Plagio

Francisco Ángeles

Fragmento

1

La noche del domingo, alrededor de las once, cinco hombres y tres mujeres llegaron a un hostal de Petit Thouars y pidieron una habitación. Venían borrachos y quizá drogados, declaró el recepcionista a los medios de comunicación. Ocho personas con ganas de pasarla bien, resumió. Pagaron en efectivo, les di la llave del cuarto más grande y después me pasé la madrugada frente al televisor, como todos los días. Veo mucho cine, creo que podría largarme de este trabajo y empezar una carrera como cineasta. Estaban dando una maratón de Duro de matar en el cable, vi la mitad de la uno, después la dos y rematé con la tres, que es la mejor de todas. Me gusta el personaje de Samuel Jackson, el tipo normal con un trabajo aburrido, atendiendo al público, a quien de pronto le ocurre algo extraordinario. Lo mismo que ahora me ha pasado a mí, ¿entienden?, preguntó el recepcionista, un flaco de veintisiete o treinta años, orgulloso y relajado, los ojos brillantes de entusiasmo mientras se movía con soltura entre los periodistas. Claro que lo mío fue más modesto. No participé en la acción como Samuel Jackson, solo fui testigo. Ya se terminaba mi turno, y estaba tan concentrado en la película que recién en la mañana me di cuenta del silencio en esa habitación; demasiado silencio, raro en un cuarto donde se meten ocho personas. Hay mucho ruido cuando la gente pasa la noche en grupo, toda clase de sonidos, dijo el flaco, pero esta vez no escuché nada y por eso antes de terminar mi turno fui a tocarles la puerta para asegurarme de que todo estuviera en orden. Claro, ese era el pretexto, en realidad creía que simplemente se habían tirado a dormir para recuperarse de la juerga. Cuando uno trabaja en un lugar como este sabe que la gente es lo suficientemente rara como para que todo resulte normal, ni siquiera la falta de morbo es sorpresiva. Aunque usted no lo crea, incluso hay gente inocente, dijo el recepcionista, de buen ánimo, rodeado por micrófonos y camarógrafos, satisfecho por ser el centro de atención. En realidad lo que yo quería era tocarles la puerta y esperar que me abriera una calata y verle al menos fugazmente una teta, cosa que a veces me resulta. Pero siempre quiero más y me imagino que la mujer me invita a pasar. Como en una porno, ¿entienden? Eres el empleado del hostal, tocas la puerta, te abre la chica y te invita a pasar. Pero, claro, eso no me ha ocurrido nunca, al menos no todavía, ya me tocará alguna vez, se perdió el flaco en sus declaraciones a una reportera, y entonces el comandante que había convocado a la prensa, un cincuentón con bigote a lo Tom Selleck en los ochenta, lo interrumpió para indicarle que evite ese tipo de comentarios y se concentre en lo ocurrido. Bueno, sí, dijo el recepcionista, moviéndose ansioso. Nadie abría y no se escuchaba ni un ruido. Nada. Como en las películas de terror antes de que aparezca el asesino, cuando el personaje avanza por la casa a oscuras y el asesino se le va a tirar encima, ¿entienden? Algo así. Y entonces fui a buscar la copia de la llave, abrí la puerta, así, despacio, el flaco repitió el gesto con dramatismo, esperando que alguien reaccione, escuchar ronquidos o recibir una puteada, pero todo se mantenía en silencio y yo seguí abriendo, cada vez más lento, como dándoles chance a reaccionar. Pero adentro no pasaba nada, y no me quedó otra opción que abrir la puerta por completo y entonces los vi, dijo el empleado del hostal, abriendo los ojos y haciendo una pausa teatral, transmitida en vivo por todos los canales de televisión. La noticia que esa mañana, el mismo día en que el congreso tendría que decidir si Fujimori quedaba autorizado para postular a una nueva reelección, monopolizaba la prensa nacional. Los periódicos y la televisión dejaron de lado la coyuntura política y, a cambio, le dieron cobertura a ese sujeto que contaba por primera vez la única historia que seguiría repitiendo el resto de su vida. Abrí la puerta, dijo el flaco, y finalmente los vi. Ocho cuerpos desnudos, unos sobre otros, en medio de un charco de sangre. Entonces una de las reporteras que transmitía la conferencia en vivo señaló a su audiencia que las investigaciones preliminares sugerían un ritual suicida de posible origen satánico. Los cuerpos de los ocho fallecidos, detalló, presentaban cortes en ambas muñecas y la necropsia reveló una intensa actividad sexual que aparentemente había continuado después de practicadas las incisiones. ¿Sacrificios humanos en Lima?, se leía en la pantalla, mientras el empleado del hostal concluyó sus declaraciones, se persignó con mucha ceremonia, se puso de pie y desapareció de escena.

Una de tantas historias, escribió el viejo muchos años después, uno de los relatos que circulaba a fines de la dictadura de Fujimori. El viejo tenía 68 años, vivía solo, había pasado dos décadas en prisión, no tenía hijos ni amigos, no tenía dinero y tampoco buena salud. No tenía nada más que tiempo, aunque no sabía cuánto le quedaba. Tiempo inútil e improductivo, que en los últimos meses ocupaba llevando un registro de su historia, un relato que jamás podría explicar la cadena de circunstancias que lo habían llevado a concluir su vida solitario y abandonado, intentando comprender por qué terminaba así, hipertenso, cardíaco y diabético, como si siguiera atrapado en ese pasado que ahora intentaba inútilmente recrear.

Pero las cosas no siempre habían sido de esa manera. Cuatro décadas antes, en la etapa final del fujimorismo, cuando apenas tenía veintiocho años, el viejo había sido contratado como corrector de estilo en el Ministerio de Educación. Aceptó el trabajo con la insatisfacción de quien se considera sobrecalificado para un puesto de ese tipo. Demasiado inteligente para reducir su conocimiento a la tediosa aplicación de reglas gramaticales, pensaba, un trabajo indigno para quien ha leído a Kant, Hegel, Spinoza, Nietzsche, pero sobre todo a Georges Bataille, a quien seguía con devoción. Y por eso el desbalance entre sus labores en el ministerio y el bagaje cultural que creía poseer lo habían hundido en una depresión suave y diluida, nada grave, no más que una insatisfacción leve pero permanente.

El viejo, que en esa época de juventud se hacía llamar Ignat, aunque ese no fuera su nombre —se hacía llamar Ignat tal vez porque le parecía un nombre cuyo origen resultaba difícil rastrear, o acaso porque más adelante podría servirle como alias—, conoció a una chica, bonito cuerpo, pelo largo, que también trabajaba en el ministerio. Se llamaba Ana y no debía tener más de veinticinco años. Una mañana se acercó a él con naturalidad, se presentó y le dio la bienvenida a su nuevo trabajo. Después de un par de generalidades, le dijo que usualmente almorzaba con un grupo de amigos en un restaurante cercano y que podía acompañarla. Ignat, que no era un tipo sociable y en condiciones normales se hubiera excusado con cualquier pretexto, aceptó la invitación. Quizá para ocupar el día en otro pensamiento que no fuera preguntarse por qué aniquilaba lo que le quedaba de juventud corrigiendo materiales didácticos que serían utilizados en zonas remotas de un país del que no se consideraba parte. No lo consideraba suyo a pesar de que había nacido y vivido toda su vida dentro de su territorio, igual que sus padres y sus abu

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