La tierra del mago (Trilogía Los Magos 3)

Lev Grossman

Fragmento

TierraMago.html

1

La carta hablaba de reunirse en una librería.

No era la mejor noche para eso: primeros de marzo, llovizna y frío, pero no tanto frío como para que nevara. Tampoco se trataba de una gran librería. Quentin pasó quince minutos observándola desde una parada de autobús, al borde del aparcamiento desierto, mientras la lluvia repiqueteaba en el tejadillo de plástico y hacía brillar el asfalto bajo las farolas. No era ninguna de esas librerías con encanto, extravagantes, con un gato de pelo anaranjado en el alféizar, un estante de primeras ediciones raras firmadas y un propietario excéntrico y barbudo detrás del mostrador. Era solo una sucursal de una cadena de librerías en un centro comercial, encajonada entre un salón de manicura y una tienda de disfraces Party City, a veinte minutos de Hackensack, en la autopista de peaje de Nueva Jersey.

Satisfecho, Quentin cruzó el aparcamiento. El enorme cajero barbudo no levantó la mirada de su teléfono cuando sonó el avisador al abrirse la puerta. Dentro, todavía se oía el ruido de coches en la autopista mojada, como largas tiras de papel arrancándose, una tras otra. El único toque inesperado era una jaula situada en una esquina, pero donde esperarías ver en su interior un loro o una cacatúa te encontrabas con un ave gorda, de un azul casi negro. Tan poco encanto tenía esa librería: había un cuervo en una jaula.

A Quentin no le importó. No dejaba de ser una librería. Se sentía como en casa en las librerías, y no había saboreado mucho esa sensación últimamente. Iba a disfrutarla. Pasó junto a los exhibidores de tarjetas de felicitación y calendarios de gatos hasta la zona donde estaban los libros, mientras sus gafas iban empañándose y su abrigo goteaba en la fina moqueta. No importaba en qué lugar te encontraras, si estabas en una sala llena de libros, estabas al menos a mitad de camino de casa.

La librería debería haber estado vacía, siendo casi las nueve en punto de una noche de jueves fría y lluviosa, pero en cambio seguía medio llena. Los clientes curioseaban el contenido de los estantes en silencio, cada uno por su lado, vagando lentamente por los pasillos como sonámbulos. Una chica de rostro alargado con un corte de pelo estilo pixie estaba leyendo Dante en italiano. Un chico alto de ojos grandes y curiosos que no tendría más de dieciséis años permanecía absorto en una obra de teatro de Tom Stoppard. Un negro de mediana edad de pómulos menudos y delicados estaba mirando las biografías a través de gafas gruesas e iridiscentes. Alguien casi habría pensado que habían venido a comprar libros. Pero Quentin sabía que no era así.

Se preguntó si el asunto resultaría obvio, si se enteraría al momento o si habría algún truco. Si lo tendrían en suspenso. Se estaba acostumbrando a ser perro viejo —cumpliría treinta este año—, pero ese juego en particular era nuevo para él.

Al menos, se estaba calentito dentro. Se quitó las gafas y las limpió con un paño. Se las había comprado un par de meses antes. Eran el precio de una vida de leer letra pequeña, y todavía constituían una presencia un tanto extraña en su rostro: un parabrisas entre él y el mundo, siempre resbalándole por la nariz y manchándose cuando se las volvía a subir. Cuando se las puso de nuevo reparó en una joven pecosa de una belleza sencilla. Estaba de pie en un rincón, hojeando un volumen de aspecto grande y caro, como los libros de arquitectura. Grabados de Piranesi: enormes cámaras y sótanos y prisiones misteriosas con grandes ingenios de madera.

Quentin la conocía. Se llamaba Plum. Ella sintió que la estaba mirando y levantó la cabeza, enarcando las cejas con expresión de sorpresa, como si dijera: «¿Bromeas? ¿Tú también estás me­tido en esto?»

Quentin negó con la cabeza, muy levemente, y apartó la mirada, esmerándose en mantenerse inexpresivo. No quería decir: «No, no estoy en esto, solo he venido por las originales tazas de café y sus comentarios mordaces sobre las pequeñas ironías de la vida cotidiana.» Lo que quería decir era: «Simulemos que no nos conocemos.»

Daba la impresión de que iba a tener un rato libre, de manera que se unió a los que hojeaban, examinando los lomos en busca de algo para leer. Los libros Fillory estaban allí, por supuesto, en los estantes de la sección para jóvenes adultos, con una nueva presentación y una nueva imagen, con nuevas cubiertas muy logradas que les conferían el aspecto de novelas románticas sobrenaturales. Pero Quentin no podía enfrentarse a ellos en ese momento. Esa noche no, ahí no. Prefirió coger un ejempla­r de El espía que llegó del frío y pasar diez satisfactorios minutos en un puesto de control del gris Berlín de los años cincuenta del siglo XX.

—¡Atención, clientes de Bookbumblers! —dijo el cajero por megafonía, aunque la librería era lo bastante pequeña para que Quentin pudiera oír perfectamente su voz sin amplificar—. ¡Atención! ¡Bookbumblers cerrará en cinco minutos! ¡Por favor, hagan sus selecciones finales!

Quentin devolvió el libro a su lugar. Una mujer mayor con una gorra que parecía que ella misma había tejido se compró un ejemplar de La plenitud de la señorita Brodie y salió a la oscuridad de la noche. Una menos. El chico delgado que había acampado con las piernas cruzadas en la sección de novelas gráficas, devorándolas, se marchó sin comprar nada. Así que él tampoco. Un tipo alto, de aspecto campechano, con pelo de Cro-Magnon y cara de palo que había estado estudiando con escrupulosidad las tarjetas de felicitación, claramente meditando en exceso su decisión, al final compró una. Pero no se marchó.

A las nueve en punto, el cajero cerró la puerta con llave con un tintineo final y fatídico, y de repente Quentin se convirtió en un manojo de nervios. Estaba en una noria y la barra de seguridad había caído, y ya era demasiado tarde para bajarse. Respiró profundamente y torció el gesto, pero los nervios no desaparecieron. El ave movió los pies en las semillas y excrementos del suelo de su jaula y chilló una vez. Fue un chillido solitario, de los que escucharías si estuvieras en una zona inundable bajo la lluvia, perdido, mientras anochecía con rapidez.

El cajero caminó hasta la parte trasera de la tienda —tuvo que pedir permiso para pasar junto al tipo de las gafas iridiscentes— y abrió una puerta metálica en la que un cartel advertí­a RESERVADO AL PERSONAL.

—Por aquí.

Sonó aburrido, como si lo hiciera cada noche, que por lo que Quentin sabía bien podía ser el caso. Al verlo de pie, Quentin se dio cuenta de que era realmente enorme: unos dos metros de estatura y tórax muy ancho. No supermusculoso, pero de hombros amplios y con esa aura de lenta inexorabilidad que los hombres grandotes poseen de manera natural. Su rostro era perceptiblemente asimétrico: sobresalía en un lado, como si se hubieran pasado un poco al inflarlo. Parecía una calabaza.

Quentin ocupó el último lugar de la fila. Contó otros ocho, todos ellos mirando a su alrededor con cautela y prestando exagerada atención a no empujarse unos a otros, como si pudieran explotar por el contacto. Usó un pequeño hechizo de revela

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