocos cuartos traídos de Cuba. Y aun ahora, enriquecido, trataba a la gente con mucho comedimiento, y procuraba no ofender a nadie con la riqueza, lo que se ve pocas veces en los que medran.

Que don Jaime Salgado se acostase con doña Mariana valía tanto como si se acostasen todos los hombres honrados de Pueblanueva. Que hubiera tenido un hijo de ella, valía como si todos lo hubiéramos tenido. La justicia de este mundo llega tarde, pero llega. Durante cientos de años, los Churruchaos hicieron hijos a quienes les pareció. Durante diez o doce, cada vez que don Jaime hacía su visita, pensábamos: se va a acostar con ella. ¡Cuántas tardes, en el corrillo del Casino, nos echábamos a imaginar: ahora don Jaime hará esto, hará lo otro! Y era como si nosotros mismos anduviésemos en ello. Pero el bien de Dios dura poco, y ahora, de todo aquello nos quedan los recuerdos.

La historia de doña Mariana se sigue contando. Es como esas piezas de música que aparecen en todos los programas: como La Cumparsita. Todo el mundo debe saberla. Doña Mariana continúa paseándose, tan tiesa, todos los atardeceres de bonanza, con sus perros, y la Rucha detrás; se pasea como si fuese la señora, y lo es en apariencia. La saludamos: «Buenas tardes, señora», y aún hay quien dice: «Buenas tardes nos dé Dios». Pero todos lo decimos con una sonrisa debajo de los labios, como si quisiéramos llamarle ¡zorra!, y el insulto nos quedase en la sonrisa.

Capítulo I

I

El tren que traía a Carlos Deza de Alemania le dejó en la estación del Este, a las nueve de la mañana. Se informó. La salida más cómoda para España era a la misma hora, desde Austerlitz. Tenía por delante un día entero casi vacante, porque la visita a don Gonzalo Sarmiento le consumiría poco rato. Dejó consignado el equipaje, y con un maletín en la mano se metió en la ciudad. Calculó la distancia hasta un café donde otras veces acostumbraba a desayunar, y, por gastar el tiempo, marchó a pie. Mientras desayunaba pidió un periódico, y se enteró de lo que acontecía en Francia, en el mundo y también en España. Nada era nuevo. Pasó después por un hotel conocido, cerca de la Sorbona, y le dieron cama para una noche.

—Iré hacia las once.

Le quedaba tiempo. Entró en una librería, revolvió un poco, y compró dos libros profesionales. Le atrajo también un volumen de poesía, de faja muy llamativa, pero no se atrevió a hojearlo. Pensó, sin embargo, que no estaba muy informado de la poesía francesa en los últimos dos años, pero también era cierto que desconocía lo que la ciencia francesa había dicho durante el mismo tiempo. Por imperativo moral adquirió un tercer libro, sobre localizaciones cerebrales, y salió. En el metro empezó a leer. Era ciencia alemana explicada en francés; casi todas las cosas estaban más claras que en alemán. Pensó que si hubiera estudiado con aquellos textos, ahora sería un buen psicoanalista.

Sarmiento vivía en Montmartre. Tenía apuntada la dirección en alguna parte. «¿Si la habré perdido?» Buscó en los bolsillos, y se olvidó de la ciencia alemana y de la claridad francesa. ¿Cómo es que don Gonzalo Sarmiento vivía en Montmartre? En Montmartre ya no vivía nadie. Preguntó a un guardia dónde estaba la calle; el guardia señaló hacia arriba. Cerca de la Basílica, al lado de la plaza. «Junto a la casa del pintor Utrillo», añadió el guardia. Carlos comenzó la ascensión, sin prisa, consultando el reloj. Quería llegar a las once. Quizá no fuese buena hora, pero, en cualquier caso, alguien le diría cuándo estaba en casa don Gonzalo. Tenía que ser conocido. Vivía en París desde principios de siglo. A principios de siglo, todavía los artistas vivían en Montmartre. Fue don Gonzalo, seguramente, de los que no emigraron.

«Te pido que si pasas por París vayas a ver a mi primo Gonzalo. No será una visita agradable, porque Gonzalo es una calamidad, tiene que estar muy viejo y nunca fue inteligente. Gonzalo me importa un bledo, pero quiero que me traigas una impresión personal de su hija. Creo que está en un colegio, a pesar de sus veinte años, pero, si es posible, me gustaría que la vieses y hablases.» Esto decía la carta de doña Mariana.

Dio con la casa, colgada sobre la vertiente, cara a París. Era un bonito lugar, y, desde allí, se veía la ciudad, borrosa en medio de la niebla rojiza. Antes de llamar, estuvo un rato contemplando. Quizá tuviese explicación que todo el mundo hubiera emigrado a Montparnasse. Desde aquellas alturas, el aire imponía un modo de pintar.

—Bueno. ¿Y a mí qué me importa todo esto?

Sin embargo, permaneció todavía unos minutos cara a París; y como fuese temprano, se entró en la plaza. Estaba llena de americanos curiosos, sentados en las terrazas del centro. Un viejo barbudo tocaba en un violín el vals de La viuda alegre. Carlos sonrió. Años antes, la primera vez que había estado allí, le explicaron que aquel violinista viejo, que mendigaba de mesa en mesa sobre notas de vals vienés, no era más que un mendigo aparente: «Forma parte de la decoración. La Comuna libre de Montmartre le paga un sueldo, le da un piso y le deja ejercer la mendicidad mientras conserve su figura. Si perdiera la barba, sería despedido». Montmartre pagaba sus tipos raros y conservaba su singularidad revolucionaria y romántica. Los americanos seguían viniendo en grandes autocares, y se conmovían con los falsos bohemios, las falsas prostitutas y los falsos mendigos. «En el fondo es admirable», pensó Carlos. Y buscó, otra vez, la casa de don Gonzalo Sarmiento.

Se llegaba a la puerta por unas escaleritas exteriores y un patinillo. La casa, pequeña y vieja, pintoresca, demasiado pintoresca, como cultivada en su pintoresquismo. De la puerta colgaba una anilla de hierro. Tiró, y en algún lugar remoto sonó una campanilla. Por la ventana de la portería, encima de la puerta, un poco más arriba de su cabeza, asomó una mujer morena, de pómulos anchos. Carlos dio el nombre de don Gonzalo Sarmiento.

—Segunda puerta, a la izquierda.

La escalerilla de piedra continuaba más allá de la entrada, ascendía oscura, y, allá arriba, se clareaba misteriosamente.

—Segunda puerta, a la izquierda.

«¿Qué clase de tipo será?» Las gentes que se había tropezado por la calle tiraban a menestrales. Gonzalo podía ser un artista fracasado, fiel a su tiempo. ¡Vaya usted a saber! Alguna gente quedó en Montmartre y él había oído hablar de alguien, pintor, de Pueblanueva, que había estado en París. Pero no le sonaba que fuese un Sarmiento.

La segunda puerta, a la izquierda, no tenía aldaba. Golpeó con los nudillos, y pasado el tiempo hubo de golpear de nuevo. Por los resquicios salía un olor fuerte de verduras cocidas. Olor a col, a lombarda. Alguien se movía dentro. Una voz dijo, en francés: «Pase, si gusta».

Pasó. Un pasillito y una gran habitación iluminada. Al cabo del pasillo, contra la luz, había un hombre con un mandil de cocina atado a la cintura y recogido por una punta. No preguntó nada. Miró y dijo, simplemente, alegremente: «¡Oh!», y se hizo a un lado.

Carlos, sin embargo, permaneció junto a la puerta.

—Busco a don Gonzalo Sarmiento —dijo en español.

—¡Claro, claro! Yo soy Sarmiento. ¡Pase, pase, por favor! ¡Pase!

Un temblor de voz, como trasluciendo sorpresa y satisfacción. Carlos entró en la habitación iluminada. No tan grande como parecía desde el pasillo, pero grande, con dos ventanas sobre la niebla de París.

Gonzalo Sarmiento se había arrimado a un lado, le tendía una mano y sonreía.

—No me diga usted quién es. Usted es Quiroga, el hermano de Eugenio, o su primo, quizá. Pero Quiroga.

Carlos le estrechó la mano y movió la cabeza.

—No. No soy Quiroga. Soy Deza, Carlos Deza.

Sarmiento dejó de sonreír.

—Pero ¿es usted de Pueblanueva?

—Eso sí.

—Tenía que ser.

Le empujó hacia un sillón tapizado de terciopelo verde, muy deslucido.

—Me pareció usted un Quiroga. ¿No le conoce? Tiene que conocerle. Él está en Pueblanueva.

—Lo siento, pero no le conozco ni sé quién es. Falto de Pueblanueva hace más de quince años.

—Entonces, ¿cómo viene usted a verme? Si no le manda Eugenio, ¿quién le envía?

Carlos explicó por qué venía, y quién le mandaba. Evidentemente, a Sarmiento el nombre de su prima le alegraba menos que el de Eugenio Quiroga.

—Sí, sí, Mariana. No puedo preguntarle cómo está, porque usted no viene de Pueblanueva. Además, hubo carta de ella hace pocos días. Todos los meses escribe, y yo le mando las cartas a mi hija.

Empezó a explicar que Germaine estaba en un colegio de monjas en Normandía; un buen colegio, pero algo más barato que los de París. Sin embargo, no quedaba muy lejos. Él iba todas las semanas y pasaba las tardes del domingo con su hija.

Carlos no prestaba mucha atención a sus palabras. Si Germaine no estaba, había desaparecido el interés de la visita. Examinó la habitación. Muebles gastados; la mesa, con tapete de crochet; en las paredes, retratos de divos, recortados de revistas y con marcos de fabricación casera. Caruso, Anselmi, Titta Ruffo y Conchita Supervía, vestidos a la moda de años atrás; recortes de revistas antiguas, bastante polvorientos, deslucidos los passe-partout. Como centrando los cuadros de un testero, había un retrato al óleo: no podía verlo bien desde su asiento. Y también un cromo antiguo del Sagrado Corazón y otra estampa religiosa, muy moderna. Por una de las puertas, entornada, venía el olor a lombarda.

Sarmiento se había sentado sin quitarse el mandil. Seguía hablando de su hija, del colegio: Germaine permanecería en él hasta cumplir veintiún años. Carlos le examinó distraídamente, pero también profesionalmente. El examen no fue muy favorable.

De repente, Gonzalo dejó de hablar de su hija y del colegio.

—¿Sabe usted que me dio una gran alegría al verle? Eugenio Quiroga fue nuestro amigo. Le queríamos mucho y él fue siempre muy bueno con nosotros. Pensé que sería su hermano, porque hijo no puede ser. Eugenio marchó hace veinte años y estaba soltero. Era un buen pintor.

Se levantó, como quien va a hacer algo, pero se sentó en seguida.

—Usted también es un Churruchao, ¿verdad?

Carlos asintió sin gran convencimiento.

—Le hubiera reconocido en cualquier parte, como reconocí a Quiroga hace veinticinco años. ¡Gran cosa, pertenecer a nuestra familia!

Su voz sonaba a falso. Decía aquello como si pretendiese halagar a Carlos, asegurando algo de lo que Carlos debía estar previamente convencido.

—Una gran familia. Ya no somos parientes, pero nos reconocemos. Hace veinticinco años Eugenio era como usted, así de alto, así de rubio y pecoso, con ese cabello de zanahoria.

Rió.

—Yo también era así, y en París me tomaban por escocés. Y un día, en un café, encontré a Eugenio. Nos miramos. Yo le dije: «¿Usted es un Churruchao?». Y él se echó a reír. «¡Pues claro, hombre, que lo soy!» Desde entonces fuimos amigos. Asistió a mi boda como testigo y pintó un retrato de mi mujer.

Hizo una pausa, mirando a Carlos.

—¿Quiere usted verlo?

Corrió a la pared y trajo el óleo. Carlos lo tomó de sus manos y se torció un poco para que la luz iluminase la pintura. Buena mano, estilo dubitante. Un impresionismo que quiere dejar de serlo, pero que no sabe lo que ser.

—No pudo haberme hecho mejor regalo de boda. Suzanne murió pronto, y no tenemos otro retrato suyo.

Recogió el cuadro, le quitó el polvo con el revés del mandil y lo colgó de nuevo.

—Eugenio era un buen pintor. Me extraña no haber sabido de él. Se marchó empezada la guerra, me prometió volver, pero ni escribió siquiera. ¿No se habrá muerto?

Carlos dijo que, en su niñez, recordaba haber oído hablar de alguien que era pintor y que había venido a París. Sí. Probablemente al empezar la guerra.

Gonzalo siguió hablando, de Eugenio, de los Churruchaos, de su mujer y de cosas pasadas. De vez en cuando consultaba el reloj. Y Carlos, por hacer algo, le examinaba el rostro, las manos, la figura. Primero, con criterio biológico; más tarde, psicológico, y aun moral y social. Era un hombre prematuramente senil y no había sido nunca fuerte; tampoco lo era su carácter. Parecía miedoso, inseguro. Sus rasgos eran delicados, distinguidos. Tenía raza. Valía más lo que significaba que lo que era.

—¿Y su hija? Doña Mariana me encargó que la visitara en el colegio. ¿Puedo hacerlo?

Don Gonzalo retrocedió en el asiento, como si aquellas palabras le hubieran asustado.

—¡No, no es posible! Está en Normandía. Tendría usted que retrasar mucho el regreso. Claro que Germaine se alegraría de conocerle, pero la visita no sería fácil. El reglamento del colegio es muy estricto, y sólo a los padres, o a alguien acompañado de los padres, se les permiten las visitas, y yo no podría acompañarle hasta el sábado.

Se levantó otra vez y fue a un escritorio. Volvió con una fotografía en la mano.

—Pensaba enviar a Mariana este retrato. ¿Quiere llevárselo usted?

¡Qué modo extraño de mirar, tan temeroso! Como si un no de Carlos pudiera provocar una catástrofe.

—Claro que lo llevaré. Con mucho gusto.

—Es reciente. Se lo hizo en el colegio hace un par de semanas. Véalo usted. Es Germaine.

No había duda. También alta, asténica, un poco huesuda. Se adivinaba el rojo de los cabellos. Tendría veinte años, vestía pantalones de montar, y llevaba en la mano una fusta. Pero el retrato estaba hecho en París, 24, rue de la Sorbonne, por F. Millet. Gonzalo no lo había advertido.

—Mariana se cuida mucho de nosotros, de mi hija. Le paga los estudios, y quiere, naturalmente, que vayamos a vivir con ella. Iremos, claro. Ya no duraré mucho.

Miró otra vez el reloj, disimuladamente, y se le alteró la mirada.

—Tengo que salir. ¿Quiere usted que lo hagamos juntos? Espéreme un momento. Dar una vuelta por la cocina, y cambiarme.

Mientras esperaba, Carlos paseó por la habitación y curioseó. Allí vivían dos personas. Había huellas de dos vidas muy distintas. Se acercó al piano y recorrió las teclas. En el portamúsica, piezas para cantar con acompañamiento de piano, piezas de estudiante. Se sentó, abrió una de ellas, y la tarareó, con muy mala voz, acompañándose. Entró Gonzalo, ya vestido, el abrigo al brazo, y un capacho en la mano.

—¿Toca usted el piano? Es natural. Nosotros tenemos sensibilidad. Eugenio era pintor, y yo quise ser escritor. Es natural que sea usted músico.

Había dicho nosotros con énfasis falso, y, sin embargo, satisfecho.

—No soy músico. Soy médico.

—¡Ah! Pero toca usted muy bien.

—Me gusta.

Gonzalo señaló las piezas para piano y canto.

—Pertenecieron a mi mujer. Era soprano, ¿sabe?, o más bien lo hubiera sido, pero enfermó de la garganta...

Hizo un gesto como diciendo: «y se acabó». Carlos no pudo saber si se refería a la voz de Suzanne o a la entrevista. Salieron juntos. Al cabo de la escalera, Gonzalo gritó en francés, mirando al ventanillo de la portera:

—¡Volveré en seguida, madame!

Había empezado a llover.

—¿Se marchará usted pronto?

—Mañana.

—¡Ah! En ese caso, no me atrevo a rogarle que vuelva por aquí. Tendrá que hacer en París.

—¡Oh, sí! Tengo algo que hacer.

—Le ruego que me escriba. Si otra vez vuelve a París no deje de verme. Traeré a Germaine unos días, para que usted la conozca.

—No será fácil que vuelva.

Gonzalo iba de compras. Se despidieron pronto. Recuerdos a Mariana, y todo eso; Germaine queda muy bien, y está muy bonita. Es una chica muy distinguida. Le gustará a Mariana.

