Paraíso travel

Jorge Franco

Fragmento

Pude haber muerto ese amanecer en que perdí mis pasos, no sólo porque la misma muerte me tocó el hombro sino porque lo deseé con rabia. Recordé y entendí las tantas veces que Reina decía: mejor matémonos, y que de tanto decirlo ya nadie le abría los ojos como al comienzo.

—Mejor matémonos —decía iracunda ante cualquier contrariedad.

Yo temía no sólo por la vida de Reina sino por la de todos, por la mía, que yo cuidaba sin explicación, o tal vez por ese amor pesimista que siempre le he tenido a la vida. Amor que me duró hasta esa noche en que fui el más desesperado de todos los vivos, cuando por primera vez pensé: mejor muerto, peor vivo y sin Reina. Aunque fue precisamente el recuerdo de sus ideas extrañas el que me llevó a considerar que podía dar unos pasos más.

Supe que al correr comenzaba a perderla, que también me perdía yo en lo que dura un parpadeo. Mientras huía de los policías pensé en ella, en su boca iracunda después del grito: ¡no salgas, Marlon!

Pero mi rabia también contaba y salí sin sospechar que esa noche me iba a perder en el más grande y enredado de los laberintos, resignado a tener como último recuerdo de Reina su gesto bravo, llamándome como de niño me advertía mamá: ¡no salgas a la calle, Marlon Cruz!

Le grité a Reina y salí. Nos gritamos el cansancio y el silencio que habíamos guardado desde que le dijimos sí al disparate de venir a buscar futuro a Nueva York.

—¿Nueva York? —le había preguntado.

—Sí, Nueva York.

—¿Y por qué tan lejos?

—Porque allá queda —me dijo Reina.

La idea fue suya. En general, todas las ideas eran de ella. Yo también las tenía a veces pero sólo las de Reina se echaban a andar. Y esta ya la tenía andando. Cuando me lo dijo ya era una decisión. No me preguntó si yo estaba de acuerdo.

—Nos vamos los dos —dijo.

También habló de las oportunidades, de los dólares, de ganar bien, de vivir mejor, de salir de este pobre mierdero.

—Aquí no hemos hecho, ni estamos haciendo, ni vamos a hacer nada.

De tener por fin un sitio para los dos, de prosperar, y hasta de tener hijos, habló. Lo dijo con los ojos muy brillantes, y tan sinceros que le creí. Tan decididos que me asustaron.

—Pero eso está lejos y no conocemos —le dije.

Reina me apretó las manos y se pegó bien a mi boca. No vi sus ojos sino dos manchas vidriosas de colores diferentes que se movían rápido, como buscando el pavor detrás de los míos. También le cambiaba el aliento a Reina cuando hablaba con otro humor.

—Nos vamos los dos —repitió—. ¿O te vas a quedar aquí, igual a tu mamá, a tu papá, o al mío, jodido como todo el mundo?

Lo dijo bajito, con los labios pegados a mi cara, apretando el cuerpo, exhalando aire caliente por la nariz, sin rabia pero resuelta, clavándome los pechos en cada respiración, para que yo sintiera lo que me iba a perder si me quedaba.

—Nos vamos los dos.

No me dio un beso como pensé, sino que despegó la cara y metió la mano entre mi pelo. Ahí la dejó y siguió mirándome, como esperando a que yo le dijera algo diferente al sí que ella ya había asumido, tal vez una idea fresca que reforzara su plan, algo que le mantuviera el brillo a su mirada bicolor.

—Pero yo no hablo inglés, Reina —fue lo único que le dije, y ella sacó la mano de mi pelo.

La idea fue suya. Se lo reclamé cuando llegamos. Ya no nos quedaba dinero, no existía la dirección adonde teníamos que llegar y las cosas no habían salido como esperábamos. Habíamos aguantado y callado durante todo el trayecto. Casi no dormimos porque el sobresalto no nos dejaba, y en el día tampoco pudimos descansar, y muchas veces dudé si alguna vez llegaríamos adonde Reina quería llegar. Se lo saqué en cara:

—La idea fue tuya —le dije con rabia.

—Ya lo sé —me dijo ella—. Vos no tenés ideas.

Le reclamé que ese cuartucho nada tenía que ver con el sitio que ella me hizo soñar, el que me describió cuando imaginábamos la vida que llevaríamos. Ella era la que me contaba como si ya conociera todo, como si ya hubiera venido antes a preparar la llegada: es un apartamento blanco con vista al río y a la Estatua de la Libertad, en un piso alto con una terracita que tiene un jardín chiquito y dos sillas para sentarse a mirar el atardecer en Nueva York. Me habló de un perro que tendríamos y que sacaríamos a pasear después del trabajo y que cuidaría el apartamento mientras estuviéramos fuera. Me contó de una cocina muy limpia, llena de electrodomésticos, y de un baño blanco con bañera blanca y grande donde nos meteríamos todas las noches a hacer el amor. Vamos a hacer el amor todas las noches, me decía, y yo sentía mariposas en el sexo y pensaba: nos vamos los dos.

Pero el verdadero cuarto era como un calabozo que nos dejaron por los billetes que nos quedaron, y que tomamos porque no había otra opción. No encontramos a Gloria, su prima, la que le mandó las fotos, la que le dañó la cabeza, la que le dijo: vente, vente prima para acá, que aquí hay plata y trabajo para todos; y le mandó la foto de su apartamento, y sí, era mucho mejor, y otra foto al lado de un carro, que ahora dudo que fuera suyo, y otra foto con un perro y en la nieve junto a un muñeco también de nieve con dos ramas por brazos, una zanahoria por nariz y dos cosas negras por ojos, y todos en la foto riendo, pero extraños, ajenos, como unos micos en el Polo Norte.

—Vamos a conocer la nieve, Marlon —decía Reina abrazándose a sí misma, anticipándose al frío.

Yo pensaba: sí, vos podés pasar por gringa porque aunque tenés los ojos raros, son claros, y tu pelo también; con un poco de tinte quedarías rubia del todo. Pero yo soy muy de acá, pensaba pero no se lo decía. Tan de acá que no me quiero ir.

—Mirá las fotos que me mandó Gloria, mi prima. —Las mostraba como quien enseña la fortuna en un tarot.

Me las mostró todos los días porque las guardaba en su billetera, las sacaba en el bus, en la calle, para gozar con el apartamento, con el carro, el perro, con el muñeco de nieve de Gloria, su prima. Me las mostró en el aeropuerto, en cada sitio en que tuve miedo, en todo el trayecto desde que salimos hasta acá; las guardó como si fueran sus documentos, la visa que no nos dieron, el dinero que nos gastamos, el pasaporte que nos hicieron botar.

—Pero Gloria, tu prima —le dije ya en el cuartucho—, nos dio otra dirección.

—Tal vez la memorizamos mal —la defendió Reina.

—Y el teléfono, ¿también lo memorizamos mal?

Ahí nos gastamos las últimas monedas. Contestaron en inglés y Reina sólo dijo: Gloria, Gloria please, pero al otro lado le soltaron una retahíla que la llenó de miedo.

—Cogé vos a ver si entendés —me dijo.

A mí me dio hasta risa su ocurrencia. Ella dijo: Tal vez nos equivocamos, marquemos otra vez, y yo le advertí: Reina, esta es la última moneda, pero Reina me miró feo y después marcó, y otra vez lo mismo: Gloria please, y el mismo rollo en inglés. Reina se atrevió a admitir: creo que es una grabación.

—Mejor subamos —me dijo— y mañana volvemos a llamar.

Yo le pregunté: con qué, y ella me dij

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