Estrella Madre

Giuseppe Caputo

Fragmento

El escudo y el espejo

En el vidrio que me separa del cielo —a veces lo llamo ventana—, ha estado desde hace tiempo la foto de mi madre. Desde mi cama la estoy viendo, borrosa, rodeada del mundo negro, mientras pienso en el sueño que acabo de tener: amanecía, como ahora. Mi madre y yo andábamos por una calle oscura. Entre el polvo, en la mitad del camino, aparecía nuestra cama —es esta misma cama en la que ahora duermo solo—. Al acercarnos, sin embargo, mi madre se lamentaba: “¡Esa cama no es!”, gritaba, y seguía caminando —al igual que la ruta, su cara estaba polvorienta—. “Estoy perdida, quiero descansar”. Yo le seguía el paso, confundido, y nuestra cama quedaba atrás. Entonces un viento fuerte, la cola de un huracán, empezaba a lanzarnos piedras —piedras y peñones mientras el sol salía entero—. “¡Cuidado!”, le advertía yo, en cuclillas, cubriéndome la cabeza con las manos. Pero para cuidarse ella, mi madre empezaba a correr: corría y corría y se alejaba de mí. Las piedras nos rozaban. Y yo la llamaba: “¡Mami! ¿Para dónde vas?”. Desde muy lejos, ella me llamaba también: “Rápido, ven, corre” —había abierto los brazos para mí—. “¿Qué haces allá?”. En el sueño pensaba: “Mi madre ha encontrado un escondite, por fin un techo que nos va a proteger”. Aliviado, corría hacia ella —y el viento, furioso con ambos, nos seguía lanzando piedras: una y otra se estrellarían contra mi cara—. “Corre”, continuaba, y yo corría. “¡Ven rápido!”. En cuanto llegaba a su lugar, ella se escondía detrás de mí. “¿Qué hacemos?”, le preguntaba yo. “¿Para dónde vamos?”. Mi madre decía: “No sé”, protegida por mi cuerpo. “No sé. Quédate aquí, no te muevas”. Desperté hace poco, justo cuando una piedra iba a darme —y en el sueño alcanzaba a pensar: “A mi madre no le caerá: entre el ataque y ella, estoy yo”—.

Durante un tiempo, y así como en el sueño, yo fui el escudo de mi madre.

Una vez me pidió, mientras señalaba una puerta —el recuerdo es muy viejo: estábamos caminando por el centro de la ciudad—: “Entra y dile al señor que no voy a poder pagarle. Te espero en la esquina”. Entonces abrí la puerta y le dije al señor: “Que dice mi mamá que no va a poder pagarle”. Me insultó. Me dijo: “Sinvergüenza”. Nos dijo: “Descarados”. Y después, con más rabia: “De tal palo, tal astilla”. Yo me quedé quieto, esperando a que gritara lo que quería. “¡No vuelvo a prestarle plata! Dígale eso: ¡que no vuelva a pedirme plata!”. Nos insultó más tiempo. Después me dijo: “¡Váyase!”, y nombrando a mi madre agregó: “¡Dígale que al menos dé la cara!”.

La busqué en la esquina. “¿Cómo estuvo?”, me preguntó. “¿Se puso bravo?”. Quise decirle: “No, ni tanto”, pero le dije: “Sí, muchísimo” —quería un beso suyo—. Mi madre me dio el beso, yo me la conocía: si en los recados me trataban mal, ella me hacía cariños.

Seguimos caminando hasta otra puerta. “Pregúntale a la doña si nos puede prestar plata. Dile que le agradecemos cualquier billete o cualquier moneda. Te espero en la esquina”. Otra vez abrí una puerta y otra vez hablé por ella: “Buenos días, doña. Pregunta mi mamá si nos puede prestar plata. Le agradecemos cualquier billete o cualquier moneda”. La señora me insultó. “Pero ¿cómo se atreven?” —abrió los ojos—. “¿Con todo lo que ya deben y me siguen pidiendo? ¡Qué horror, qué pesar lo que tu madre te enseña! No vayas a volverte así”. Después de un ruido de insultos, le pregunté: “¿Así cómo, doña?”. Me dijo: “Así como ella”. Entonces fui por mi madre a la esquina. “¿Cómo te fue?”, me preguntó. Le dije: “Mal, no quiso prestarnos nada”. Preocupada, me dio un beso.

Caminamos otro poco.

“Tengo que trabajar”, dijo, y pidió paciencia a Dios —mucha paciencia—. “Siempre lo mismo”, se quejó, “siempre lo mismo”. En la esquina siguiente, y como si Dios la hubiera oído, apareció una puerta con un cartel. “Se busca personal”, ponía en letras amarillas. Mi madre dijo: “Voy a entrar, quédate afuera”, pero antes de entrar me preguntó: “¿Estoy bien? ¿Me veo bien?”. Le dije: “Sí”. Entonces mi madre se agachó —su rostro y el mío en la misma línea— y volvió a preguntarme: “¿En serio? ¿Me veo bien? Dime la verdad: ¿cómo estoy?”.

Durante un tiempo, fui el escudo de mi madre y también fui su espejo.

Yo le dije: “Te ves muy bien, te espero acá”. Mi madre entró al lugar; allí estuvo un rato largo. Cuando salió —yo estaba sentado en un bordillo, de frente a la puerta—, lanzó un suspiro y dijo: “Nada”. Le di un beso —si en la vida le iba mal, yo le hacía cariños—. “Estoy muy cansada, eso es: se me ve el cansancio en los ojos, en la espalda… Se me está encorvando la espalda”. Volví a decirle: “Te ves muy bien, pareces fuerte”. Mi madre no me escuchó. “Así es muy difícil encontrar trabajo: ya estoy vieja, quemada”.

Buscamos el camino a casa.

En alguna esquina, al vernos juntos, una mujer nos sonrió. “De tal palo, tal astilla”, nos dijo. “No pueden negar que son hijo y madre”.

Mi madre es una estrella

Llegamos a casa en la noche. Mi madre no quiso comer —ella siempre estaba con hambre, pero esa vez se acostó temprano: de la puerta a la cama caminó encorvada—. Entre las sábanas me dijo: “Si quieres comer, ve a la cocina: seguro hay algo preparado”. Pero las ollas estaban vacías. Le dije: “No hay nada” —cerró los ojos—. Me quedé en silencio, mirándola, esperándola. “Pero no tienes hambre, ¿verdad?” —siguió con los ojos cerrados—. “¿Verdad que no tienes hambre?”. Me habría gustado decirle: “Quiero comer”, pero le dije: “No, estoy bien” —yo era su espejo—. Mi madre se fue a dormir y, como también era su escudo, me acosté con ella, en nuestra cama, para protegerle el sueño.

Después me dormí yo.

Cuando desperté, amanecía, como ahora. El cielo empezaba a reventarse —había estado blanco, de tantas nubes que tenía, y poco a poco se fue volviendo luz: de esa luz nacían naranjas y violetas—. Mi madre no estaba en la cama. Y alcancé a pensar, abrazado a su almohada: “Se fue, me dejó, quedé solo”. Durante el pensamiento, sin embargo, escuché su voz: llegaba a la habitación desde el otro lado. “Tú no entiendes”, decía ella. “Acá no hay nada

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