Carlos le vio bajar por una calleja y vio también que, cuando se había alejado, se encasquetó el sombrero y se puso el abrigo. ¡Un hongo gris y un macferlán de varias esclavinas, un macferlán auténtico, de tela a cuadros! No pudo reprimir la sonrisa, ni casi las ganas de seguirle y comprobar, de cerca, la realidad de su disfraz. Iba a hacerlo, siguiendo un impulso cruel. Pero, en la plaza, el violín seguía tocando el vals para los norteamericanos, y el vals le trajo una luz, como una revelación: don Gonzalo Sarmiento era también un tipo curioso de Montmartre; recibía probablemente de la Comuna libre un sueldo y la autorización de habitar en aquel piso extrañamente luminoso, colgado sobre París. A cambio, había de salir a la calle disfrazado con hongo y macferlán. ¿Por qué lo hacía? ¿Por qué había mentido tanto, y qué ocultaba? ¿Tenía acaso una amante joven, para la que guisaba, por la que hacía el payaso por las calles, y no quería ser descubierto? Y si no era esto, ¿qué era? Sintió por don Gonzalo una ternura triste.

Echó a andar, cuesta abajo, metido en sí, recordando las palabras de Sarmiento, el color de su casa, los cromos, las piezas para piano y canto, el olor a lombarda, el temor, las mentiras, el disfraz, como intentando dar a todo sentido y coherencia. No se dio cuenta de que, al final de la cuesta, se cruzaba con él una muchacha pelirroja, cuya figura larga y delgada podía muy bien pertenecer a una Churruchao. Llevaba, bajo el brazo, un cartapacio grande.

Comió tarde ya, en un restaurante de los muelles, en la Rive gauche, y después fue caminando, por el Pont Neuf, hacia el Palais Royal. Se había olvidado de Gonzalo, de sus mentiras, y de Germaine, pero algo sucedido en la casita de Montmartre se lo recordaba, aunque abstraído de la ocasión y de la persona que lo había provocado. Había llegado a ciertas conclusiones coherentes con su profesión, pero había ido más allá: «Sus rasgos eran delicados, distinguidos. Tenía raza. Valía más lo que significaba que lo que era».

Si escribiera a Zarah Krämer: «Hoy he conocido a una especie de medio pariente mío», y luego, por toda descripción, le hablase de la distinción de sus rasgos, Zarah se reiría y le contestaría en seguida: «Querido Carlos. ¿Es que estás traicionándonos, o bien empiezas a traicionarte?». Y añadiría a continuación que la ortodoxia exigía conclusiones biológicas, psicológicas y sociales, por este orden, pero nada más. «Tú no eres un artista ni un hombre de mundo, sino un psicólogo que ha intentado pasar de la escuela de Freud a la de Jung.»

Zarah también significaba algo. Significaba la rebelión contra la Escuela de Viena y la invitación a emigrar a Alemania. Era húngara, ocultaba su condición judía, y proclamaba la esperanza en la redención de los hombres por medio de la ciencia tudesca. Se había presentado en su cuarto, un día, vestida ya de viaje, y con el maletín en la mano. «No aguanto más. Me marcho.» Pero se sentó en el borde de la cama y empezó a hablar. La noche anterior había cenado con unos compañeros que celebraban el fin de los estudios. Dos de ellos, serbios, habían expuesto sus proyectos profesionales. «Reconoce, Carlos, que esos dos tipos no pasan de investigadores de cloacas. Yo no estoy dispuesta a convertirme en eso. Me voy a Alemania.»

Se fue. Supo de ella pocos días después. «En el sanatorio donde trabajo hay lugar para ti. Ésta es otra vida, Carlos. Mucho más seria y limpia que la de Viena. Ya sé que tú no serás nunca lo que los serbios, pero Viena es peligrosa. Te dejas llevar demasiado por la sensibilidad, y tu formación profesional exige que sacrifiques la música, la poesía, y todas esas aficiones tuyas. Aquí se trabaja con rigor y método, ascéticamente. ¿Por qué no vienes? Además, te necesito.»

Tenía que escribirle a Zarah. Le había prometido hacerlo desde París, además de telegrafiarle. «Querida Zarah: Estoy en París, hace sólo unas horas, y las que todavía me quedan me sobran enteramente.» Así podía empezar la carta, y sería verídica. Se metió en un café, pidió coñac, y se puso a escribir la carta a Zarah.

«Querida Zarah: Estoy en París hace sólo unas horas, y las que todavía me quedan de estar aquí las pasaré aburrido. La verdad es que todo me recuerda nuestro último viaje.»

Y ¿por qué empezar así, si era mentira? No la había recordado en todo el día. Quizá un deseo inconsciente ejercía la censura sobre el recuerdo. Porque debiera haberla recordado.

«Bueno. Si he de serte sincero, no te he recordado hasta ahora mismo. Esta mañana, adquirí en una librería algo sobre Localizaciones cerebrales, que debería interesarte; no pensé en ti, al comprarlo. Te lo enviaré, porque a mí no me importa gran cosa, y a ti te servirá: pero conviene que sepas que no lo compré para ti. Y ahora me pregunto: ¿Por qué no te he recordado?

»Mira: realmente estuviste presente en mi recuerdo desde que nos despedimos en la estación de Postdam hasta que me quedé dormido. Quizá entonces el tren hubiera pasado ya de Leipzig. Cuando me desperté, empezó a obsesionarme un recuerdo infantil, que te brindo para que lo analices, a ver si me descubres un complejo: Mi casa es vieja y tiene torre; hace muchos años, la puerta de la torre estaba cerrada con llave y cerrojos, pero, al cumplir yo los diez años, mi madre la mandó tapiar. ¿Por qué? Supongo que no será la habitación de Barba Azul lo que así se ocultó a mi curiosidad. Pero, desde que desperté en el tren, deseo echar abajo el tabique y conocer la habitación de la torre. Y ahora que lo pienso, es tal deseo lo que mueve mis actos desde hace un par de meses. He intentado engañarme a mí mismo convenciéndome de que regreso a España para cuidar de mis intereses, abandonados desde la muerte de mi madre; o para hacerme catedrático de alguna universidad; o para montar una casa de locos. Pero no son más que pretextos. En realidad, me atrae la puerta tapiada. No puedo remediarlo. Me atrae desde que, hace algún tiempo, la recordé, no sé en qué ocasión ni por qué. ¿Qué opinas de esto?

»Debes sentirte defraudada. No puedo evitarlo. Han bastado unas horas de separación y unos kilómetros de distancia para que todos los proyectos comunes hayan dejado de interesarme. Pero ahora me pregunto: ¿cómo pudieron haberme interesado nunca? Recuérdalos bien: Nos iremos al Brasil y allí montaremos un sanatorio. Viviremos mientras nuestros cuerpos sean capaces de placer. Después, nos suicidaremos.

»¿Es posible que tú, tan perspicaz, no hayas averiguado lo poco que me importa el placer? Casi tan poco como esa ciencia que no conseguí aprender en años tan largos. ¿Te sorprende esto? También a mí, pero acabo de descubrirlo. Hasta ahora, dos mujeres me han llevado por caminos que no eran míos. Primero, mi madre: por complacerla me hice médico. Después, tú: fui tu amante no sé por qué.

»Ahora pienso que algo de esto lo sospechabas. De ahí tu insistencia en retenerme, incluso en comprometerme. Si hubiera aceptado el puesto que me ofrecían en el hospital —y que buscaste para mí—, me esperarían unos cuantos años en Alemania, repartidos entre la investigación, la clínica y tu cama. ¿Cuál de estas tres cosas me importa menos?

»¡Cómo he perdido el tiempo, y qué vacío me encuentro! Tengo treinta y cuatro años y estoy como un muchacho a quien aconsejan que tome una decisión, salvo que a mí nadie me aconseja y que yo no puedo decidirme porque no tengo en qué elegir. Llevo algunas horas, pocas, entregado a los impulsos espontáneos. Te avergonzaría saber que no he elaborado un solo proyecto, que no sé qué voy a hacer dentro de unos minutos, cuando me canse de escribir. Esta carta tampoco estaba prevista, y menos sus palabras. Es probable que no te la envíe.

»Lo que parece una decisión, no lo es. O lo es negativamente. O lo es sin elección. Pienso que se elige cuando varias cosas atraen en mayor o menor medida, y se toma una de ellas, renunciando a las demás. Pero yo, al decidirme a no volver, no he puesto nada de mi parte. No fue un acto voluntario. Fue como si tú, y todo lo que significas, estuvierais sobre mí como una costra y os hubierais desprendido. No creas que por eso me considero más ligero. No. Estoy lo mismo, sólo que sin ti.

»Lo bueno del caso es que el mundo hacia el que voy tampoco parece importarme mucho. Esta mañana estuve con un viejo chiflado y mentiroso, que, en cierto modo, es medio pariente mío, y me habló de cosas de allá. ¿Es eso de lo que él me habló lo que voy a encontrarme? Me interesa saber lo que hay detrás de la puerta tapiada, me interesa como a un niño. En realidad, es el interés de niño el que ahora surge, tal como entonces era, sin ninguna modificación. Y pienso si habrá dentro de mí muchas cosas como ésa, enterradas y puras. Pienso también si volverán a salir y qué haré con ellas. Lo correcto hubiera sido que hubiesen madurado conmigo, y tuviesen mi edad y mi color, pero los años no las han cambiado. Están aquí, intactas, y me dan algún miedo.

»Empieza a parecerme que lo de la puerta no es más que un símbolo, y que lo que verdaderamente me atrae es la libertad. No fui libre nunca desde que abandoné mi pueblo. Hace de eso, si cuento bien, diecisiete años. Mi madre no me dejó volver jamás. Me escribía todas las semanas y, durante las vacaciones, me visitaba. Cada carta suya era un decálogo, y yo la obedecía; así hasta que murió. Pero, cuando ella murió, ya habías aparecido tú. ¡Qué extraña coincidencia de fondo entre mi madre y tú! Las dos queríais hacer algo de mí, y yo jamás logré interesarme por lo que de mí queríais. Ignoro todavía cuál era el propósito de mi madre, y jamás he logrado saber cuáles son tus verdaderos propósitos. A ella, como a ti, debía serviros para algo que no era mi carrera, o más bien mi carrera debía de serviros para algo que no he sabido nunca. Es el caso que tú ordenaste mi vida como antes la había ordenado mi madre. Tus decálogos eran aún más duros y exclusivos.

»Por esto sospecho que lo que verdaderamente me aleja de ti es la necesidad de ser libre. Si lo quieres, animalmente libre. La puerta cerrada ponía un límite a mi libertad que, entonces, existía de veras. ¿Será por eso por lo que quiero abrirla? Quizá oculte una habitación vacía, y quizá la libertad sea también como una habitación vacía.

»Pero, en cualquier caso, necesito experimentar la libertad. Si andaba su apetito por debajo de mi conciencia, ahora lo reconozco y lo acepto. No tengo la menor idea de lo que me pueda pasar, pero voy a ver qué pasa.

»Sé que te reirás. Tú no crees en la libertad, ni la amas: para ti no es más que una palabra que designa una ilusión científicamente destruida. Si no estás irritada, quizá intentes analizar lo que es mi deseo a la luz de la ciencia, y probablemente encontrarás una palabra más precisa con que designarlo. Bueno. Yo sigo llamándole apetito de libertad. Mi ciencia es la tuya, y sé que si pensase un poco llegaría a encontrar la misma palabra, pero renuncio. De momento, no me creo interesante como tema de investigación.

»Ya ves a lo que ha llegado esta carta empezada con los mejores deseos. No pensaba escribírtela todavía, ni en estos términos, sino engañarte, no en una, en varias cartas. Primero te diría que te echaba de menos; luego, que las cosas me retenían en España. Confiaba en que, mientras tanto, hallarías a alguien dispuesto a colaborar contigo durante algunos años y a suicidarse contigo cuando todo se hubiese terminado. Esa persona la hallarás de igual manera. Me permito recordarte al doctor Motcha. Es judío como tú, estaba enamorado de ti y quedó muy triste, en Viena, cuando marchaste. Él no se atreve a ir a Berlín ni a desertar de la ortodoxia freudiana, pero, en cambio, le creo dispuesto a emigrar a Brasil. También tú tendrás que emigrar: no te valdrán de nada tu admiración por los prusianos, y tu tremendo complejo de inferioridad ante ellos, tu deseo de pasar por prusiana; te cortarán la cabeza o te echarán de Alemania a causa de tu nombre, de tus orejas y de tus talones; lo sabes perfectamente. Al doctor Motcha le sucederá algo parecido si los nazis entran algún día en Viena. Huirá. Sabe mucho de psiquiatría; ganará dinero. Y, sexualmente, es mucho más apto que yo para hacerte compañía. ¿Por qué no le escribes?

»Me estoy cansando, Zarah. Podría decirte muchas cosas más, pero no tengo gana. Adiós.»

Metió la carta en el bolsillo, pagó el coñac y salió a la calle. Había comenzado a llover y caminó un rato bajo los soportales de la calle de Rivoli. Finalmente, se encaminó a su hotel: pasaba el Puente Nuevo cuando, con una gran risotada, recordó que había escrito a Zarah en español. Rompió la carta en pedazos, y los arrojó al río. «Le enviaré el libro sobre Localizaciones cerebrales

Capítulo II

II

Era día feriado. La baca del coche comenzó a poblarse de aldeanas con cestas de hortalizas y sacos con crías de cerdos, y una hubo que intentó meter en el coche una ternera lechal. Dentro y fuera armaban una feroz algarabía en lengua vernácula, aumentada por los gruñidos de los animalejos. Peleaban entre sí, peleaban con el cobrador, pelearían con la luna si les llevase la contraria. Carlos, encaramado en el más alto y desamparado de los bancos, reía a cada incidente. A su derecha, una vieja, con cara de raíz de árbol, no había dejado de chillar desde su llegada; a la izquierda, una mujer joven, envuelta en un grueso mantón, no había abierto la boca en todo el camino, aunque la vieja se dirigía a ella exclusivamente. Pero, cuando comenzó a llover, la joven ofreció a Carlos un cobijo bajo el mantón. Y sólo entonces habló:

—El señor va a mojarse.

Y como Carlos declinase el ofrecimiento, la vieja de la derecha intervino:

—Dale el mantón, mujer. ¡Pues no faltaba más!

Prefirió compartirlo a dejarla a la intemperie. El mantón, cubriéndoles las cabezas, les dejó aislados del exterior. El griterío quedaba fuera, como lejos, y con el rumor de la lluvia se alejaba cada vez más, hasta quedar todo en silencio. La moza era rubia; dos trenzas le caían apretadas sobre los pechos.

—El señor es don Carlos Deza, ¿verdad? —preguntó la muchacha después de un rato.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—El señor no tiene por qué tratarme de usted. Soy Rosario; la hija del Galán, un casero del señor. Soy como la criada del señor.

—¿Quiere decir que vive usted en mi casa?

—No. Mi padre lleva arrendadas unas tierras del señor, y una casita. Las lleva desde hace muchos años. Ya en vida de mi abuelo. La que va a su lado es mi madre.

No había sido caridad el ofrecimiento del mantón, sino pleito homenaje. Estuvo tentado de desembarazarse de él y mojarse: no entendía bien aquellas cosas.

Rosario no le había mirado de frente. Hablaba sin volver la cabeza, en un castellano forzado, de acento muy abierto. Carlos se fijó en ella, estudió su perfil. Podía ser una aldeana francesa, ancha de pómulos, rubia, colorada. Las ropas eran de buena calidad y corte ciudadano: sólo el mantón y el pañuelo atado a la cabeza denunciaban a la campesina. Sobre el escote bailaba una medalla de oro, grande. Las manos, también grandes, no deformadas por la labranza, ni sucias del trabajo, sino limpias, con las uñas bien cortadas. Le preguntó indirectamente:

—Luego, ¿trabaja usted mis tierras?

—Yo, no, señor. Mi padre. Yo soy costurera. Y ya le dije al señor que no me trate de usted.

Sacó la cabeza del mantón, y habló con su madre. Le habló en gallego. Carlos no entendió bien lo que decía, aunque comprendió que se refería a él. La madre, entonces, metió baza, y le hizo mil ofrecimientos humildes. Desde que la madre habló, Rosario volvió a su mutismo. Llevaba las manos cruzadas sobre el regazo. Carlos vio entonces, en sus muñecas, pulseras de oro fino, pulseras gruesas, de traza moderna.

La vieja había iniciado una retahíla de quejas: la tierra daba poco y doña Mariana les había subido la renta a quince duros anuales. ¡Quince duros, señor, por unos ferrados de tierra y una casa! Era cosa de doña Mariana. Ni el padre del señor, ni su madre, que Dios tuviera en la gloria, habían tocado nunca la renta antigua, los siete duros que pagaban desde hacía cincuenta años.

El autobús subía una larga cuesta, jadeando. Se detuvo dos o tres veces. El conductor cogió agua en un regato y la echó al motor, que humeaba. Lograron alcanzar la cima. Entonces, Rosario dijo:

—Ya llegamos, señor.

Y señaló, con un gesto, el fondo del valle. Pueblanueva del Conde aparecía envuelta en lluvia menuda y gris, irguiéndose en una colina, entre dos ríos. El de la derecha venía limpio; el de la izquierda, sucio de escorias. Se juntaban y se prolongaban en la ría, cada vez más ancha, dando vueltas a los montes, hasta perderse, lejos, en la mar abierta.

Bajaban por una carretera pina, de curvas pronunciadas. Rosario, en una de ellas, tocó el codo de Carlos.

—Mire, señor. La casa del señor.

