Tiempo muerto

Margarita García Robayo

Fragmento

1

Lucía y los niños están echados en la arena.

Tomás encajado a un costado de su cuerpo, y Rosa en el otro. Como dos órganos blandos de fácil remoción.

Huelen a sal y a mazorca asada.

Tomás se queja del libro que Lucía le compró: «Benjamín sale a pasear en su nave y se queda sin combustible. Improvisa un aterrizaje de emergencia en un asteroide y se sienta a esperar…».

No le gusta nada, dice.

—¿Pero por qué? —le pregunta Lucía.

Él se encoge de hombros y frunce el entrecejo. Es un tic, lo repite muchas veces a lo largo del día. Un movimiento mínimo pero vital, como el de plegar y soltar el diafragma en cada respiración.

Ya se terminaron los fuegos artificiales. Sólo quedan los rusos, sus voces ríspidas perdiéndose en el aire, intentando rescatar unos cohetes que se elevan poco más de un metro y que, en vez de explotar, sueltan una humareda negra y espesa. Hace un rato los niños empezaron a toser y Lucía tuvo que moverse a la playa de al lado, donde encontraron una pequeña colina de arena que debía haberse formado tras el paso insistente de una cuatrimoto. En ese mojón, Lucía apoyó su espalda.

Ahora está a punto de dormirse.

Los últimos cohetes caen en la arena con un sonido melancólico, rotos y sin gracia.

Tomás dice que él puede contar una historia mejor que la del libro. Lo abre y hace como que lee:

—Benjamín salta al vacío. Se hunde en un hueco negro de agua helada y se queda tieso y entumecido.

—¿Quién te enseñó la palabra entumecido? —le pregunta Lucía.

¿Y Tomás qué hace? Se encoge de hombros.

Rosa está dormida. Antes de dormirse le preguntó por Pablo. «Se quedó trabajando», le contestó ella. Y Rosa la miró fijo, como buscando en su cara alguna otra respuesta. Después abrió la boca en un bostezo enorme, en el que cabía un puño cerrado.

Es 4 de julio. Los fuegos artificiales empezaron a eso de las ocho, cuando todavía era de día. «No se ve nada», se quejó Tomás, mirando el cielo mientras se hacía sombra con las manos. Poco después, toda la costa de Miami Beach se llenó de luces que explotaron en más luces. Había personas sentadas en la arena empuñando botellas de cerveza y comiendo cosas que venían en latas. Lucía había llevado jugos para los niños y una champaña para ella. Y unas uvas orgánicas de las que Rosa se antojó en el supermercado y después no quiso. Habían costado casi lo mismo que la champaña. A eso de las ocho y media, Rosa se antojó de unas mazorcas que asaban en el bar de la piscina y fue hasta allá, pidió tres y dijo que se las cargaran a la habitación. Se manejaba perfectamente bien en los hoteles. Tenía dificultades con las tablas de multiplicar —eso decía una tal miss Fox en el último informe de la escuela—, pero se sabía de memoria los dieciséis dígitos de la tarjeta de crédito de su mamá.

—Benjamín dura congelado doce siglos, hasta que un meteorito cae en el hueco de agua helada y estalla adentro. Y revive, pero desintegrado.

—Tomi —dice Lucía—, vamos a dormir. Mañana sigues.

Tomás cierra el libro y se pone de pie. Lucía alza a Rosa y camina de vuelta a la playa del hotel. Los rusos están sentados en círculo, toman algo en unos vasos desechables y cantan canciones rusas. Son estridentes. Se visten con ropa cara pero fea. Los más jóvenes, hombres y mujeres, son escandalosamente bellos. Los más viejos están fofos y gastados. Esa perspectiva le da cierto alivio.

—No me gustan esas personas —dice Tomás.

—Se llaman rusos.

Para entrar al hotel hay que atravesar un camino de piedras hasta dar con unos escalones que conducen a la piscina.

—No me gustan los rusos —insiste Tomás, ya en el ascensor.

Lucía quiere estirar su mano para alisarle el pliegue entre las cejas, pero necesita ambos brazos para sostener el peso de Rosa.

—A mí tampoco —contesta.

Esa mañana llegaron de New Haven a instalarse por dos semanas en un apartamento que tienen los papás de Lucía en Sunny Isles. Queda en un hotel moderno, pero discreto, y está equipado con todo lo que una familia latinoamericana más o menos acomodada precisa en sus vacaciones —incluido el servicio diario de limpieza y la facilidad de alquilarse una mucama del staff para que les haga algunos extras: cocinar, lavar, planchar, hacer compras, cuidar a los niños—. Algunas familias llevan a su niñera. Los papás de Lucía tienen a Cindy, que vino adosada al apartamento y propone una situación menos tercermundista que la de viajar con la sirvienta —o al menos eso se dicen ellos—. Cindy nació en Estados Unidos, pero tiene padres cubanos. No usa uniforme. Tiene bucles castaños, auto propio, caderas anchas y redondas. Y un marido celoso, según contó alguna vez sin que nadie le preguntara. Cindy es una de esas chicas que se acerca mucho a las personas para hablarles, como si todo se tratara de un secreto. Y le gusta tocar: «¿Quieres que te haga un masaje en los pies, Lucy?», te cae de la nada, y antes de que puedas contestarle ya te ha sacado los zapatos y tiene los pulgares hundidos en las plantas de tus pies, generándote una mezcla de placer y repugnancia. Lucía no le da espacio para que se acerque, y aun así no consigue controlarla demasiado. Cindy la odia. O eso piensa ella, aunque su mamá le dice que está equivocada: «No le has dado la oportunidad de conocerte». Y Lucía: «Claro que no». Cindy usa a los niños para comunicarle su resentimiento; casi todas las quejas que deja entrever, mientras revuelve huevos, sirve el café o se mira las cutículas, tienen que ver con el carácter de Lucía: «¿Qué desayunó su mami, ácido muriático?». Los niños la miran embobados. «¿Vinagre con limón?». Los niños la abrazan y la besan.

La primera vez que visitaron el apartamento fueron todos: Pablo, Lucía, Tomás y Rosa, que entonces eran bebés. Días después, se sumaron los abuelos. Cindy estaba excitadísima. Su sentido de la proxemia era el de un perro faldero, se paseaba por rincones escasos como si se hubiese tragado un tornado. Un día golpeó a Pablo con las nalgas. En la cara, lo golpeó. Se había inclinado a buscar un juguete de Tomás debajo de un sillón, y Pablo, que intentaba leer un libro en el asiento de enfrente, sintió un golpe ciego en el tabique. Las lágrimas le nublaron la vista. «Fue como besar una bola de demolición», le diría aquella noche a Lucía, y se reirían como borrachos. Porque estarían borrachos. Todavía no habían tenido la conversación sobre el alcohol y los hijos. O el alcohol como sustituto del sexo. O el alcohol y ese aliento podrido que manejaban últimamente.

Esta noche Lucía duerme en su cama con los niños.

En realidad, los niños duermen y ella se desvela mirando el noticiero. Anuncian días soleados y eso debe producirle algún tipo de satisfacción, pero lo cierto es que ella habría preferido que se desatara una tormenta esa misma noche. Algo amenazante, pero no trágico. Que no sacudiera muchos techos, pero que los obligara a ellos a permanecer en el hotel buena parte de las vacaciones. Los niños jugando con sus iPads o al parqués con Cindy (lo mejor de Cindy era que conseguía sentarlos a jugar juegos

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