Hermanas

Josefina Aldecoa

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Primera parte
Verano de 1954
Cinco años más tarde
1960
1962
Segunda parte
Primavera de 1964
Verano de 1964
Un día antes de la boda de Ana Tyler
16 de junio de 1964
Verano de 1966
Damasco
Octubre de 1966
Enero de 1967
1969
Cinco años después
Agosto
Tercera parte
1985
1989
Navidades de 1990
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
Primera parte

Primera parte

Verano de 1954

Verano de 1954

Una ciudad cantábrica

—La que es muy mona es la pequeña.

Las palabras de su madre se deslizaron perezosamente en el cerebro de Ignacio de Arzaga para fundirse con el ruido de las olas, mientras contemplaba meditabundo el mar, su mar. Ese mar que siempre asociaría a los recuerdos de su niñez y a un tiempo en que todo parecía mucho más sencillo.

La casa familiar, ahora propiedad de sus tíos y que en su momento fue de los abuelos, era un observatorio maravilloso de la bahía; pero para él, también un lugar anclado en un punto del espacio por el que no pasaban los años, un escondite secreto alejado de las presiones de la vida moderna, de las ambiciones y las prisas. Con su incesante trajín de barcos, la isla del faro marcaba el límite de aquel trozo de mar encerrado por la costa, tan importante en su infancia y que, casi como por arte de magia, permanecía igual que en sus recuerdos. Barcos que iban y venían, que se cruzaban con la misma cadencia que cuando era niño; el olor a sal; la brisa; los ruidos del servicio metódicamente entrenado; tras él, las risas y brindis de su padre y sus tíos mientras tomaban el aperitivo bajo la pérgola del mirador, y, como una condena eterna, perpetua, el incesante haz de luz que volvía una y otra vez a pasar ante su mirada, y rítmicamente marcaba el devenir del tráfico en la bahía. Siempre igual, año tras año, día tras día.

Ahora, recién licenciado en Derecho y a punto de entrar en la Escuela Diplomática, con la pesada carga del orgullo exultante con que su madre le presentaba a sus parientes y esa sensación imprecisa de que no era dueño de su destino y no hacía sino alcanzar, como siempre había hecho, las metas que ella le había ido imponiendo, escuchaba con perplejidad sus reflexiones torpes y erráticas sobre la belleza de sus primas y se asombraba de su indiscreción y de la ligereza con que eran evaluadas y comparadas sin el menor disimulo.

«Pobrecillas», pensó. «Ya las están preparando para el mercado matrimonial.»

Las niñas, de doce y diez años, jugaban entre los parterres, ajenas a los comentarios que emitían los mayores sobre su físico y, por lo tanto, su potencial para futuros matrimonios.

Para las pequeñas, Ignacio pertenecía al misterioso y blindado mundo de los adultos, y él se dio cuenta de que, igual que él, ambas se sentían allí a salvo, en su propio mundo, rodeadas y protegidas por un muro verde y azul de vegetación y mar, al margen de las órdenes y prohibiciones incomprensibles de los padres o de los deberes de los maestros. Un mundo privado donde sólo ellas dos imponían sus propias normas.

Sin embargo, como si de pronto se percataran de aquellos dos pares de ojos posados sobre ellas, Isabel y Ana hicieron una pausa en sus juegos secretos y atendieron con curiosidad a su tía y a su primo:

—Somos hermanas —dijo de pronto Isabel con solemnidad.

La frase, tan rotunda y obvia, encerraba todo un manifiesto y constataba una verdad: la de que, por más que quisieran diferenciarlas o distinguirlas con adjetivos o valoraciones, los lazos que las unían eran inalterables. Nunca se romperían.

Las dos niñas se alejaron cogidas de la mano y pronto desaparecieron tras un seto, volviendo a sumergirse en el juego, olvidados ya los comentarios que hacían sobre ellas los mayores.

E Ignacio sonrió.

Clara de Arzaga y Ramírez de Albia había sido considerada casi desde su nacimiento como la «reina sin trono» de la sociedad de la ciudad. Guapa y delicada, fue una hija tardía que vino al mundo cuando sus padres llevaban al menos quince años de matrimonio, y tanto para ellos como para su hermano Gerardo su llegada fue una sorpresa feliz e inesperada.

Rodeada de un hermano casi adolescente cuando la cogió por primera vez en sus brazos y de unos padres ricos, de intensa vida social, algo relajados ya en las estrategias de la educación infantil, y dada su gracia y belleza, incluso desde la cuna se instaló en un mundo complaciente acostumbrándose a hacer valer su voluntad y a que sus deseos, por mínimos que fueran, se cumplieran con una prontitud rayana en la adoración. Fue así como convirtieron a Clara en una consentida.

Tras una larga niñez seguida de una breve adolescencia y, como única preparación para la vida adulta, una instrucción destinada a convertirla en digno miembro de su clase y de un impecable matrimonio, Clara fue casada a los veinte años con William Tyler, agente de barcos inglés e hijo del socio de su padre en la naviera. A veces, muchos años después, se preguntaría en la soledad de sus noches si había estado en realidad enamorada de él. No sabría decirlo, pero en cambio lo que sí sabía era que el día lejano en que avanzó por el pasillo de la iglesia del brazo de su padre hasta situarse junto al que sería su marido sí estaba profundamente fascinada por él. William simb

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