Carlos miró. A la derecha, sobre una roca enorme casi cortada a pico sobre la mar, estaba su casa. Un grupo de árboles altos medio la ocultaban. Vio una esquina de la torre, cubierta de hiedra.

—Va a pasar mucho frío en esa casa. ¡Tanto tiempo sin vivir nadie en ella!

—¿Estuvo usted allí alguna vez? —dijo Carlos, por decir algo.

—Cuando murió la señora. Asistí al velorio. Ya va para cuatro años.

Terminada la cuesta, el autobús entró en un puente largo, luego en una calle de casas pobres, apoyadas, de una parte, en los restos de las murallas. El otro lado de la calle lo bordeaba un pretil de piedra que lamían las aguas. Había gente en las ventanas y junto al pretil. Le miraron al pasar el autobús y siguieron mirándole cuando ya había pasado; Carlos no lo advirtió: estaba distraído por un rumor lejano, como de muchos martillos o de máquinas taladradoras, que llenaban el espacio. Al volver una esquina, se hizo más próximo y agudo. Carlos preguntó qué era.

—Es el astillero, señor —respondió Rosario. Y al hacerlo, volvió por primera vez el rostro. En su mirada y en su voz había cierto orgullo, casi como si hubiera dicho: mis astilleros.

El autobús llegó a la plaza, y se detuvo. Los de arriba y los de abajo se hablaban a gritos. Carlos pudo bajar, amenazada su cabeza por el saco de los lechones. Rosario no había querido descender antes, pero, entre la cabeza de Carlos, y sus piernas, permitió que interpusieran el saco. No obstante, y sin quererlo, vio Carlos que las tenía lindas, y que sus medias y zapatos eran finos, muy finos, impropios de una costurera hija de labradores. Se encogió de hombros pensando que quizá Pueblanueva no fuese tan medieval como siempre había creído, a pesar de todos aquellos rostros, casi mogólicos, que llenaban la plaza; vueltos hacia él, todos los rostros vueltos hacia él, y todas las miradas: como un anillo de curiosidad y silencio alrededor de aquel bullicio que armaban los viajeros; como un anillo de esperanza que empezara a decepcionarse. Duró unos instantes profundos. Luego, las cabezas se tornaron, después de haber sonreído todos los rostros. Sólo el hombre que parecía un espantajo se le quedó mirando con sus ojuelos bizcos y vivos, de esclerótica enrojecida. Vestía desaliñado; iba sin abrigo, como si quisiera exhibir la gran corbata verde; y se tocaba de un sombrero de paja anticuado y recomido. Bajo, enteco, rechupado. Las dos manos apoyadas en un bastón de caña gruesa, con anchos anillos metálicos en los nudos. Desentonaba. Carlos improvisó un diagnóstico de urgencia: paranoide. Le hubiera estudiado más; le hubiera, quizá, saludado. Pero la dama del paraguas le hacía señas, y prescindió del loco.

La dama del paraguas también desentonaba. No lo llevaba ella, sino una sirvienta que, desde atrás, lo sostenía muy en alto, para que no estorbase. La dama del paraguas fue rápidamente identificada como doña Mariana. Quedaba un poco lejos del autobús, arrimada a la pared de una casa, como buscando la protección inútil del alero, pero la sonrisa era bien visible. Carlos se detuvo unos instantes, y recordó algo de que había hablado, días atrás, Gonzalo Sarmiento. Evidentemente, aquel «nosotros» dicho sin gana, entre una mentira y otra, significaba algo, aunque sólo fuese algo biológico. Doña Mariana, frente a él, pertenecía al «nosotros»: como Carlos, era alta, huesuda, pelirroja. Como Carlos, como Gonzalo, como Germaine, como aquel otro Churruchao con quien Carlos había sido —una vez— confundido. Por lo menos en un lugar del mundo, «nosotros» parecía significar algo. No en París, claro: Gonzalo había exagerado. Mucho menos en Berlín o en Viena: para Zarah, Carlos era un pelirrojo asténico como otros pelirrojos asténicos. Pero en Pueblanueva era otra cosa.

Doña Mariana le había visto vacilar. Se desentendió del paraguas y fue hacia él con gesto abierto. Era, en cierto modo, normal. Adelantaba los brazos, y la expresión del rostro era sinceramente afectuosa: ¿por qué? No se conocían más que a través de las cartas cambiadas durante cuatro años. A las gentes no se les cobra afecto verdadero más que tratándolas un día y otro.

—¡Carlos, querido Carlos!

La voz le temblaba. Carlos se dejó abrazar y la abrazó también. Respondió como pudo a las preguntas sin orden, por las que doña Mariana parecía querer enterarse en un minuto de treinta años de vida.

Desentonaba. Las gentes que les miraban, las vendedoras del mercado, los próximos y los lejanos, eran de otra manera, y, desde luego, de otra clase: abigarrados, gesticulantes, chillones. Trajes de pana, pañuelos de colores y hablar rápido e incomprensible, en gallego silbante y cantarín. Doña Mariana se movía con calma y preguntaba en voz baja. No era la dama de provincias, un poco rancia, que Carlos esperaba hallar, sino algo perteneciente a un mundo ya muerto y enterrado, pero lleno de resplandor y distancia.

—¡Qué mal día traes, criatura! ¿Cómo se te ha ocurrido venir ahí encaramado? ¡Con el frío que hace!

No eran cumplidos triviales, ni tampoco lo que se dice por llenar un vacío, sino palabras sinceras.

—¡Bah! Este frío no es nada, y esa mujer me tapó con su mantón.

Señaló a Rosario, que permanecía junto al autobús, recogiendo los fardos que su madre la enviaba desde lo alto.

Doña Mariana sonrió.

—¡Buena pieza está hecha la Rosario!

Se habían mirado, un instante, las dos mujeres. Carlos vio cómo la costurera saludaba tímida, sumisa, y escondía luego el rostro bajo el mantón. Fue muy rápido. Rosario dejó en seguida de existir para doña Mariana.

—Vámonos ya. No te preocupes de tu equipaje.

Le cogió del brazo, empujándole. La sirvienta traspasó a Carlos el paraguas y caminó detrás.

Bajaron por una calle estrecha y empinada, llena de tiendas pequeñas con la mercancía asomada a las puertas. Doña Mariana seguía preguntando, y Carlos respondía. Pudo ver alguna cabeza que fisgaba a su paso, que le examinaba, que se volvía para comentar con alguien escondido en la sombra. Llegaron a la orilla del mar, pasaron el largo puente y se desviaron de la carretera, por una calle adoquinada que bordeaba la playa.

—¿Recuerdas mi casa? —preguntó doña Mariana.

—No. Casi no recordaba la mía —respondió Carlos señalando el pazo encaramado en el roquedo, enfrente de ellos—. Hubiera pasado sin verla, pero aquella muchacha del autobús me la enseñó.

—Tu casa está hecha una ruina. El tiempo que pases aquí serás mi huésped.

Carlos se estremeció. ¿Si también doña Mariana, como su madre, como Zarah, pensaría gobernarle y someterle a decálogo? Instintivamente se soltó de su brazo y miró su perfil. Parecía enérgica e inteligente. Los rasgos, un poco duros; pero quizá en su juventud hubiera sido hermosa. Se parecía al retrato de Germaine que traía en la maleta para entregarle.

—Quizá me quede poco tiempo. Aquí...

Hizo un gesto vagamente negativo.

—Es natural. ¿Qué vas a hacer en Pueblanueva? Tengo ganas de oír tus proyectos. Esto es el último rincón del mundo: sólo una vieja loca como yo puede vivir aquí, pero aún me queda bastante que hacer.

Habían llegado. Carlos miró la casa y se sorprendió. Era un edificio grande, con fachada de piedra labrada, muy francesa y neoclásica en las líneas, muy proporcionada: ventanas pintadas de blanco, ancha de zaguán. Se continuaba en una tapia encalada hasta el final de la calle: por encima de las bardas asomaban las copas de unos magnolios. No había en ella nada de pueblerino, menos de aldeano. En el fondo del zaguán, relucían los cobres de la puerta interior. Un enorme felpudo cubría el suelo. De las paredes laterales colgaban dos farolas de bronce.

La criada se adelantó a abrir, y doña Mariana empujó suavemente a Carlos. Había acudido otra criada, joven, que sostenía la puerta y saludó al entrar: «Bienvenido, señor», como si la hubieran ensayado. Carlos se vio ante un enorme espejo colgado en el vestíbulo. Se vio modesto y escueto, con sus pantalones arrugados y su chaqueta de pana deslucida, al lado de doña Mariana, elegante y anticuada, y se sintió inferior. Todo cuanto le rodeaba era rico y sólido. Ni siquiera lo que recordaba de su casa podía compararse. En el espejo, su figura y la de doña Mariana contrastaban, y, sin embargo, había entre las dos algo de común, además de la facha. Ella también miraba al espejo.

—Eres como tu padre. Claro que él vestía mejor que tú, pero os parecéis.

—Usted sabe que yo no lo recuerdo.

—No puedes recordarlo. Apenas tenías un año cuando... cuando murió.

—¿Cuándo murió?

Iba a añadir: ni usted ni yo sabemos cuándo murió mi padre. Pero decidió callarse. Decirlo, significaba iniciar con doña Mariana un modo de conducirse que quizá fuese inoportuno; que lo era, sin duda, en aquel momento, mientras ella le sonreía, con verdadero afecto, desde el espejo.

—Tienes preparado el baño, y lista una habitación que da a la mar. Te gustará. Mientras te bañas, habrán llegado las maletas. Muévete en mi casa con entera libertad. No es un ofrecimiento; es un ruego.

El gesto de él, al darle las gracias, quería decir claramente: ¿por qué guarda usted conmigo tanta cortesía? Soy, para usted, un desconocido.

—No somos apenas parientes —añadió ella—, pero tu padre y yo fuimos amigos, y tú eres la única persona que me interesa en el mundo.

Decir a Carlos: «Eres la única persona que me interesa en el mundo», no podía formar parte de las fórmulas corteses; pero a Carlos, más que las palabras, le había sorprendido el tono con que doña Mariana las había dicho, casi abrazándole otra vez —con las palabras, porque su tono era como si abrazasen, como algunas palabras que deben decir las amantes o las madres—. No cabía duda de que, formal y realmente, él era la única persona que interesaba a doña Mariana, pero ¿por qué? Lo pensó mientras su cuerpo se demoraba en el agua caliente, mientras se friccionaba y secaba. No sabía por qué. El amor de doña Mariana tenía que ser el resultado de sucesos pretéritos, de sucesos ignorados, de vidas anteriores que él desconocía, que aparecían ahora en el ardor de unos ojos y en el temblor de unas palabras. «Eres la única persona que me interesa en el mundo.»

Llamaron a la puerta del baño, y la mano de la criada introdujo púdicamente su traje planchado, una muda interior, una camisa limpia. Mientras se vestía, paró mientes en que las paredes estaban revestidas de caoba y no de mármol o azulejos. «Un baño antiguo, el baño de personas que desconocen la ducha fría como fuente de salud y la higiene como obligación moral, para quienes el agua caliente es un placer debilitante.» Carlos solía ducharse en una habitación con cuatro tonos de blanco; se duchaba muy de prisa, porque a las nueve tenía que entrar en la clínica, y Zarah, que siempre remoloneaba unos minutos en la cama, pedía a gritos que le dejase el sitio. El agua fría y la prisa no le permitían entonces pensar. Pensar, lo que se dice pensar, así por las buenas, libremente, no se lo habían permitido nunca, ni su madre, ni Zarah, ni sus maestros. Todos habían actuado como duchas frías y urgentes. Habían separado lo importante de las bagatelas, y habían dicho: por aquí, sólo por aquí, para llegar a esta conclusión, que es la verdad. La verdad en forma de ducha fría. Quizá, bajo la ducha fría, las palabras de doña Mariana no hubieran vuelto a su memoria ni las hubiera analizado; no las hubiera hallado incomprensibles, o al menos aparentemente fuera de lugar. Concluyó que el baño caliente no era tan perjudicial como decían: su cuerpo descansaba y había podido pensar, pero de otra manera, dejando que el pensamiento fuera y viniera, fluente y libre, no por un cauce predeterminado.

Pues no estaba tan mal, así vestido, con las mismas ropas del viaje, sus únicas ropas, que parecían otras después de cepilladas y planchadas. Se vio en el espejo. La suntuosidad de la caoba parecía pedir, sin embargo, otro sujeto: un sujeto envuelto en batín de seda, con pañuelo al cuello, con tupé y bigotes engomados, quizá con un monóculo. Pero él no estaba mal. Hizo el nudo de la corbata un poco más abajo de su lugar, para esconder las partes deslucidas del tejido, y salió al pasillo. La criada joven, cuyo nombre ignoraba todavía, esperaba junto a la puerta.

—¿No quiere nada más el señor? ¿No necesita nada?

Hablaba en un castellano forzado, de fonética abierta y dura, como Rosario, la chica del autobús.

—La señora le espera.

Entró en el comedor. Se detuvo un momento, sorprendido. Era grande, rico, lujoso; buenos cuadros en las paredes y mucha plata en las vitrinas. Pendía, sobre la mesa, una gran lámpara de cristal. Todo francés y antiguo. Sus recuerdos de Pueblanueva no casaban con aquella suntuosidad.

—Pareces otro.

Dijo que sí con la cabeza. Doña Mariana se había sentado a la mesa, y le señalaba un lugar junto a ella. Sonreía abiertamente, con una sonrisa que abreviaba circunloquios, que parecía suprimirlos. Carlos fue a sentarse. Hizo un gesto con las manos que, al mismo tiempo que aceptaba, mostraba su incomprensión. Añadió:

—Es usted muy amable conmigo.

—¡No, hijo! Por ahora, no lo soy contigo, sino con tu padre.

Carlos sonrió.

—¿Heredero?

—Tu padre fue el mejor hombre del mundo.

Todo aquello podía reducirse a fórmulas conocidas, pero, por algo muy atractivo que había en el rostro de doña Mariana, prefirió dejar para más tarde cualquier meditación sobre el asunto. Doña Mariana le sonreía, le miraba, le hablaba abiertamente. Todo era en ella franco y simpático, y el tono de su voz conservaba la calidez. «Alguna vez —pensó Carlos— habló a mi padre así. No debo hacerme ilusiones». Se le pasó por las mientes organizar un sistema de cautelas, pero apenas pudo iniciarlo.

—Naturalmente, tú lo ignoras. Probablemente no sabes nada de tu padre, y lo que puedas saber no le será favorable. Es cierto. Tu padre desapareció cuando eras niño, y no se volvió a saber de él. Tu madre...

—Mi madre me habló de él muy pocas veces.

—... tenía toda la razón para odiarlo, y no seré yo quien se lo discuta. Sin embargo, tu padre fue el mejor hombre del mundo. Desapareció por un exceso de bondad.

La criada había entrado con la sopa, y la servía. Cuando salió, doña Mariana continuó hablando.

—Lo has ignorado siempre. Quizá eso haya estado bien cuando fuiste un niño, porque te hubiera perjudicado escuchar de tu madre palabras violentas contra tu padre. Ella supo callar, porque creyó que era su obligación, y siempre la he admirado por eso. Pero hace unos años que debieras saberlo todo. No se puede cortar a un hombre toda relación con el pasado, no se puede mandar a nadie por el mundo sin raíces, como tu madre quiso hacerlo. Aunque el pasado sea doloroso, aunque hayamos de avergonzarnos de él, nos pertenece tanto como le pertenecemos, y tenemos derecho a conocerlo.

Tomó un sorbo de sopa.

—Tu madre no quiso nunca que vinieses aquí, y tenía, a su modo, razón. No debes venir para quedarte. Pero yo, ahora, me alegro de que hayas venido, porque lo que aquí puedas saber y conocer te hará más hombre.

Le miró con una sonrisa jovial, por encima de las gafas.

—Quizá entonces dejes de ser para mí el hijo de Fernando, y seas Carlos.

Carlos, sin embargo, no sonreía, ni la miraba siquiera. Con la vista baja, revolvía inútilmente la sopa con la cuchara. Sus cautelas no le habían servido para evitar una conversación de tema imprevisible y cuyas causas no podía imaginarse.

—No esperabas esto, ¿verdad? O, al menos, no lo esperabas tan pronto.

—Desde luego, no lo esperaba.

—Es posible que haya sido un poco brusca, y que las conversaciones serias debiera haberlas dejado para más tarde o para dentro de algunos días. Pero, ya lo ves, salió solo. No obstante, no hay por qué hablar de esto ahora.

—Sin embargo, hemos comenzado.

—He comenzado yo, porque tú no has dicho nada.

—Estoy algo confuso. Lo inesperado no es sólo que me hable usted de mis padres. Usted misma es inesperada.

Doña Mariana rió.

—En cuatro años de correspondencia, tuviste tiempo de darte cuenta de que soy una vieja loca. Pero, loca o no, soy la única superviviente de unos acontecimientos a los que debes la vida. Si te los ocultase, andarías por el mundo como un hijo de nadie. Porque yo pienso que no basta tener un nombre, y aparecer en un registro como hijo de Fulano y Fulana. Fulano y Fulana son siempre algo más que un nombre, y es por ese algo por lo que somos verdaderamente hijos de nuestros padres. Lo demás...

