La isla del viento

Juan Luis Cebrián

Fragmento

Contents
Índice
Portadilla
Índice
Dedicatoria
I. Uno de Mayo en Madrid
II. El moridero de los elefantes
III. La propiedad del cielo
IV. La salvación viene del mar
V. Prohibido el paso
VI. Carne de cañón
VII. El viento y sus aledaños
VIII. Caballero maduro busca chica
IX. El rumbo de las estrellas
X. Remolinos de otoño
XI. Mitad monje, mitad soldado
XII. Maldito traspiés
Biografía
Créditos
Grupo Santillana
LA ISLA DEL VIENTO_DEDICATORIA.xhtml

A mi mujer, Teresa Aranda, que me animó en esta aventura, y en tantas otras.

A la isla de Menorca, que me inspiró el relato.

LA ISLA DEL VIENTO_I_UNO DE MAYO EN MADRID.xhtml

I. Uno de Mayo en Madrid

—Los hombres no saben hacer dos cosas a la vez.

Lo dijo como si sólo quisiera oírlo ella misma, en un susurro melancólico. Estaba sentada junto a la ventana, balanceando su cuerpo menudo sobre la mecedora, que crujía a cada vaivén imperceptible de las pequeñas nalgas. Luego adoptó una expresión más enérgica.

—No sabéis amar y razonar a un tiempo.

Hacía calor ese mes de mayo en Madrid. Desde la calle trepaban toda clase de ruidos ensordecedores. El conductor de un camión de naranjas anunciaba su mercancía, directamente del productor al consumidor, a través de un altavoz instalado en el techo del vehículo, pero su reclamo se confundía con el de un grupo de muchachos uniformados de azul, portadores de flamígeros estandartes, que repartían octavillas contra el divorcio. Los feligreses apresuraban el paso para no llegar tarde a la misa. El templo tenía las puertas abiertas, no porque estuviera abarrotado, sino porque el sacristán procuraba organizar alguna corriente de aire que oreara el altar mayor, de forma que el sermón del sacerdote ganaba también la acera, se desparramaba sobre los viandantes, escalaba las paredes de las casas, penetraba en las alcobas y acababa por estrellarse blandamente en las camas de los perezosos que rumiaban su falta de diligencia a las once de la mañana de aquel domingo.

Lucía le miró mientras daba un nuevo impulso al columpín de su asiento; esperaba un comentario a lo que había dicho. Desde su situación dominaba casi por completo la calle, el paso fronterizo con la iglesia y una pequeña parte de la plaza de Neptuno. Hacía unos minutos que habían comenzado a atravesarla grupos de muchachos con pancartas y escarapelas rojas, en lo que eran las avanzadillas de la manifestación. «Si se encuentran con los del divorcio, se puede armar», pensó Lucía, satisfecha de comprobar por sí misma cómo el problema de no saber hacer dos cosas a la vez se circunscribía estrictamente al género masculino. «De hecho, yo estoy ahora en tres o cuatro, y las realizo todas con igual atención. Leo el periódico, escucho al cura, contemplo a esos manifestantes y me pregunto cuándo se levantará ése de una vez. Todo ello puedo relacionarlo entre sí y deducir cuestiones como que, a este paso, habrá un enfrentamiento entre los de la manifestación y los antidivorcistas, o que la democracia es hermosa, con esta pluralidad de expresiones en tan poco espacio, que el centro de Madrid ya no es el predio de una clase social y que Bertie es un vago y, además, probablemente no me quiere, pues de veras no atiende a lo que le digo. Y es que a los hombres no les funcionan los dos hemisferios cerebrales a la vez, son unidimensionales, procaces, poco sensibles, sólo dotados para el razonamiento lógico; obsesionados con sus análisis, se olvidan de percibir la realidad. La realidad es, por ejemplo, que el del camión les está dando gato por liebre a esa pobre gente, vendiéndoles mercancía averiada, pero los guardias nunca están donde se les necesita. Seguro que la manifestación, en cambio, anda llena de ellos.»

—Y también pensáis que las cosas son como parecen. Que si alguien sonríe es porque está alegre, o triste si llora. Quizás imagináis a veces que la gente miente, pero nunca que ría para combatir el dolor.

Él gruñó. Gruñe, luego está vivo, despierto, pensó Lucía, y sintió ternura. Abandonó la supuesta lectura de las hojas del diario y dedicó unos minutos a contemplarle. «Estás loca —le habían dicho las amigas—, podría ser tu padre. Qué caray tu padre, tu mismito abuelo.» Sería el edipo, entonces. Tampoco tenía mucho dinero y, últimamente, cuando no estaba bebiendo o haciendo el amor, sólo dormía. Gruñó otra vez, abrió torpemente los ojos y eructó con pulcritud. Una costumbre británica.

—Yo no sabré hacer dos cosas a la vez, pero sé cómo murió Helmut. Sé por qué murió y que si lo publicas me matarán a mí también. Pero no me importa, porque yo ya estoy muerto hace mucho.

Lo dijo todo en el mismo tono de voz, opaco y duro, arrastrando las eses, desperezándose.

—Tonterías, no tienes ni una prueba.

—Los detectives no necesitamos pruebas, cuando sabemos la verdad de las cosas no las necesitamos. Antes o después tienen que salir.

Se había sentado en la cama escrutando, también él, la calle. «¡Divorcio no, divorcio no!», gritaba el hombrecito de la capa negra y la cruz de Santiago sobre el pecho. Los sindicalistas ganaban en masa la plaza de Neptuno. ¡Y qué calor hacía ese Primero de Mayo en Madrid! Cuando Franco, el gobierno organizaba romerías oficiales, algunas empresas daban media paga, y en el estadio Bernabéu se celebraban danzas de adolescentes, exhibiendo pololos las bailarinas, no fueran a verles las bragas. Lucía estuvo allí con su padre. Fue poco antes de aquel verano fatídico en el que la conjunción de las estrellas se puso en contra de todos y de todo, quizá porque el hombre había desembarcado en la L

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos