Chiquita (Premio Alfaguara de novela 2008)

Antonio Orlando Rodríguez

Fragmento

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Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Preámbulo

Donde Cándido Olazábal relata cómo conoció a Chiquita

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

[Capítulo IV]

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

[Capítulo X]

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

[Capítulo XIV]

Capítulo XV

[Capítulos XVI al XIX]

Capítulo XX

Capítulo XXI

[Capítulo XXII]

[Capítulos XXIII y XXIV]

Capítulo XXV

[Capítulos XXVI y XXVII]

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

[Capítulos XXX y XXXI]

[Capítulos XXXII y XXXIII]

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Donde Cándido Olazábal relata el final de esta historia

Anexo I

Anexo II

Anexo III

Nota final

Notas

Sobre el autor

XI Premio Alfaguara de Novela 2008

Premio Alfaguara de Novela

Premios Alfaguara

Créditos

Dedicatoria

Para Sergio

Preámbulo

Preámbulo

Chiquita existió y en este libro se cuenta su vida. Una vida tan fuera de lo común y asombrosa como ella misma. Nació cuando comenzaba una guerra y murió al finalizar otra. Y durante ese tiempo, protagonizó su propia guerra contra un mundo que parecía empeñado en clasificarla como un «error de la naturaleza».

Supe de ella por primera vez en La Habana, en 1990. Un señor de más de ochenta años, que había sido corrector de pruebas de la revista Bohemia, estaba vendiendo su biblioteca y fui a su casa con la ilusión de hallar algún libro interesante. Por más que busqué en los estantes de Cándido Olazábal —ese era el nombre del anciano—, no encontré nada que me llamara la atención. Cándido era muy conversador y me contó que en un par de días iba a mudarse para el asilo Santovenia.

—¿Tú eres escritor? —dijo de pronto, y cuando le contesté que sí, me arrastró hasta el dormitorio y abrió un escaparate—. Aquí hay algo que te puede interesar.

Sacó dos cajas de cartón y las puso sobre la cama.

—Eran tres, pero la más grande la perdí en 1952, cuando el ciclón Fox pasó por Matanzas y me inundó la casa[1] —explicó.

Las cajas estaban llenas de papeles amarillentos y noté que las polillas habían empezado a comerse algunos.

—Esta es la biografía de una artista cubana llamada Chiquita —continuó el viejo—. Pensé llevarme las cajas para el asilo, pero, pensándolo bien, lo mejor que hago es deshacerme de ellas.

Buscó entre las hojas hasta encontrar un retrato de Chiquita. Me lo mostró y, al ver mi cara de asombro, soltó una risa pícara.

—Sí, era liliputiense. Le decían «la muñeca viviente» y «el más pequeño átomo de humanidad». También «la bomba cubana», pero ese sobrenombre ella lo odiaba. La conocí hace un carajal de años, cuando ya estaba retirada. Siempre tuve la idea de escribir un libro sobre ella. Me parece una injusticia que, a pesar de haber sido tan famosa, nadie en Cuba la conozca. Pero lo fui posponiendo y se me hizo tarde. A lo mejor terminas escribiéndolo tú.

Al llegar a mi casa, guardé las cajas en un clóset, con la idea de revisarlas cuando tuviera tiempo, pero me encargaron unos trabajos urgentes y durante una semana no pude ocuparme de ellas. Una noche, por fin, me decidí a abrirlas. Toda la madrugada la pasé leyendo los papeles y ajusticiando larvas de polillas. Cada capítulo de la biografía de Chiquita estaba cosido en un cuadernillo independiente y noté que faltaban unos cuantos, sobre todo de la mitad en adelante.

En cuanto amaneció fui a Santovenia. Por suerte, a Cándido Olazábal no se le había ocurrido morirse.

—Necesito saber qué se contaba en los capítulos perdidos —fue mi saludo—. Tiene que ayudarme a llenar esos huecos.

Cándido accedió y durante unos meses trabajamos juntos los martes y los jueves. Yo leía en alta voz los papeles, para refrescarle los recuerdos, y luego él trataba de sintetizar, delante de mi grabadora, lo que decían las páginas que se había llevado el huracán Fox. Quizás el verbo sintetizar no sea el más apropiado, porque Cándido hablaba hasta por los codos y a veces era difícil encauzarlo.

Gracias a su memoria de elefante, pudimos reconstruir los capítulos faltantes. Tenía claro que cuando Cándido no se acordaba de algo, salía del aprieto echando mano a su inventiva; pero, puesto que no disponía de otras fuentes para conseguir esa información, el resultado me pareció aceptable.

Al poco tiempo de terminar nuestra labor, me enviaron a un congreso de escritores en Moscú. A mi regreso, fui a Santovenia a llevarle a Cándido un radiecito portátil que le había comprado. Esa mañana no lo encontré tomando el sol en el portal, como era su costumbre, sino metido en la cama. Estaba pálido, flaco y respiraba con dificultad, pero tenía las mismas ganas de parlotear de siempre. «Me quedan tres afeitadas», dijo burlonamente cuando nos despedimos.

Antes de irme le pregunté a la médica del asilo si mi amigo tenía alguna enfermedad grave. «Los años», respondió, «y para eso no existe cura». Cuando regresé, un par de semanas después, ella misma me anunció que había muerto.

Mi idea era escribir lo antes posible una novela sobre Chiquita. Pero, como dice el refrán, el hombre propone y Dio

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