Se interrumpió. Tomó apresuradamente unas cucharadas de sopa, pero no era la sopa lo que importaba en aquel momento.

—Yo, por ejemplo —dijo luego, con sencillez—, he tenido un hijo que no tiene mío más que la vida física y el dinero.

Entraba la Rucha con el pescado, y doña Mariana volvió a enmudecer. Cuando quedaron solos de nuevo, Carlos le respondió:

—Creí que era usted soltera.

—Lo soy.

Carlos bajó la voz al responder.

—No creo haber dado lugar, ni haber pretendido, que usted hiciera una confidencia de esa naturaleza.

—Lo primero que te dirán en Pueblanueva —interrumpió ella, como sin darle importancia— es que doña Mariana Sarmiento ha tenido un hijo de soltera. Tienen necesidad de decirlo a todo el mundo, y más a ti. Te lo dirán, además, bien adobado de mentiras. Pero, aunque así no fuera, te lo hubiera dicho igual. Acabarás comprendiendo por qué, entre nosotros, las cosas tienen que quedar claras, y es natural que sea yo la que empiece.

Entraba otra vez la Rucha.

—Ahora bien: todo esto puede quedar para más tarde. Empiezo a pensar que ha sido prematuro. Yo debía de haberte preguntado cosas tuyas. No sé nada de ti, y quiero saberlo todo, o quizá necesite saberlo.

Dejó sobre el plato los cubiertos, y, mientras la Rucha retiraba el servicio, ella permaneció en silencio, con la cabeza un poco baja.

—Nunca se te ocurrió pensar que fueras tan importante para una persona que apenas te conocía, ¿verdad?

Carlos meneó la cabeza.

—Comprendo, sin embargo, que no es por mí mismo, sino que el interés de usted, como antes dije, lo recibo en herencia. ¿No es eso?

Rió, sin forzar la risa, sin reticencia. Doña Mariana rió también, y añadió algo como «¡Ya seguiremos hablando!». Bebió un sorbo de vino, y, mientras bebía, miraba a Carlos, ofreciéndole el brindis. Él bebió también.

—No sé por qué me parece que vamos a entendernos. Y me alegra, caramba, ya lo creo que me alegra. Tenía un poco de miedo a tu llegada. Eso de ser médico de locos da cierta importancia, y pudiera suceder que tú te la dieras y te parecieran enojosos mis sentimientos.

Para tomar café, le llevó a una salita tan elegante como el comedor, pero menos solemne y más graciosa. Habían encendido la chimenea, pero ellos tomaron asiento alrededor de la camilla. Carlos se fijó por primera vez en que no había luz eléctrica, sino candelabros con velas, cuyo uso diario parecía evidente, y quinqués de petróleo. Doña Mariana le explicó que la luz eléctrica le molestaba, y que el quinqué y las velas le gustaban más.

—Y no hallo razón para privarme de lo que me gusta. Por otra parte, así estaba mi casa cuando la heredé; y así quedará cuando muera. La única novedad es ese gramófono que ves ahí, con esa horrible corneta verde. Comprendo que desentona, pero a mí me han gustado siempre la ópera italiana y los cuplés picarescos, y cuando quiero oírlos, como ya no voy al teatro, los toco en el gramófono, y ya está.

Se levantó rápidamente, cogió un disco al azar y lo puso sobre el platillo. El gramófono empezó a cantar:

¡Ay, qué tío tan atroz!

¡Qué pellizco más feroz!,

me dio en la parte posterior saliente,

que me dejó toda la región doliente;

pero luego se calmó...

—¿No te divierte? —dijo, riendo, doña Mariana.

Carlos confesó que sí.

—No creas que sólo escucho frivolidades. Por ahí andan Anselmi, Caruso, Tita Ruffo, El Toreador, el Spirito Gentile y todo lo que nos entusiasmaba en el Real cuando yo era joven. Pero no vivo de recuerdos. Estoy encantada de mi edad, tengo muchas cosas que hacer todavía, y me queda muy poco tiempo para la nostalgia.

Los nombres de los tenores habían recordado a Carlos su visita a Gonzalo Sarmiento y los retratos de divos recortados de revistas.

—Es curioso. La afición a la ópera, ¿es cosa de familia?

—¿Por qué?

—Todos estos tenores que usted acaba de nombrar, y muchos más, los he visto retratados en casa de su pariente.

—¿Quieres decir en casa de Gonzalo? ¡Dios mío! ¡No había vuelto a recordarle! ¿Le has visto? ¿Cómo es Germaine?

—No lo sé. Está en un colegio de Normandía y no he podido verla, pero traigo un retrato suyo. Espere un momento.

Salió a buscar el retrato y se lo entregó a doña Mariana. Ella quedó un rato mirándolo, con las gafas montadas sobre la nariz, muy hacia la punta.

—Es linda, ¿eh?

Carlos asintió.

—Si su padre no fuese un cabezón, esta chica estaría conmigo hace mucho tiempo. Es mi única heredera.

Carlos relató su entrevista en la casita de Montmartre.

—Gonzalo es un imbécil. Lleva treinta y cinco años en París. Quiso ser escritor y no pasó de mendigo. Tuvo que vender de su patrimonio y ahora vive de lo que le mando. Lo hago por la chica, no por él. Y en estas condiciones, se atreve a rechazar mis ofrecimientos. ¿Qué piensa? ¿Que yo no sabría educar a mi sobrina, o que Pueblanueva es poco para ella?

—Tengo la impresión de que su primo vive con alguien. No estaba muy tranquilo conmigo, y deseaba echarme cuanto antes. Era evidente que quería ocultarme algo.

—Puede suceder que se haya vuelto a casar o que...

Se encogió de hombros.

—Allá él. Cuanto antes se lo lleve la trampa, mejor para su hija.

Cambió de conversación. Hizo preguntas a Carlos sobre su vida en Viena y en Berlín. Viena, sobre todo, le interesaba.

—Estuve allí hace mucho tiempo. Era una ciudad hermosa y divertida. ¿Lo es todavía?

Doña Mariana se refirió a lugares que Carlos desconocía casi enteramente.

—Hermosa sí, pero también triste. La estropeó la guerra.

—Entonces, hijo, ¿qué vida hacías allí?

—La de estudiante pobre.

—Pero ¿no has sentido nunca el deseo de salir de la pobreza, de vivir de otra manera? Tu padre no era así —señaló con un gesto el gramófono y los discos—. Hemos ido mil veces juntos a la ópera, cuando él estaba en Madrid. Era un gran tipo tu padre, y le sentaba muy bien el frac.

—Le confieso que, a mi llegada a Viena, también me tiraba esa vida, y alguna vez he alquilado un smoking para ir a los conciertos de gala, pero después...

—¿No te alcanzaba el dinero?

—Simplemente dejó de gustarme.

—Y, ¿cómo te decidiste a regresar?

Estuvo a punto de declararle su curiosidad por lo que se ocultaba detrás de una puerta tapiada, pero prefirió mentir.

—Necesito encerrarme una temporada. Si he de ser catedrático...

—¿Tienes novia? —le preguntó doña Mariana de sopetón.

Carlos vaciló de manera visible.

—Novia, o amante, o algo así. No te avergüences de decirlo, porque carezco de prejuicios.

—Había una mujer de la que deseaba separarme.

—¿La quieres?

—No. No creo haberla querido nunca.

En los ojos de doña Mariana resplandeció una rápida alegría.

—Una de las cosas que temía era que una mujer tirase de ti, y, sin embargo, sería lo natural.

Capítulo III

III

Fue doña Mariana quien indicó la conveniencia de darse una vuelta por la casa de Carlos, para que viese cómo estaba aquello. Mandó que enganchasen su coche, anticuado, que a Carlos parecía delicioso, y dando un rodeo por la carretera, llegaron al pazo. Estaba cerrado el gran portón de hierro de la entrada. Lo abrieron entre Carlos y el cochero, con ruido de hierros desvencijados. El coche fue dando tumbos, por la avenida embarrada, hasta la puerta de la casa, que también hubo que abrir entre dos. Se fijó Carlos en el jardín, cuya traza se perdía por la invasión de zarzas y saúcos nacidos en todas partes; en la hiedra que trepaba por los troncos y las paredes; en las verbenas crecidas en los aleros y en las junturas de las piedras.

El zaguán, y la casa toda, olían a humedad. Faltaban algunos cristales en las ventanas; las cortinas se habían descolgado por alguna parte, y así pendían, movidas del viento. Crujían los entarimados, y las puertas, al abrirse, cantaban sobre los goznes una canción perezosa y monótona. Los muebles, grandes, sin brillo, con las tapicerías deslucidas. Los vidrios de los cuadros habían perdido transparencia. Había, en todas partes, desconchados, manchas de humedad. Entraron en el sobrado; el piano atrajo a Carlos: lo abrió y tocó una escala. Sonaba mal. Se volvió hacia doña Mariana.

—Esto es una ruina.

—En todo caso, no me parece lugar adecuado para ti, si piensas encerrarte a estudiar. Eso necesitará, por lo menos, un poco de calor, y aquí hace un frío que hiela.

Se sopló los dedos a través de los guantes.

—Debe darte mucha tristeza, si recuerdas cómo estaba la casa cuando eras niño.

—No recuerdo nada en absoluto. Es decir...

Miró a su alrededor.

—Por alguna parte había una puerta cerrada. Mi madre hizo venir a un albañil para que la tapiase. Es lo único que recuerdo con toda claridad.

Doña Mariana se echó a reír.

—No puede ser la habitación del fantasma. En Pueblanueva nunca los hubo, y menos en tu casa. Sería algún capricho de tu madre.

Señaló un rincón del estrado.

—Si el piso estaba tan podrido como ése, no fue más que una precaución razonable.

Carlos se encogió de hombros.

—Lo único que sé es que era la habitación de la torre.

Doña Mariana se había sentado, con cautela, en un sillón. Levantó el rostro hacia Carlos.

—Entonces —dijo, con repentina seriedad— lo que tu madre quiso fue ocultarte el lugar donde tu padre pasó diez años de su vida, antes de casarse, y casi todo el tiempo que estuvo casado. Sigue siendo una precaución razonable. Por lo mismo, te alejó de Pueblanueva cuando fuiste bachiller, y no te permitió volver.

Carlos se sentó también, y permaneció unos instantes en silencio.

—Es curioso. Desde hace un par de meses, el recuerdo de esa puerta tapiada no se aparta de mí. No olvide usted que, entonces, trabajaba en una clínica de Berlín. Me hubiera sido fácil pedir a un compañero que me escuchase y que me ayudase a esclarecer las razones por las que aquel recuerdo, olvidado tantos años, volvía a la conciencia, y por qué precisamente éste y no otro. Sabe Dios las cosas que hubieran salido a relucir, pero, en principio, yo no debía temerlas. Por el contrario, me hallaba en la obligación profesional de sacarlas a luz y de curarme de ellas, porque a un psicoanalista en ejercicio le está vedado, al menos teóricamente, padecer complejos de cualquier clase. Sin embargo, no lo hice, ni pensé hacerlo; y no porque temiese descubrir un mundo de recuerdos monstruosos, que me avergonzase o me destruyese, sino porque preferí dejar que reviviera el recuerdo y marchara solo, a ver a dónde me conducía. Fue, en cierto modo, una experiencia hecha sobre mí mismo. Y ya ve usted a dónde me ha traído.

Sacó un pitillo y lo encendió.

—Yo he creído siempre que hay cierta clase de hombres que va a donde quiere; y que otros van a donde les llevan las circunstancias. Me tuve siempre por abúlico, y lo soy. Pero esto de ahora me hace pensar en el Destino.

Doña Mariana dio un respingo.

—No se asuste —continuó Carlos—. Una mujer que tenía ciertos proyectos sobre mí, me había trazado un camino que incluía también la muerte, una muerte casi a plazo fijo. Si yo no hubiera recordado la puerta que mi madre mandó tapiar, hubiera continuado al lado de Zarah y dentro de unos años hubiera muerto con ella. Le aseguro que estábamos reciamente atados, no por amor, ni siquiera por la costumbre, sino por una especie de sumisión tácita que yo no estaba capacitado para discutir; la voluntad de Zarah era más fuerte que la mía y si yo hubiera querido abandonarla por una decisión consciente, no hubiera podido. Sin embargo, algo tan tenue como un recuerdo nos ha separado. Y ahora resulta que el recuerdo me trae a un pasado que no me preocupó jamás, sin el que hubiera podido vivir tranquilamente; justo frente a lo que mi madre quiso alejar de mí y usted pretende que yo conozca. ¿No lo encuentra un poco raro? A mí, por lo menos, me llena de perplejidad. Soy un hombre de ciencia; puedo creer o no en la libertad, pero jamás he creído en el Destino. El Destino no es un factor científico.

Dio un par de chupadas al pitillo. Doña Mariana había enmudecido y le escuchaba con atención; parecía querer sacarle las palabras con la mirada.

—¿No dice usted nada?

—¿Qué quieres que te diga? —hizo una pausa y sonrió—. Hablas de cosas que no entiendo.

—Pero puede comprender, al menos, que me hallo en un brete. Acaso detrás de esa puerta no exista más que una habitación vacía. Sé, por lo menos, que no estará allí el cadáver de mi padre, ni nada melodramático. Habrá, todo lo más, huellas de su vida, o quizá ni eso, sino sus trajes y sus zapatos, lo que dejó al huir y que mi madre escondió para que yo no le hiciese preguntas molestas. Pero queda lo que usted sabe. Tengo que elegir entre abrir la puerta y escucharla a usted, o dejar la puerta como está y rogarle que se guarde sus historias. Tengo que elegir y no me siento libre de hacerlo, porque ahora mismo la curiosidad puede más que yo. Una curiosidad, si se quiere, científica. Necesito explicarme lo que, de momento, me resulta inexplicable.

—Yo dejaría de hurgar en la razón de las cosas.

—O en su sinrazón. Pero sucede que no puedo portarme de otro modo.

—¿Tu madre?

—Lo que soy, y cómo soy, se lo debo a ella, a su voluntad imperiosa, constante, implacable. Pero, entiéndame, por favor. Jamás mi madre pudo desear que yo me dedicase alguna vez a destripar las cosas. Jamás pensó que, por obedecerla, pudiese llegar un día en que yo, antes de vivir, piense sobre la vida, y quizá la deje luego inservible para vivirla, a fuerza de pensar en ella. Antes le dije que hubo una mujer. Si yo no hubiese analizado mis relaciones con ella y la realidad de mis sentimientos, habría sido feliz a su lado. Me temo que, inevitablemente, estropearé cualquier sentimiento o cualquier situación que pueda hacerme feliz. Mi madre no quiso esto, sino todo lo contrario. Quería que yo fuese feliz, pero pensó que mi felicidad consistía en aquello que la hubiese hecho feliz a ella. Quería que yo tuviese una gran carrera y que fuese un hombre importante. Esto no lo consiguió, pero me puso en el camino de llegar a ser, no sólo lo que soy, sino cómo soy. Lo hizo —añadió con un tono de amargura— con la mejor voluntad maternal del mundo, pero sin dar lugar a escapatoria.

—¿Tienes idea de sus sacrificios para darte carrera?

—Los imagino.

—Son inimaginables. Fueron...

Se estremeció, y comentó que hacía mucho frío.

—Vámonos, si usted quiere —respondió Carlos.

—No. Puedo aguantar un poco más si abres un armario que hay en la habitación de al lado y sacas de él una manta y me la echas por las piernas.

Lo hizo Carlos. Doña Mariana se arrebujó.

—Mira. Antes de casarse tu padre, estuve en esta casa muchas veces. Después de su matrimonio, en vida de tu madre, sólo tres, todas por tu causa. Tu madre había sido mi amiga antes de casarse. Cuando tu padre desapareció, vine a verla, y me echó con cajas destempladas. No tenía razón desde mi punto de vista, pero acaso la tuviera desde el suyo. Después, cuando te envió a estudiar a Santiago, volví a verla. Ella quería vender todo tu patrimonio para pagarte los estudios: las tierras, los pinares, y esta casa si fuera menester. Y yo, que lo supe, vine a decirle que no lo hiciera. Le ofrecía el dinero necesario, todo el que quisiera, y lo rechazó: volvió a echarme, con las mismas palabras de quince años antes, y por las mismas razones. Yo la hubiera mandado a paseo si no existieras tú; y tú, por su orgullo o por su capricho, estabas a punto de quedarte sin nada. Fíjate bien: no me habría importado si fuesen otra clase de bienes; pero éstos, tu casa, las tierras, los pinares, todo lo que había sido de tu padre, tu padre lo había amado. Yo tenía que evitar que fuera a parar, por cuatro cuartos, a manos de los Salgados, que es lo que tu madre pretendía; y como podía impedirlo, lo impedí. Finalmente, volví, la tercera vez. Le hice ver que no conseguiría dinero, y que despojarte de lo tuyo, aunque fuese para darte carrera, era un disparate. Tuvimos, aquí mismo, en este sobrado, ella ahí y yo aquí, una disputa violenta, pero acabó cediendo. Entiéndeme. No aceptó el dinero que le ofrecía, pero sí accedió a trabajar para mí. Durante muchos años, casi hasta su muerte, bordó juegos de cama y mantelerías para mi casa, y ropa interior para mí, que le pagué como a cualquier bordadora porque no aceptaba un céntimo más. Con ese dinero, y con lo que daban tus tierras, pudiste estudiar en Santiago y en Madrid, y te envió algún dinero a Viena.

Hizo una pausa.

—Si ahora me dijeras que no le estás agradecido, te despreciaría.

Carlos había escuchado con la cabeza baja, como avergonzado.

—La he querido mucho —respondió—. La habría querido más si no me hubiera apartado tan pronto de sí. La habría querido más aún si no me hubiera convencido, desde niño, de que el amor se manifiesta en la obediencia. La amé obedeciéndola. Fui a donde quiso, estudié para médico porque lo quiso, y si mi marcha a Viena fue de mi gusto, lo fue también del suyo. Cuando murió, hacía largo tiempo que no la veía, pero todas las semanas recibía su carta. Me daba órdenes y reglas, sólo órdenes y reglas, y yo las seguía. Las seguí durante mucho tiempo después de su muerte. Agradezco a mi madre lo que hizo, y me conmueve, pero...

Se interrumpió un momento; alzó la cabeza y miró a doña Mariana.

—... tengo que preguntarme si el sacrificio de mi madre sirvió de algo.

—A ella la hizo feliz.

—Bien. Lo que usted acaba de contarme me duele en el corazón, pero es indudable que si mi madre viviera y me escuchase, en el caso de que yo me atreviera a ser franco con ella como lo soy con usted, se sentiría defraudada. No sólo no soy lo que ella quería, ni como ella quería, sino que no puedo serlo. Además —añadió— no me importa.

Se levantó, dio unos pasos por la habitación con las manos metidas en los bolsillos de la americana y la punta apagada del pitillo entre los labios. Se acercó luego a la ventana y miró al exterior, silencioso. Se volvió de pronto.

—Pero no debe usted despreciarme. Sería injusto. Yo he amado a mi madre y la he obedecido, pero ella se equivocó. Ahora tengo treinta y cuatro años y me parece tarde para empezar de nuevo. Lo único que me queda de estos años pasados es eso que a usted le sorprende: la manía de analizarlo todo. Es un hábito del que ya no podré apartarme nunca, por mucho que haga. Y lo malo es que me conduce siempre a conclusiones en las que no creo.

Sacó otro pitillo, lo encendió, sopló sobre la cerilla y se quedó mirando el humo.

—Y, sin embargo...

Arrojó la cerilla.

—No importa que usted no entienda bien lo que voy a explicarle. Necesito pensarlo y decirlo, y usted está ahí, usted me ha traído a esta situación, y...

Se interrumpió y sonrió.

—... usted está bien tapada con una manta. Puede escucharme. Necesito juzgar, desde mi situación presente, un acontecimiento pasado.

—Quizá —interrumpió doña Mariana— no sepas aún lo suficiente para juzgarlo. En esa historia que acabo de contarte hay más capítulos.

—No se trata ahora de ella. Por otra parte, tampoco debo juzgarla... todavía. Se trata sólo de que, en esta situación a que he llegado, una ocurrencia insignificante cobra una importancia inesperada y un sentido inexplicable. Perdóneme si vuelvo a la puerta tapiada. Si, como le expliqué antes, yo le hubiera dicho a un compañero de clínica, o a un maestro: «Me pasa esto», él hubiera descubierto en seguida la causa, y asunto concluido. Habría vuelto a olvidar la puerta. Pero no lo hice. Entonces, para mí, aquella determinación se me antojó un ejercicio libre de mi voluntad en un terreno incontrolable. Ni siquiera Zarah podía obligarme a psicoanalizarme, porque se lo oculté también. Cultivé el recuerdo como se cultiva una planta y esperé. Hace cuatro días, en París, creí deberle mi libertad, pero ahora resulta que mi acto de voluntad está en conexión, no con mi vida personal, no con lo que sé de mi vida, ni con lo que hasta ahora he esperado de ella, sino con la de usted y con lo que usted quiere de mí, que no sé lo que es, pero que, en todo caso, no es lo que he querido yo. Esto es inexplicable. Es muy fácil responder: sucede así por casualidad, pero yo no creo en la casualidad.

Doña Mariana había escuchado con muestra de entenderle enteramente. Cuando Carlos terminó, ella se encogió de hombros.

—Lo que no me explico, criatura, es por qué te haces cuestión de esto. ¿Qué más dan los porqués, si es que existen? Lo importante, a mi juicio, es que, si te hablo de tu padre como deseo, tu vida puede cambiar; y ahora que ya has hablado un poco de ti, deseo ardientemente que cambie, porque no me gusta: ésta es la cuestión. ¿Para qué romperse el caletre con las otras? Te aseguro que me sorprende que se te hayan ocurrido. En mi cabeza, desde luego, no caben.

—Sin embargo, para mí, esclarecer lo que no entiendo puede suponer también un cambio de vida. Algo así como si un hombre que no cree en Dios se lo encuentra, de pronto, en la mesa del café.

—¿Tú crees en Dios?

La mano de Carlos, que llevaba un nuevo cigarrillo a la boca, se detuvo a medio camino.

—¿Por qué lo pregunta?

—Es que yo no creo.

Lo hubiera esperado Carlos de cualquier otra persona; pero de pronto comprendió que ya se había hecho una idea de doña Mariana, y que en ella no cabía una confesión paladina de ateísmo. La sorpresa se le traslució en el rostro.

—En cualquier caso —tartamudeó—, eso no importa.

Doña Mariana sacudió la manta que le cubría las piernas, y se levantó.

—Vámonos.

Pero permaneció frente a Carlos, mirándole a la cara, y le puso una mano encima del hombro.

—Ya lo creo que importa. Precisamente porque no creo en Dios es por lo que necesito que me juzgues.

—¿Yo?

—Tú, Carlos Deza, hijo de Fernando y de Matilde, a quienes hice daño —echó a andar hacia la puerta, y la madera del piso crujió bajo sus pasos. El suelo se movía suavemente, como un barco mecido por la resaca. Se movía con música. Carlos tardó en seguirla unos segundos.

El resto del día transcurrió como si no hubiera pasado nada, como si ciertas palabras no se hubieran pronunciado, y no porque Carlos hurtase el bulto a las consecuencias, sino porque doña Mariana parecía haberlas olvidado, o, en todo caso, hacía como si las olvidase. Durante el regreso, habló a Carlos de la situación de sus propiedades, cuyas rentas ella había doblado con gran esfuerzo, pero sin que el resultado fuese el que debía esperarse. «Tu padre —dijo también— carecía de sentido para el dinero. Resulta ridícula la cifra de algunos arrendamientos, y ahora, con esas leyes que dan los republicanos, es muy difícil subir las rentas». Llegaron a casa, y mandó que preparasen la merienda. Preguntó a Carlos si té o chocolate; Carlos dijo que té, y lo sirvió la Rucha. Siguieron hablando de intereses, o, mejor, siguió doña Mariana refiriéndose a los de Carlos y al poco tino con que sus tierras se habían explotado. Después de merendar, puso unos discos, y por ahí sacó la conversación de la música. «Tú tocabas el piano, ¿verdad?» Carlos le respondió que sí, y entonces ella le invitó a que tocase un poco. Lo hizo Carlos. Mientras tocaba, la observó. Ni una sola vez pareció ensimismarse o dejarse arrebatar por pensamientos, sino que permanecía despierta y atenta a la música. Preguntaba, y Carlos le respondía. Lo que más le gustaban eran los valses de Viena. «¡Qué quieres, hijo mío! Son de mi tiempo.» Carlos tocó los más conocidos, y alguno nuevo que recordaba vagamente y que reconstruyó con esfuerzo. «Esto del piano, si no recuerdo mal, lo aprendiste por disposición de tu madre.» Así era. «¿No te gusta?» Sí; a Carlos le gustaba la música.

—Ya ve usted. Si a mi madre se le hubiera ocurrido hacer de mí un músico, lo hubiera conseguido. Pero aprendí a tocar el piano porque, según mamá, es una especie de adorno bonito para un hombre. De todas maneras, lo que sé me ha bastado. No soy un gran pianista ni lo seré nunca, pero, para mis fines particulares, me defiendo.

—Es curioso —dijo doña Mariana—. Que yo recuerde, a ninguno de mis abuelos, ni tampoco a los tuyos, se les ocurrió jamás dedicarse a otra cosa que no fuera la política o su hacienda. Pero ya tu padre fue un tipo raro: tuvo un gran porvenir político y lo desdeñó. Los últimos años de su vida se los pasó escribiendo. Después, a mi primo Gonzalo le dio por la literatura y el periodismo, y les sacrificó su vida. Más tarde, el hijo de Quiroga salió pintor, tú eres un músico fracasado, y del hijo de Remigio Aldán, que también anda por aquí, dicen que es poeta, o que quiere serlo. ¿No encuentras esto un poco raro?

—Por lo que a mí se refiere, desde luego, no. Aunque, bien mirado, no soy un músico fracasado. Todo lo más, un psiquiatra fracasado. Lo que sucede es que mi madre me mandó aprender música para que, en las reuniones sociales, pudiera sentarme al piano y tocar un vals, y para que las señoras dijesen: «¡Qué bien toca el hijo de Matilde!»; y, si acaso, para que una chica de posibles se enamorase de mí; y yo lo que hice hasta ahora fue tocar para mí, porque me gusta; y, todo lo más, tocar para alguna persona que encuentre en la música el mismo gusto que yo. Pero le aseguro que, hasta ahora, no me ha proporcionado un buen partido para casarme.

—No eres ambicioso, ¿verdad?

—¡Oh, sí! Tengo algunas ambiciones; lo que me falta es pasión para realizarlas.

—¿Te acuerdas de Cayetano Salgado?

—Un chico rico que jugaba con nosotros, ¿no?

—Algo más que un chico rico, pero sí, es cierto: jugaba con vosotros; jugaba contigo y con Juanito Aldán. Ahora es el amo aquí. También él estuvo fuera, como todos vosotros. ¿Qué sucede, que todos os vais y luego volvéis? Pero Cayetano ha vuelto de otra manera. Estuvo en Inglaterra y en los Estados Unidos, se hizo ingeniero, ahora dirige los astilleros. Es muy rico, ¿sabes?, más rico que yo. Cualquiera, en su lugar, hubiera elegido otro sitio para vivir. Los astilleros podría dirigirlos desde La Coruña, por ejemplo. Sin embargo, él vive aquí, aquí tiene su casa, y su madre, y su padre...

Se interrumpió.

—A ésos también les hice daño, pero el juicio de Cayetano no me importa.

No esperó a que Carlos se apoyase en aquel inciso para volver a la conversación de la tarde, sino que continuó hablando de Cayetano y de sus astilleros, e incluso de su madre y de su padre. «Todo el que piensa vivir en Pueblanueva más de veinticuatro horas necesita saber a qué atenerse con esa gente, porque, quiéralo o no, se los tropezará.»

—Usted no parece quererlos mucho.

—¡Oh, no! Don Jaime es mi amigo, y aunque a su hijo le pese, mi administrador. Ya lo conocerás cualquier día. Una de las cosas que te dirán en seguida es que don Jaime Salgado es el padre de mi hijo. Esto no es cierto. Hace treinta y cinco años, cuando murió mi padre y vine a hacerme cargo de mi patrimonio, estos Salgados empezaban, tenían dinero, habían montado una pequeña factoría naval en que construían barcos de madera. Don Jaime era un buen hombre de negocios, pero Angustias, su mujer, ambicionaba algo más que dinero. Cada vez que un Churruchao vendía algo, ella mandaba a su marido que lo comprase.

Carlos la interrumpió:

—¿Un Churruchao? Alguna otra vez he oído ese nombre, pero no sé qué quiere decir.

—Los Churruchaos, hijo, somos nosotros; tú, y yo, y Juanito Aldán, y el padre Quiroga, y algún que otro bastardo pelirrojo que anda por ahí, por el campo.

—Una gran familia. Eso, al menos, me dijo en París Gonzalo. Y mi madre también me habló y me escribió muchas veces acerca de eso. No hablaba de los Churruchaos, pero ahora comprendo que se refería a ellos. Parece ser que mi obligación de ser un hombre importante tiene bastante que ver con mi pelo rojo y mis narices.

—¿Te has dado cuenta de que, desde tu llegada, es la primera vez que hablas con ironía?

—Perdóneme. Pero no puedo tomar en serio esas cosas. Vengo de un mundo en que ya no existen.

—Sin embargo, tienes el pelo rojo y las narices grandes, y eres largo y huesudo, como yo y como tu padre. Y como lo son y lo fueron muchos más.

—No he tenido ocasión de imponer mi criterio a la biología.

Doña Mariana se puso en pie.

—Ven conmigo.

Salieron. Por el pasillo, doña Mariana dijo:

—Tu padre nunca estuvo en el extranjero, y, además, aquéllos eran otros tiempos. Él se pasó muchos años de su vida escribiendo historias de Churruchaos. Ahora voy a enseñarte unos cuantos.

Abrió la puerta y entraron. Era un salón grande y oscuro. Doña Mariana lo atravesó y abrió las maderas: apenas entraba la luz del atardecer. Sin embargo, Carlos pudo entrever unos cuantos cuadros colgados en las paredes, diez o doce. Doña Mariana fue derechamente a la chimenea, y mostró a Carlos el que presidía. Era de una mujer.

—Ésta es Mariana Quiroga. Estuvo para casarse con un tatarabuelo tuyo, pero acabó casándose con el mío. Es una bonita historia de las que tu padre escribió. Tu padre decía que, gracias a esta mujer, nosotros, los Sarmiento, hemos sido enérgicos, realistas y positivos.

Carlos encendió una cerilla y la levantó sobre su cabeza, alumbrando el cuadro. Miró durante unos momentos el rostro delgado, decidido, despectivo, de Mariana Quiroga.

—Se parece a usted.

—¿Quieres con eso llamarme fea? —respondió doña Mariana riendo.

Carlos se disculpó.

—Lo soy ahora, de vieja, pero de moza no fui cosa despreciable. Tú mismo puedes verlo.

Fue hacia el extremo opuesto del salón, y mostró a Carlos un cuadro colgado sobre la consola.

—Así era yo a los treinta años.

Carlos encendió una cerilla.

—¿Le importa que use uno de estos candeleros? Usted lo merece.

Ella se lo alargó. A su luz, Carlos examinó el cuadro.

—Es un Sorolla —dijo ella.

A la luz del candelero se descubrían, si no los matices, al menos la figura: una Mariana joven, cuyo rostro se adelantaba, vigoroso, dominante, seguro de sí mismo. Decir que era bonita ponía límites demasiado estrechos a la realidad representada en el cuadro. Sin embargo, aquel rostro atraía, no por su perfección, sino por su vitalidad, contenida y como frenada por la sonrisa.

Carlos se volvió, y alumbró el rostro de doña Mariana.

—No compares —dijo ella sonriendo—. Lo de ahora es una ruina.

—Si eso que tiene usted que contarme de mi padre es que se enamoró de usted, me lo explico; pero si, además, me dice que lo abandonó todo por usted, o que por voluntad de usted fue vil o heroico, lo creeré mejor.

Doña Mariana movió la cabeza y sonrió con ternura.

—No tanto, hijo, no tanto.

—Usted me ha dicho repetidas veces que me parezco a él, y voy presintiendo que el parecido es más grande de lo que usted sospecha. Quizá, como yo, mi padre careciese de voluntad. En tal caso, habrá sido un descanso para él entregarse a usted y limitarse a obedecer.

—Tampoco.

—Estoy describiéndole lo que yo habría hecho si usted se hubiera tropezado conmigo, y no es imaginación, sino recuerdo de una experiencia. Zarah es también una mujer fuerte, y yo, junto a ella, he sido vil, porque lo que ella me ofrecía lo era.

—Sin embargo, te has apartado.

—Todavía no sé cómo.

—Tu padre era débil, pero sólo aparentemente. Fue, como tú, capaz de dejar lo que le importaba, quizá lo que amaba, y esto le sucedió dos veces en su vida. Muchas veces he intentado entender su debilidad, que acaso no lo fuese, sino tan sólo falta de entusiasmo por lo que la vida le daba. Tu padre, como tú, pensaba mucho.

Carlos había dejado el candelabro sobre la consola. Doña Mariana encendió en sus velas las del candelabro parejo.

—Pero yo no quería hablarte de esto ahora. Te traje aquí para que vieses si tenía importancia el llevar en las venas una sangre y no otra. No me refiero, como puedes suponer, a importancia social, o a que tú y yo y todos nosotros nos pongamos a presumir de nobleza, porque todo eso va de capa caída; pero es indudable que el nacer de unos padres y no de otros da muchas cosas hechas, y otras, en cambio, las hace imposibles. Cuando uno nace, le regalan la figura y el temperamento: uno es guapo o feo según los padres que ha tenido; es fuerte o débil, es listo o burro. Yo vengo de Mariana Quiroga, que fue una mujer hecha y derecha, y por eso lo soy también. Si ella se hubiera casado con tu tatarabuelo y no con el mío, acaso ahora el fuerte serías tú, y yo no pasaría de ser una pobre y débil mujer.

Se sentó en un sillón.

—No vale de nada alegrarse o entristecerse por el pasado. Las cosas son como son y están bien así. Vosotros sois débiles y os da por pensar. Sois inteligentes y abúlicos. Ponen en vuestras manos una pera madura, y en vez de morderla, os echáis a investigar de dónde salió, y por qué no está en el árbol y sí en vuestras manos. A tu padre, lo que le gustaba era averiguar si comerse la pera era o no moral: nunca supo echar mano de lo que le apetecía, y eso que lo tuvo a su alcance...

Carlos permanecía apoyado en la consola. Miraba alternativamente a doña Mariana y a su retrato.

—Poco antes de casarse —continuó ella—, cuando vine a Pueblanueva, tu padre había descubierto ya la existencia de la otra Mariana, de ésa, y andaba muy interesado por escribir su historia. Venía todas las tardes a esta casa, revolvía papeles y merendaba conmigo. Me hablaba con entusiasmo de lo que iba descubriendo. Y resulta que no sólo tu tatarabuelo, sino varios tatarabuelos más, quisieron casarse con ella. Mariana Quiroga hubiera tenido que casarse alternativamente con un Aldán, con un Sarmiento, con un Deza, y con alguno de sus primos Quirogas, y dar a cada uno un hijo vigoroso; de esta manera, quizá todos vosotros seríais ahora fuertes y realistas como ella; no hubierais perdido el gusto de mandar, y no se os hubiera ido el pueblo de las manos. Pero aquellas gentes habrían visto mal que la chica se convirtiera en una especie de incubadora, y a ella misma no le hubiese apetecido. Por todo lo cual vosotros sois como sois, y yo estoy sola en el pueblo para hacer frente a los que quieren hundirnos.

Asió a Carlos de un brazo y lo atrajo hasta sentarlo junto a ella.

—Mira. A mí, los otros Churruchaos me importan menos. Allá ellos con su vida y con su destino. Pero tú me tocas más de cerca. No quiero que Cayetano te hunda como a los otros. Tu madre sospechaba que esto habría de suceder alguna vez, y por eso te alejó de aquí y quiso hacerte un hombre poderoso. Se equivocó en los medios. ¡Ah, si tu madre hubiera olvidado sus rencores y me hubiera dejado encaminar tu vida! Pero me tenía miedo. Todos me tienen miedo, y me lo tiene también ese bobo de Gonzalo. El miedo de los otros ha frustrado muchas cosas; pero lo que siento ahora es que tu madre se haya equivocado, ¿me comprendes? Tenía que llegar este día en que vinieras a recobrar tu herencia, y ahora no tienes armas para defenderla. ¿Cómo vas a hacerlo, si sospecho que no te importa?

—Al llegar a este punto —interrumpió Carlos—, no la entiendo bien; pero si a lo que se refiere usted es a esa herencia de mando y de poder que nos ha arrebatado Cayetano...

—¡No! Del todo, no. Todavía mando mucho.

—Aunque así sea. El mando no me interesa, efectivamente, ni probablemente nada de esa herencia. Empiezo a comprender lo que mi madre quería de mí, pero mi madre había olvidado mi derecho a mi vida propia.

Hizo una pequeña pausa.

—Los hombres hemos cambiado. Reconozco que mi cabello y mis narices pertenecen a toda esa gente pasada, e incluso admito que si esa dama del retrato se hubiera casado con mi tatarabuelo, yo sería de otra manera, quizá más fuerte de lo que soy; pero, en ese caso, emplearía mi fuerza en hacer mi vida.

—Eres como tu padre: débil y terco.

Le cogió repentinamente una mano:

—... y simpático. Me parece que voy a quererte mucho.

Capítulo IV

IV

Cenaron, con fondo de flamenquerías anticuadas al gramófono, sin que las palabras importantes volviesen a surgir; sino que Carlos, solicitado por doña Mariana, volvió a contar cosas de Viena y de cómo se vivía allí, de las diversiones de la gente y de las personas que sonaban en la ciudad; de lo que Carlos poco pudo decirle, ya que sólo sabía de los hombres de ciencia, de los líderes políticos y de algún otro artista. Doña Mariana no había estado nunca en Berlín, y Carlos lo comparó con Viena, las ciudades y las personas. Entró la Rucha con el recado de que Xirome quería ver a la señora. Doña Mariana mandó que pasase, y Xirome, desde la puerta, pidió permiso. Era un cuarentón de rostro curtido y cabello rubio, vestido de mahón deslucido, con botas de aguas, zamarra y una boina chica a la que daba vueltas entre las manos. Parecía muy apurado. Doña Mariana le mandó que hablase, y él contó la pelea habida en la taberna del Cubano entre unos marineros de su barco y unos obreros de la factoría. El bochinche se había armado porque los obreros, medio borrachos, se habían metido con «el señor Aldán», que hablaba a los marineros, según costumbre, de la revolución.

—¿Pudieron más los nuestros? —preguntó doña Mariana, interesada; y Xirome le respondió que, en general, los marineros se habían retraído, y que el suceso, todavía en marcha y en fase intermedia de disputa, parecía reducido a dos hombres de cada bando.

—¡Hay que pegarles! —casi gritó doña Mariana—. ¿Cómo andáis de vino?

Xirome le respondió que mal.

—Toma dinero, y paga una ronda, o dos, o las que hagan falta, a los nuestros, y si alguno tiene apetito, que coma también.

Se levantó briosa, salió un momento y volvió con un billete en la mano.

—Ahí va el dinero.

Xirome lo cogió con evidente sorpresa.

—¿No es mucho?

—Ya me traerás lo que sobre, si sobra. Pero me disgustaría que ganasen los de la UGT.

Xirome llevó la mano a la frente y salió pitando, la Rucha tras él. Y doña Mariana, antes de sentarse, cogió del anaquel una botella de licor y sirvió dos copas.

—Esto hay que celebrarlo.

Tendió la suya a Carlos.

—¿Qué es lo que celebramos?

—La paliza que mis hombres darán a los de Cayetano.

—No entiendo nada. Y menos esa mención de la UGT que usted ha hecho. Eso me ha sorprendido más que otra cosa.

—Los del astillero están afiliados a la UGT, sólo porque mis pescadores pertenecen a la CNT.

—¿Sus pescadores?

—Todos los barcos de pesca de Pueblanueva son míos. Un mal negocio, puedes creerme, en estos tiempos de poca pesca. Si liquido a cero la temporada me daré por contenta. Pero, aunque me cuesten dinero, no amarraré los barcos.

A pesar de la explicación, Carlos seguía sin entender. Había quedado con la copa de licor en la mano, sin probarla, y miraba a doña Mariana. Se atrevió a preguntarle, un poco en broma:

—¿Por filantropía?

—No, hijo. Por hacerle la pascua a Cayetano. Él quiere acabar con la pesca, no porque le estorbe en sus negocios, sino sólo por ser el amo de la villa, y que aquí nadie gane un real que no sea suyo. Y a mí no me da la gana.

Bebió un sorbo de licor de la media copa que se había servido.

—Ya sé —dijo luego— que al final ganará él, pero será cuando yo muera. Lo siento por los pescadores. Les hará pasar hambre y entrar por el aro antes de admitirlos en el astillero. Pero, los pobres, ¿qué van a hacer? El que me herede no estará dispuesto a jugarse el dinero por una terquedad mía.

Miró a Carlos con seriedad súbita.

—Tú, por ejemplo, no lo harías, ¿verdad?

—¿Yo?

—Acaso no comprendas que con mi dinero, con mis tierras y con mis barcos pueda legar a quien me herede ciertas obligaciones morales. No creo, incluso, que ningún notario se atreviese a escribirlas en mi testamento.

Se puso de pie, y, por hacer algo, cogió la botella de licor y la devolvió al anaquel. De espaldas a Carlos, continuó:

—La gente es imbécil. Si se me ocurriera dejar mi dinero para un hospital, lo encontrarían razonable; pero si lo dejo para que se impida a Cayetano Salgado mandar en el pueblo y hacer su santa voluntad, que no es santa, lo encontrarían disparatado. Y, sin embargo...

Se volvió a Carlos. Sus manos se movían lentas, elocuentes.

—El padre de Cayetano es mi amigo. No fue nunca mi amante, y hoy es ya un viejo chocho, una ruina babeante, pero fue mi amigo, todo lo amigo que puede ser un perro fiel. A Jaime le duele la enemistad entre su hijo y yo, que no puede ser sino eso, enemistad. Jaime espera que el lío se arregle, como en las comedias, con una boda. Cayetano Salgado con Germaine Sarmiento. ¿Lo encuentras bonito? A la madre de Cayetano le parece de perlas, porque ella siempre soñó que su hijo fuera dueño de esta casa y de todo lo bueno que haya en diez leguas a la redonda. A mí me parece monstruoso. Si mi sobrina llegase a casarse con Cayetano, creo que mis huesos se levantarían y vendrían una noche a asesinarla.

Cerró los puños con brío.

—Cayetano es un asqueroso. Será la primera persona de quien te hablen en el pueblo, antes que de mí, porque a mí me odian, pero a él le temen. Te contarán que es un conquistador, que no hay mujer que se le resista, y el que te lo cuente tendrá sus razones para convencerte, porque es muy probable que su mujer, si es todavía joven, o su hija, si la tiene, se hayan acostado con Cayetano. Y yo me pregunto qué diablo tiene un hombre en el alma para portarse así.

Sonrió de pronto.

—Esa chica que vino contigo en el autobús, Rosario la Galana, es la de turno. Lleva un mes con ella, o cosa así; le durará el tiempo que tarde en encapricharse de otra.

Sonaron, en aquel momento, dos disparos lejanos, apagados los estampidos por la lluvia; y, luego, como un rumor de voces alteradas y de gritos. Carlos corrió a la ventana y la abrió. Al final de la calle, hacia el otro extremo del pueblo, se veían bultos de gentes que corrían, y, a los gritos que daban, se sumaban chillidos de mujeres.

—Eso han sido los del astillero —dijo doña Mariana.

—¿Quiere usted que vaya a ver qué sucede?

—No deseo que te mezcles en el lío.

—Sin embargo... —y por reforzar su deseo, agregó—: Recuerde que Aldán está allí.

Se acercó a la ventana y miró también. El tumulto parecía sosegarse; ya no gritaban las mujeres, y las sombras humanas desaparecían por una puerta.

—Es en la taberna del Cubano, algo así como el Cuartel General de los pescadores. Ve con cautela.

Carlos salió corriendo. Al pasar, cogió del perchero su gabardina, y se la puso mientras descendía las escaleras. Iba destocado, y sintió sobre la cabeza la lluvia menuda. Al alejarse de casa de doña Mariana sosegó el paso, y así llegó a la taberna, como el que pasea. No había encontrado a nadie en el camino, pero, de la parte del astillero, llegaban voces. Se detuvo frente a la taberna. Alguien discutía dentro, y la sombra de una mujer pasaba y repasaba por los vidrios de la puerta. La empujó. La taberna era pequeña. Un grupo de marineros rodeaba la mesa del rincón. La muchacha que iba y venía traía ahora una palangana llena de agua y una toalla. Al verle, se detuvo y todas las voces callaron. El grupo de los marineros se abrió: estaba entre ellos Xirome, con la boina puesta y un gran chirlo en la frente.

—Buenas noches. Soy médico, y pensé... Si ha pasado algo...

Un hombre sentado a la mesa y vuelto de espaldas se levantó y fue hacia él. Era largo, delgado, pelirrojo. Sujetaba con la mano, sobre la cabeza, una toalla ensangrentada. Le tendía la otra mano.

—¡Carlos! ¡Carlos Deza! Soy Aldán. ¿No recuerdas?

Carlos señaló la cabeza.

—¿Estás herido?

—¡Oh, no es nada, no te preocupes! ¿Cómo estás? Ya sabía que habías llegado.

También Aldán le mostraba afecto, aunque pareciese que deseaba hacerlo público, que se gozaba en abrazarle precisamente delante de los marineros. Se volvió en seguida a ellos y les explicó que era «el doctor Deza», de quien tantas veces les había hablado. Le fueron dando la mano, uno a uno, silenciosos, pero con un brillo caliente en las miradas, con un respeto franco y esperanzado. Los últimos fueron el Cubano y la moza de la palangana. Aldán la había olvidado, y ella, con voz plantada y briosa, innecesariamente briosa, le dijo:

—Yo soy Carmiña. Éste —señaló al Cubano— es mi padre.

Espigada, morena, de pómulos anchos; llevaba con gracia el vestido aldeano, y con una toquilla negra refrenaba la osadía juvenil de sus pechos.

El Cubano dijo:

—Está bien. Ahora vete, y deja al señor en paz.

—¡Vaya! ¿Y la herida de Juan?

Sin hacer caso a su padre, dejó la palangana sobre la mesa y atrajo a Juan por un brazo, hasta sentarlo. Descubrió la herida.

—¿Quiere verla? Me parece que no es nada.

Carlos se acercó. Era una brecha pequeña, bien lavada ya. Mientras Carmiña secaba la sangre, Aldán explicó que le habían tirado una piedra, y que la reyerta había sido entre trabajadores del astillero y marineros.

—Ya sé. Los de la UGT contra los de la CNT.

—Para ser más precisos, entre esclavos y hombres libres —respondió Aldán, con énfasis; y con un gesto circular mostró a los hombres libres.

Y el Cubano agregó, apasionadamente:

—Eso, eso. Entre esclavos y hombres libres. Nosotros defendemos la libertad.

Pero Carmiña estaba en desacuerdo. Mientras retorcía la toalla, corrigió:

—No haga caso, señor. Tan locos unos como otros. Lo que les gusta es darnos pesar a las mujeres. ¡Libres y esclavos! ¡Si cada cual pensase en lo suyo, y se dejasen de peleas!...

Envolvió con la toalla húmeda, a guisa de turbante, la cabeza de Aldán.

—Ahora aguarda así, hasta que llegue el boticario. Digo, si el señor no manda otra cosa. Podemos echarle aguardiente, si le parece mejor.

Carlos comprendió que se esperaba un consejo profesional; que quedaría muy bien respondiendo a Carmiña: «Sí; échale un poco de aguardiente»; pero se limitó a decir:

—No es nada y está limpia.

—El boticario ha ido por árnica y esparadrapo.

Carmiña se encogió de hombros y salió. Aldán, agarrada la toalla, empezó a contar lo que había sucedido.

—Pero eso es una agresión —le respondió Carlos—. ¿Por qué no los denuncias?

Los marineros y Aldán se miraron, sonriendo.

—¿Denunciarlos? ¿No sabes que el espolique de Cayetano es oficial del Juzgado?

—Considera —intervino el Cubano— que el señor es recién llegado, y que no sabe...

Le explicaron que Cayetano tenía un hombre de confianza en el Ayuntamiento, otro en el Juzgado, otro en la parroquia. Gente adicta, bien pagada. Romperían la denuncia, y, además, cualquier noche darían una paliza al denunciante.

—Nosotros —añadió el Cubano al final del relato— estamos contra esto. No somos asalariados de nadie. Yo trabajé en Cuba y sé lo que es la libertad.

Mostró una pierna de palo.

—Por defenderla en una huelga, perdí la pierna.

Los pescadores asentían, como si hubieran sido testigos. Debía ser una historia muy conocida, que confería al Cubano autoridad y heroísmo.

—Sí, fue en el catorce, el mismo año de la guerra. Yo estaba de capataz en el «Sarita», un ingenio de azúcar.

Se abrió la puerta y entró un caballero de media edad, con un paraguas chorreante, un impermeable negro, muy deteriorado, y una gorra de visera a cuadros. Fue derecho a Aldán.

—Vaya. Aquí está el árnica. ¡Llueve a Dios dar agua!

Aldán señalaba a Carlos con la mano libre. El recién llegado se volvió.

—¡Ah! ¿Usted? ¡Entonces, ya no hace falta el árnica!

Se secó la mano y la tendió a Carlos.

—Soy Piñeiro, Baldomero Piñeiro, farmacéutico. ¿Cómo está usted? He conocido a su padre. Claro que yo era, entonces, un rapaz, pero lo recuerdo bien, muy señor, de buena figura, siempre solitario. De una raza que no hay.

Carlos respondió con unas cortesías. Piñeiro retenía, aún, su mano.

—¡Ah, si hubiese hombres como su padre! No nos veríamos como nos vemos, bajo esta tiranía.

Se volvió a Aldán.

—¿Le explicaste?

Aldán afirmó con la cabeza.

—A esto llaman libertad —continuó Piñeiro—. «¡Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!», que dijo no sé quién. Usted lo sabrá, acaso.

—No lo recuerdo.

—No importa. Yo, tampoco. Tenía razón. ¡Ya lo creo que tenía razón!

De pronto frunció la frente.

—Oiga. No me tome usted por uno de éstos —señaló a los marineros agrupados—. No soy de la CNT, sino monárquico. Los señores y yo somos amigos, a pesar de la discrepancia política, y aliados contra el enemigo común.

Olía a aguardiente. Carlos examinaba su rostro arrugado y expresivo, la nariz colorada de bebedor, los ojos azules, un poco velados. Por debajo de aquella cabeza de carácter, a la que la visera daba el aire de un pájaro en esquema, algo apasionado e inteligente, rompía con destellos agudos el velo de la mirada.

—Monárquico. De los de antes, claro. Absolutista.

Y como Carlos pareciera no entender, preguntó:

—¿Sabe usted lo que es el absolutismo? ¿No oyó hablar nunca de eso?

Se disponía a informarle, pero la intervención de Aldán, reclamando el árnica, dejó a Carlos en provisional ignorancia. Don Baldomero limpió de nuevo la herida, le aplicó un apósito y lo sujetó con el esparadrapo. Carlos se había sentado, y alguien le servía una taza de vino. Carmiña salió de la cocina y le puso delante un plato de sardinas fritas.

—Otra cosa no habrá, pero vino y sardinas las hallará siempre en esta su casa.

Don Baldomero explicaba al auditorio el contenido del absolutismo y su conveniencia para la redención de las clases humildes. En tiempos de los grandes reyes, la monarquía y el pueblo se habían aliado contra los tiranos y los habían vencido.

Hubo un momento en que la presencia en público de Carlos pareció agotar sus efectos, o en que quizá unos minutos más entre los marineros le pusiesen en riesgo de familiaridad excesiva, o simplemente que allí no hubiese ya nada que hacer. De repente, y como sin causa, Aldán y don Baldomero mostraron deseos de marchar y ofrecieron acompañar a Carlos hasta su casa, y, sin que él hubiese accedido, se levantaron. Xirome echó un vistazo a la calle, por si había enemigos; dijo que no, y esperó, sujetando la puerta, hasta que los otros salieron. Todos los marineros se habían puesto en pie, y como Carlos quisiera darles la mano, Carmiña intervino:

—¡Vaya! Dígales adiós, y basta. Lo mismo hicieron cuando vino el diputado. Como si no tuviera más que andar dando la mano a todo el mundo.

Tenía autoridad entre ellos. Los marineros, el propio Cubano, retiraron las manos. Carlos, embarazado, golpeó a alguno en las espaldas, dio las gracias al Cubano por las sardinas y el vino, y prometió volver otro día, más temprano y con mejor apetito.

Iba Xirome delante, y Carlos entre Piñeiro y Aldán, cobijado por el paraguas del boticario. Por encima del rumor de la lluvia se oían las olas golpear contra el pretil; Carlos las escuchaba con más atención que la charla de Piñeiro, un poco gárrula, repitiendo lo ya dicho sobre Cayetano y su tiranía. Las había escuchado durante la tarde entera, desde que la sirena del astillero había hecho callar el estruendo de las remachadoras, y los ruidos naturales de la lluvia y la mar, las voces lejanas de las gentes, reaparecieran.

—... pero lo que sucede es que en este país, desde que vinieron los liberales, no hay autoridad.

—Mejor sería decir desde que los liberales no supieron hacer un estado.

—¿Un estado liberal? ¡Prefiero la anarquía, que, al menos, es el desorden sin careta!

Carlos se sentía ajeno y, sin embargo, comprendía que aquellos problemas debieran interesarle. Se esforzó por seguir a don Baldomero en su razonamiento, pero no lo entendía.

—Bueno —intervino una vez—. ¿Y por qué aquí no se gobierna la gente en paz, como en el resto del mundo?

Don Baldomero se detuvo.

—Es que no estamos en el resto del mundo.

Lo dijo con énfasis, y Carlos tampoco comprendió la razón del énfasis.

—¿Y qué?

—España no pertenece al mundo. España, ¿entiende?, es un mundo por sí sola.

Aldán, al detenerse, había quedado fuera del paraguas. Acercó a las otras su cabeza aquilina.

—Carlos no ha vivido en España los últimos años, y no nos puede comprender. Pero quizá...

Se detuvo un instante.

—Somos como Rusia. ¿Comprendes, Carlos? Un país como Rusia. Al margen del mundo. Por eso hay aquí absolutistas, como Piñeiro, y anarquistas, como yo.

—Usted está loco, Aldán. No me venga con monsergas. Usted no es anarquista porque España sea como Rusia, sino porque ya no hay Inquisición.

Cogió a Carlos fuertemente por un brazo.

—Voy a explicarle... Pero no; aquí no. ¿Por qué no vamos a mi casa?

—¿A estas horas?

—¿Qué importa la hora? Venga. Tomaremos unas copas y le presentaré a mi señora.

Carlos indicó que, si tardaba, doña Mariana podría preocuparse.

—Le mandamos recado por Xirome, que va hacia allá. ¡Venga, venga!

Tiró de él, hacia arriba, por una calleja empinada, por cuyas losas resbalaba el agua con rumor suave.

—Y usted también, Aldán. Vamos a mi casa. Hay un brasero y una botella.

Sin embargo, don Baldomero no pudo dar las explicaciones anunciadas. Llegaron a la botica y entraron a la trastienda. Una mujer, vestida de trapillo, con bigudíes en el pelo, leía, sentada en una mecedora, a la luz de una lámpara con pantalla verde. Apenas se movió al ver a Piñeiro; pero cuando Carlos asomó por la puerta, dio un grito y salió corriendo hacia el fondo.

—¡Ay! ¡Cómo me cogió!

—Creo —indicó Carlos— que no debiéramos haber venido sin avisar.

—No se preocupe. Ya sabe cómo son las mujeres.

La rebotica era una estancia alargada y húmeda, con anaqueles en que los paquetes de específicos se mezclaban con libros envejecidos y rollos de periódicos. Había un par de retratos —los Reyes Desterrados— y una estampa grande, antigua, descolorida, del Sagrado Corazón de Jesús.

—La pobre Lucía no tiene mucha salud —continuaba Piñeiro—. Se pasa el día leyendo, cuando no está en la iglesia. Es muy religiosa, pero, como todas las mujeres, un poco coqueta.

Lucía regresó después de un rato. Se había peinado y emperifollado. Traía una bandeja con galletas y vino dulce, y después de dejarla sobre la camilla, tendió a Carlos una mano delgada y febril. Se excusaba de la huida.

—Este marido mío tiene la costumbre de llegar, de repente, con visitas, y una...

Tendría treinta años. Un poco pálida bajo los polvos y el colorete que se había echado precipitadamente. Bonita y un poco vulgar. Al hablar, no terminaba las frases, como si la presencia de Carlos la intimidase.

—Si quieres, puedes acostarte. Venimos a hablar de política.

—¡Vaya por Dios! La tienes a una sola todo el día y para una vez que...

Se volvió a Aldán:

—¿Fue una pedrada? Ya me dijo Baldomero...

Y, en seguida, a Carlos:

—Ya le habrán explicado quién es Cayetano. Se lo habrás explicado, ¿verdad, Baldomero?

Y como si la explicación de Piñeiro no hubiera sido suficiente, agregó:

—Una vergüenza. Sobre todo, para las mujeres. No respeta a nadie.

—Mujer, tú, por fortuna, no puedes decirlo.

—¿Qué sabéis los hombres? ¿O es que no hay otros modos de faltar al respeto que tocar o decir groserías? Hay también miradas, y de las miradas de Cayetano no se ha librado ninguna, ni yo misma. Aún ayer...

Se detuvo, como si fuera a decir algo inconveniente.

—Y eso que ahora, desde que tiene a la Galana, anda un poco más calmado. Lo malo son los días entre una querida y otra. Le aseguro que nos mira a todas como si fuese al mercado, a ver a quién va a comprar.

Carlos preguntó por la Galana.

—Ahí tiene usted: una moza decente. Costurera. Se hubiera casado con un hombre de su igual. La vio Cayetano, le dijo dos cosas, y metió a su padre y a su hermano en el astillero. ¿Qué iba a hacer ella?

—¿Qué iba a hacer? Mandarle a paseo. Es lo que haría una mujer decente. Lo que pasa es que, en este pueblo, no hay moral.

—¿Qué sabrás tú?

—Digo que no hay moral. Un pueblo donde todo tiene su precio, y donde el único que puede comprar es Cayetano, es un pueblo sin moral. Entiéndalo, Carlos. Ha caído usted en un pueblo donde todo puede comprarse y donde no hay más que un comprador.

—Todo, no, Baldomero. A mí no puede comprarme Cayetano —dijo Lucía, como ofendida.

—No pensaba en ti. Tú...

—¿Sabe por qué no pensaba en mí? No porque sea decente, sino porque ya me considera vieja para gustar a nadie, y porque estoy un poco enferma.

Miró a su marido, sonriente.

—Sin embargo, sabes de sobra que a Cayetano le haría mucha gracia... En fin, que le gustaría deshonrarte... Si yo no fuera como soy... ¿Conoce usted al padre Ossorio, don Carlos?

—Apenas he llegado. Para ser el primer día, ya conozco a mucha gente.

—El padre Ossorio es un hombre extraordinario.

—Un chiflado —intervino Aldán.

—Calla, hereje. Sabes de sobra que es un santo. ¡Cuando usted le oiga, don Carlos! ¡Si viera usted qué bonita es la religión explicada por él! Es el director espiritual de un grupo de señoras y chicas con las que Cayetano no se atreve. Gracias a él... En fin: Aldán puede explicarle. Su hermana Inés es una de las nuestras.

—También yo puedo explicarle —dijo, con voz grave, Baldomero—. Es un fraile que no me gusta. Estuvo en el extranjero y entiende la religión a su modo. Para mí, un hereje. Todo lo que sea entender la religión de otro modo que nosotros es herejía.

—¡Qué sabrás tú!

Discutieron, marido y mujer, sobre el padre Ossorio, con intervenciones breves, burlonas, de Aldán. Carlos escuchaba y peleaba contra el sueño. No conseguía interesarse por la conversación. Aldán advirtió sus bostezos, propuso dejar la disputa para otro día. Momentos antes, Carlos había intentado descubrir, por debajo de las palabras y del rumor de la lluvia, el de las olas, cada vez más fuerte. Cuando salieron, de la ría venía un viento furioso, ruidoso, que envolvía al pueblo en un rumor más alto que el de las remachadoras. Las olas golpeaban el parapeto, y su espuma saltaba a las losas de la calle. Pasaron junto a un hombre, que, indiferente al viento y a la lluvia, tocaba la flauta en un rincón. Tocaba un aire burlón, el chotis de una revista musical reciente. Saludó, al pasar el grupo, y Carlos lo identificó como la primera persona que había visto en Pueblanueva, el loco de la pajilla y el bastón.

Le explicaron que se llamaba Paquito el Relojero, famoso por su memoria y por su habilidad mecánica, y que era una víctima más de Cayetano, pero no dijeron por qué.

La despedida fue larga por el pretexto de la lluvia; pero ni Aldán ni el boticario se avinieron a subir al piso de doña Mariana, como Carlos proponía, y tomar algunas copas, de modo que se estuvieron un buen rato en el zaguán. Aldán, extraordinariamente animado, habló por los codos, no de política, sino del pasado: los veranos que pasaban juntos Carlos y él, durante las vacaciones; lo que jugaban, lo que hacían y la amistad que entonces se tenían. Carlos lo recordaba todo perfectamente, y algunas veces se adelantaba a Aldán en el recuerdo. Escuchándoles, se convencía don Baldomero de que antaño habían sido uña y carne, y de que, en aquellos tiempos pasados, Cayetano Salgado no era más que un mozalbete tímido y torpe de modales, aunque hijo de rico, segundón en juegos, expediciones y jornadas marítimas. Calló Aldán, y no recordó Carlos que, el último verano pasado juntos, Cayetano había aparecido con un balandro flamante, regalo de su padre, y que desde aquel momento el mando y la importancia habían pasado a sus manos, sin que Aldán o Carlos osasen discutírselo.

Se marcharon, por fin, en una escampada breve, porque, nada más alejados unos minutos, repitió la lluvia. Don Baldomero ofreció la rebotica como refugio, y unas copas de aguardiente. Aldán las aceptó. Entraron sin meter ruido, para que doña Lucía no se enterase y no le diese por bajar a estorbarles. La primera copa la bebieron de pie: Aldán ponderó la fuerza del aguardiente y la hermosa color con que las yerbas lo teñían. Don Baldomero se consideró en la obligación de repetir, y bebieron la segunda ya sentados. El calor de la camilla convenía para secar las botas húmedas.

—¿Qué le parece Carlos? —preguntó Aldán.

—Es un tío simpático y campechano. De eso no hay duda.

—¿Piensa que será capaz de desbancar al otro?

—¿Desbancarlo? ¿Qué quiere usted decir?

—Mandar en el pueblo.

Don Baldomero se encogió de hombros.

—Vaya usted a saber. A lo mejor se marcha pronto.

Aldán tendió sobre la mesa la mano descarnada y golpeó el tapete.

—Entendámonos, ¿eh? Yo, por principio, soy enemigo de que nadie mande, pero ante una situación de hecho, prefiero a Carlos Deza. Es un intelectual y se avendrá a razones.

—A mí, sólo me lo hace sospechoso el que sea intelectual, como usted dice. Los intelectuales han sido la plaga del país. Incluyo también a los de derechas, como puede imaginar. Por lo demás, me parece un tipo excelente.

—Yo no comparto sus prejuicios.

—Porque tiene usted otros.

—Exactamente. Pero no vamos a compararlos ahora, ni a discutir cuáles sean mejores. Yo soy un político, y reconozco como superiores los principios que al final venzan. Es decir, los míos.

—Los de usted no vencerán jamás.

—Eso ya se verá; pero insisto en que no lo discutamos. Lo que aquí se trata es la conveniencia de que Cayetano Salgado deje de ser el amo del pueblo para que lo sea Carlos. Más que de la conveniencia, de la posibilidad. Es algo sobre lo que usted y yo podemos ponernos de acuerdo.

—¿Es que piensa usted que le sería fácil manejar a Carlos?

Aldán bebió delicadamente un sorbo, y lo paladeó.

—Lo que estoy proponiéndole —dijo en seguida— es una cuestión de ética, no de política práctica, y menos de política inmediata. Se trata de establecer, teóricamente, la diferencia entre estar mandados por un zascandil o por una persona decente.

—¡Hombre!

—Entonces, pongamos los medios...

—¿Nosotros?

—Exactamente.

Don Baldomero rió, se le atragantó el aguardiente con la risa y tosió un rato.

—¡No diga bobadas! ¿Qué podemos hacer usted y yo? A usted le hacen caso unos cuantos pescadores que suman entre todos sesenta o setenta votos; a mí no me hace caso nadie. Pero aunque dispusiésemos de todos los votos del pueblo, ¿qué podríamos hacer? Ahora mandan en España eso que llaman las derechas republicanas, pero en el Ayuntamiento de Pueblanueva, los concejales de Cayetano tienen mayoría. Mientras tenga el dinero, mandará.

—Mientras tenga vida —respondió Aldán sombríamente.

El boticario le miró asustado.

—¿Qué quiere insinuar?

—Nada. Le digo con la mayor claridad que Cayetano mandará mientras viva. Luego, para que deje de mandar, hay que matarle. Jamás imaginé que Carlos pudiera sustituirle simplemente; yo no soy un soñador ni un imbécil. Para que Cayetano deje de gobernarnos y pueda hacerlo otro hace falta una tragedia.

—Usted está loco.

—No. Digo las cosas como son. Vivo en la realidad y veo claro en ella. Y si la realidad es ésta, ¿para qué vamos a engañarnos? Hay que matar a Cayetano.

Se echó para atrás en el sillón, empezó a hacer un pitillo y miró a don Baldomero con mirada casi terrible, un poco velada, sin embargo, por el aguardiente. Añadió al mirar una sonrisa que quiso también ser terrible, quizá terriblemente sarcástica, pero que no alcanzó el matiz apetecido, y quedó en muequecilla inocente.

—Hay que matar a Cayetano, pero en este pueblo no hay nadie capaz de hacerlo más que usted y yo.

Don Baldomero hizo un gesto de protesta, pero por el tono de la voz se advertía su complacencia indisimulable por que se le atribuyesen agallas suficientes para matar a alguien. Pensó que Lucía debería estar delante. Lucía, que alguna vez le había negado corazón para dar muerte a una gallina.

—¡Hombre! Eso es mucho suponer. Quiero decir... No es que yo no me sienta con riñones para matar a quien sea si lo considero justo. Pero de lo que se trata ahora... En fin, sea usted más claro.

—Écheme otra copa. Está muy bueno ese aguardiente. Para hombre de acción y presunto ejecutor de Cayetano, bebo poco y pienso mucho, y quizá sea un error. Un hombre como yo debía beber más, pero...

Hizo un gesto vago.

—... no tengo dinero y no me gusta que me conviden.

Don Baldomero le había servido y alargaba hacia él la copa colmada.

—Iba usted a decir...

—... que cuando llegué a este pueblo, hace ahora más de dos años, comprendí en seguida dos cosas: que había necesidad de matar a Cayetano, y que sólo yo sería capaz de hacerlo. Más adelante, cuando le conocí a usted...

—Pero ¿en qué se me nota que también yo...? En fin, que también yo tengo agallas.

—No sé. Pero eso no importa ahora. Lo que importan son las razones dialécticas que a usted y a mí nos permiten matar, y las especiales circunstancias por las que ni usted ni yo podemos hacer justicia.

Don Baldomero abrió los ojos asombrados.

—¿En qué quedamos?

—Una cosa es el poder moral, y otra... No sé cómo decirlo. En fin: si usted saliese ahora a la calle y se cargase a Cayetano, ¿sería lo bastante hábil para convencer al juez de que había cometido un acto justo?

—Es que si pensamos en el juez...

—Prescinda usted del juez. Piense usted en la opinión. ¿Hay alguien en el pueblo que no se alegre de la muerte de Cayetano? Sin embargo, ¿quién de ellos aprobaría la muerte que usted o yo, por las buenas...?

—¡No, no, no! Por las buenas, no. Usted acaba de decir que hay razones morales.

—Usted las tiene y yo también. Distintas, pero coincidentes en este caso. Usted y yo somos anarquistas, usted de derechas y yo de izquierdas. Usted es, además, teólogo, y sabe cuándo se puede matar lícitamente al Rey; las razones son aplicables al caso, y no hay más que hablar de esto. Yo estoy en la misma situación. Para mí, matar a Cayetano no sólo es un acto justo, sino un acto ejemplar y un acto necesario políticamente. Ahora bien, carezco de todo lo que pudiera justificarme ante la opinión. Ni siquiera pertenezco de derecho al partido anarquista. Nadie diría de mí que lo había matado por obediencia al partido. Y, en estas circunstancias, ¿qué podemos hacer usted o yo?

—Nada. Hablar y quedar de acuerdo, al menos en un punto. Yo tranquilizo mi conciencia pensando que, si hubiera Inquisición, Cayetano sería quemado.

—Pero Cayetano sigue vivito y coleando y se ríe de usted, de mí y de todo el pueblo, cada mañana.

—Nos queda el consuelo de pensar mal de su madre. Yo lo hago también cada mañana.

—¿Y qué?

—Me tranquiliza mucho.

—No basta.

Aldán se levantó, y, al estar de pie, titubeó. Instintivamente buscó apoyo en el anaquel de los libros. Tenía la copa en la mano izquierda y movía la diestra con ademán oratorio.

—¿No ha pensado usted en las razones particulares?

—¿Cuáles?

—Las privadas, las domésticas. España es un país donde no es lícito matar al Rey si gobierna mal, pero puede matársele si ha seducido a la esposa, a la hermana o a la hija.

Don Baldomero palideció.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que usted tiene una esposa, y que si usted mata a Cayetano porque haya seducido a doña Lucía, la gente lo encontrará lo más natural del mundo.

Don Baldomero rebulló en el sillón, inquieto.

—Bueno, bueno, pero él no ha seducido a mi esposa.

—Lo hará. Es fatal que lo haga. Ha venido al puñetero mundo para eso.

—Yo tengo honor, y si mi esposa me engañase, la mataría.

—Y a Cayetano, ¿no?

—La mataría a ella. La que peca es la esposa adúltera. De él ya hablaríamos luego.

Aldán le miró con desaliento.

—Entonces, si usted me falla por una interpretación casuística del honor, seré yo quien mate a Cayetano.

Arrojó, violento, la copa contra el suelo. Rígido luego, se golpeó el pecho con solemnidad que el aguardiente hacía grotesca.

—¡Yo, seré yo! Sólo usted podía disputármelo, pero renuncia. Muy bien. Se lo agradezco. Sólo me falta saber si lo mataré de un puñetazo, o usaré la pistola o el puñal.

Don Baldomero, sin hacerle mucho caso, recogía, apurado, los vidrios rotos.

—¡Hombre, no me rompa las copas! Después mi mujer protesta...

—¿Es que le tiene miedo?

—¿Miedo? ¿Yo miedo?

Con los pedazos de la copa en la mano se irguió.

—Usted no tiene experiencia del matrimonio, y no sabe que una mujer, cuando se pone pesada, es más temible que unas viruelas.

Arrojó los cristales a un rincón y se sentó.

—Usted, Aldán, es un buen muchacho. ¿Por qué se le han metido en la cabeza esas ideas? La vida es hermosa para quien quiere vivirla; para usted, que carece de religión, sería ancha y florida como un buen jardín.

—Un asco.

—Usted no trabaja. Bueno. Usted no anda con mujeres. ¿Por qué? Usted no ha corrido jamás una buena juerga. ¿En qué consume su juventud? Hay que comer, beber y fornicar, y dejarse de pensar. El pensamiento es el mal. Si usted no pensase tanto, no andaría preocupado por esa idea de matar a Cayetano.

—Y si no pensase en matar a Cayetano, ¿qué pito tocaba yo en el mundo? ¿Qué pito tocaba, dígame? Ningún pito. Sería como esos macacos que van al Casino, a murmurar o a jugarse los cuartos. Esclavos en vacaciones. Da el amo una patada y todos se echan a temblar. Yo, en cambio...

Se adelantó hasta la camilla y extendió los brazos, en movimiento circular, como si los abriese al ancho mundo.

—Vea usted mi vida. Soy casto y sobrio. Soy un asceta. No trabajo porque no quiero colaborar en un sistema económico ignominioso. Pero he dado a mi vida una finalidad. Todos los actos de mi vida se encaminan a ese fin: matar a Cayetano. Ahora me llaman vago; cuando les haya libertado del tirano, comprenderán. Y si no comprenden, peor para ellos.

Apoyó las manos en la mesa, miró a don Baldomero, inquisitivo.

—¿Me entiende? ¿Entiende lo que digo?

—No.

Llegó Aldán a su casa con el abrigo empapado, desnuda la cabeza y chorreándole el agua. Había perdido en el camino el apósito de la herida, y una parte de la cara iba manchada de sangre. El agua enrojecida le resbalaba por el cuello y le manchaba la parte superior de la camisa. Pero la lluvia le había espabilado. Olvidaba poco a poco su conversación con el boticario, y pensaba en Carlos con alegría, porque Carlos le había reconocido, había estado cordial, le había reiterado la amistad antigua.

No entró en seguida. Se cobijó bajo el alpendre, enjugó las manos y lió un cigarrillo. Había luz en la cocina, y la casa estaba silenciosa, envuelta en el rumor sosegado de la lluvia. Sus hermanas ya habrían cenado.

Volvió a pensar en Carlos. Pensaba en él desde mucho tiempo atrás, desde que había comprendido cuál debía ser su misión personal en Pueblanueva, desde que la había aceptado y esperaba su momento. Necesitaba a Carlos, no, como pudieran pensar algunos, como colaborador, menos aún como cómplice, sino como testigo. Estaba claro que nadie en Pueblanueva —probablemente tampoco fuera de ella— entendería lo que tenía que pasar. Dirían, por ejemplo: «Aldán mató a Cayetano porque se acostó con Clara». O, acaso: «Lo mató por pura envidia; lo de Clara es el pretexto». Y estas versiones, más o menos ampliadas, más o menos mezcladas a eso que llamaban la cuestión social, saldrían en los periódicos de La Coruña y en los de Madrid, donde nadie reconocería, donde nadie recordaría al protagonista del suceso. Ni siquiera los pescadores que le escuchaban en la taberna del Cubano lo comprenderían enteramente, ni siquiera el Cubano pasaría de barruntos oscuros, aunque, eso sí, diría a sus amigos: «No está claro: hay algo que nosotros no entendemos», porque el único que podía entenderlo era Carlos. Carlos discriminaría los motivos aparentes de los reales; Carlos comprendería enteramente el suceso en toda su grandeza. Para Carlos, Juan sería el hombre que acepta el destino y lo cumple sin vacilaciones y sin apresuramientos, esperando cada día la consumación de una etapa, que se anuda a la siguiente en un proceso de necesidad inexorable. Mas, para que Carlos lo comprendiera, tenía que conocer previamente las situaciones y las personas: saber quién era Cayetano y quién era Clara. Sobre todo, saber quién era él, Juan, y cómo era, y cuáles sus circunstancias. Tenía que revelárselo poco a poco, metódicamente, para que compusiese un retrato justo, un retrato de cuerpo entero y de alma entera. Carlos tenía que saber, por ejemplo, que él era poeta. Y tenía también que hacerse una idea exacta de Clara, una idea personal: tenía que llegar a despreciarla para no sentir, después, compasión. ¡Oh, esto era muy importante! Necesitaba que Carlos, a su debido tiempo, comprendiese que si la liviandad de Clara la convertía en instrumento —Clara es liviana, Clara se venderá cualquier día a Cayetano—, puesta en otra situación se vendería igualmente: de modo que él, Juan, no la empujaba, no la provocaba, sino que aprovechaba su libertad. Como quien dice: una conjunción de circunstancias dramáticas y de personas libres entre las cuales se desarrollan unas relaciones que terminan con la muerte de una de ellas a manos de otra. Siendo idénticos los hechos —liviandad, seducción, muerte—, su calidad moral depende de quien los realice. No es lo mismo matar a Cayetano por una simple cuestión de honra —como lo mataría, quizá, el boticario, si se atreviese—, que salvar a un pueblo de su tirano por pura fidelidad a un destino moral. Esto, que nadie entendería, que muchos tomarían a broma si se intentase explicárselo, es lo que Carlos Deza debería entender. Todo lo demás, desde las predicaciones sindicalistas en la taberna del Cubano a su negativa a aceptar cualquier trabajo que pudiera comprometer su libertad de acción, no eran más que puro trámite.

Entró por el patín de la cocina. Clara, de espaldas a la puerta, fregaba la loza. Inés, en un rincón, cosía, alumbrada de un quinqué. Clara, sin mirarle, respondió a su saludo; Inés se levantó en seguida.

—¡Vienes sangrando!

Él sonrió.

—No es nada. Una piedra perdida. Se me ha caído la venda.

—Ven que te ponga algo.

Rebuscó en el canastillo que tenía delante. Clara había vuelto la cabeza.

—¿Te han sacudido? —preguntó.

—Una piedra perdida.

—Un día te traerán muerto.

Inés halló un trozo de tela blanca y lo rasgó.

—No seas bruta —dijo Clara—. Hay que echarle un poco de caña.

—¿La hay en casa?

—Siempre hay caña en casa —respondió Clara con amargura.

Salió de la cocina, limpiándose las manos con el mandil.

—Ha llegado Carlos Deza, ¿sabes? —dijo Juan.

—¿Quién es?

—Carlos Deza. Pariente nuestro lejano. El del pazo del Penedo.

—¡Ah!

Esperaba de pie, con la tira de percal en la mano.

—Es un muchacho excelente. Viene de Viena, donde estudió la carrera de médico. Bueno, médico de locos. Se parece algo a mí, y me ha reconocido. De niños éramos amigos.

Clara regresaba con una botellita en la mano.

—Hemos recordado que jugábamos siempre juntos.

—¿De quién hablas? —preguntó Clara.

Juan explicó mientras le vendaban. Tampoco Clara había oído hablar de Carlos.

—¿Vas a cenar?

—No. He tomado algo por ahí.

—Hueles a demonios. ¿Es que vas a darte también a la bebida? Sólo te faltaba eso.

Clara volvió al fregadero. Con un esparto untado de jabón se restregó las manos ennegrecidas. Juan se sentó junto a Inés y, mientras ella cosía, recordó los veranos en que Carlos era su amigo y jugaban juntos.

—Venía a casa muchas veces, y también ha jugado con vosotras. A ti te quería muy bien, Inés.

—No lo recuerdo.

Clara preguntó, sin volverse:

—Y a mí, ¿no me quería?

—No muy especialmente.

—Sería raro que me quisiese —respondió, como sin dar importancia a la respuesta; parecía más interesada en la limpieza de sus manos.

—¡El puñetero hollín! —dijo—. No hay dios que lo quite, por mucho que se refriegue una.

Colgó el mandil en un clavo de la pared.

—Bueno. Voy a acostar a mamá. Hasta mañana.

Desde la puerta agregó, mirando a su hermano:

—Mucho debes de querer a ese Carlos, porque jamás te he visto de tan buen humor, ni tan amable como esta noche, a pesar de la pedrada.

Y ya en el pasillo oscuro:

—A ver si dura.

Juan iba a responder, pero los pasos de Clara sonaban fuertes en el fondo de la oscuridad. Inés no había levantado la cabeza: cosía el dobladillo de un abrigo rojo.

—Es un gran muchacho y tiene porvenir. Ya ves: si un día me dijese que quería casarse contigo...

Inés se pinchó un dedo con la aguja.

—¿Conmigo? No pienso casarme.

—¿Qué sabes tú?

Inés golpeaba el lugar pinchado con el dedal.

—Conviene que lo sepas, Juan. Voy a ser monja.

Dejó de coser, y miró a su hermano intensamente, con mirada resuelta, pero llena de amor.

—Me iré de casa, cuando en conciencia, ningún deber me retenga.

Tomó entre las suyas las manos de Juan. No dejó de mirarle.

—A ella le digo que me iré cuando haya reunido el dinero de la dote, pero esto no es del todo cierto. No quiero que pueda decir nadie de mí que he abandonado a mi madre, ni que puedas pensar que te he abandonado a ti.

—Yo no tengo derecho...

—No se trata de eso. Y no hablemos más, porque nosotros nos entendemos, gracias a Dios, en silencio. Pero quiero que sepas que he comprendido a tiempo la importancia del deber, y que te lo agradezco.

Se levantó y recogió la costura. Antes de irse, añadió:

—Si me marchase ahora, sería una deserción, y Dios no estimaría un sacrificio que no lo es.

También Inés se retiró. «¿No te acuestas?», dijo al marchar; y Juan le respondió que estaba desvelado, y que se quedaría a leer un poco, acogido al rescoldo del llar. Quedó en silencio la cocina, y casi a oscuras. Lejos se oían los pasos de Clara, que iba y venía, quizá acomodando a su madre.

Aquellas tres mujeres constituían su vida privada; las mujeres y la casa. Hacía tres años que vivían allí, que se habían refugiado allí. Al llegar, la casa estaba tan vieja como ahora, pero había más muebles. Se habían vendido casi todos, antes de que Inés trabajase, para poder comer.

Hacía tres años. En agosto había hecho tres años, el trece de agosto, dos días antes de la fiesta local, pero ya con el pueblo engalanado, con barracas en la plaza y cohetería en los aires, con gentes endomingadas que esperan la llegada del autobús para comprobar que todavía las fiestas de la Virgen atraen forasteros, a pesar de la República reciente.

—¿Quiénes son éstos, mamá? —había preguntado un niño, señalándoles con el dedo; y la madre le había respondido:

—Parecen saltimbanquis que vienen a las fiestas.

Juan lo había oído. Juan había mirado a su madre y a sus hermanas, y se había mirado: enlutados, renegridos, sucios del polvo del viaje, con el escaso ajuar a cuestas. Podían ser saltimbanquis, pero eran Churruchaos. La gente lo adivinó cuando les vio desfilar camino de lo que se había llamado el pazo de Aldán, y, entonces, les volvió a mirar: con burla o compasivamente.

—Tienen que ser los de Aldán. El padre murió hace dos meses.

—¡Pobres, cómo vienen!

Enlutados, renegridos, etc.

El padre había muerto dos meses antes. «Don Remigio Aldán y de Saavedra, falleció en Madrid el 27 de mayo de 1931. Su desconsolada esposa, doña Dolores Muiño; su hija Clara, comunican a sus amistades tan sensible pérdida.»

Sólo Clara.

—¿Por qué yo sola? ¿Y vosotros?

Había tenido que explicárselo él, porque su madre se negara a hacerlo, porque se había retirado, se había escondido a llorar, quizá a beber anís, mientras él lo explicaba a Clara.

—Nosotros, Inés y yo, no somos hijos de matrimonio.

—Pero ¿no sois, como yo, nacidos de los mismos padres? ¿No somos hermanos?

—Sí, pero sólo en cierto modo. Cuando naciste, papá y mamá ya estaban casados; pero, cuando nacimos nosotros, papá estaba casado con otra mujer. Somos adulterinos.

—Y eso, ¿qué importa? ¿No sois, de un modo u otro, hijos suyos?

Era una mala bestia sin principios, un ser primitivo y soez que sólo respondía a las incitaciones del hambre, del sexo y de la vanidad. Hablaba con desgarro de barrio bajo, con vocabulario y gestos de mercado. Su moral consistía en detestar la pobreza y quejarse de las deudas.

—Precisamente quiero que conste, a la hora de su muerte, que somos hijos suyos de otro modo que tú. Inés está conforme.

Inés no había hablado. Rezaba en un rincón, sin tristeza, serenamente. Parecía mentira que hubiese salido del mismo vientre. Pero a Inés la había hecho él. Las diferencias entre Inés y Clara las había creado él, paciente, valerosamente. Las había creado por su voluntad, para que fuesen distintas, para que nadie las confundiera.

El alma de Inés resplandecía: bastaba mirarle a los ojos; bastaba contemplarla, dulce, serena, por encima de sí misma. Juan pensaba que si él no era perfecto, si se veía obligado a simular y, a veces, a m

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