La maleta de Ana

Celia Santos

Fragmento

Capítulo 1

1

La tapa de la vieja maleta de cuero ocultó las escasas prendas que Ana había preparado días atrás. Aseguró las correas, una de las cuales había cedido por el poco uso y el mucho tiempo transcurrido. Veinticinco años había permanecido en el desván acumulando polvo, desde que su padre acabase el servicio militar. Pero este, hombre de recursos, había improvisado el arreglo con un remache alargando así su vida útil.

Mientras terminaba de hacer el equipaje, su madre trasteaba en la cocina. Con la excusa de prepararle algo de comer para el viaje, se escondía entre las cazuelas sin poder evitar las lágrimas. Su padre se había marchado temprano al campo Dios sabe a qué. Otra escapatoria para esconder su tristeza.

Elvira, su madre, apareció de nuevo en la habitación con una bolsa de tela en la que había metido un par de bocadillos, tres naranjas y una tableta de chocolate.

—Toma, hija, que te espera un viaje muy largo. Y a saber lo que te cobrarán por ahí por cualquier porquería. Quién sabe cuándo volverás a comer algo decente.

Ana alargó las manos hacia el paquete. Acompañó su gesto con una sonrisa amarga y una mirada que, junto con el tacto de sus manos, se decían todo sin palabras. Un «Ojalá no tuvieras que irte», acompañado de su «Estaré bien, no te preocupes», seguido de otro «No nos queda más remedio, hija», al que acompañó un «No te sientas culpable». Frases grabadas a fuego en sus oídos que viajarían durante trece años como una letanía por su alma y su piel.

El hechizo se rompió con un gesto típico y recurrente de su madre en el que se frotaba las manos en el mandil. Recorrió la habitación con la mirada para evitar encontrarse de nuevo con la de su hija. No podría aguantar que la tromba de lágrimas acudiera de nuevo.

—¿Lo llevas todo? ¿Los papeles? No los pierdas, hija; sobre todo, el contrato —le advirtió para asegurarse.

Salieron al comedor donde su abuela permanecía, como siempre, sentada en su butaca con la mirada perdida. Sus hermanos mellizos, César y David, desayunaban, no ajenos a la partida de su hermana pero sí indiferentes. Ana les frotó el pelo y les hizo prometer que se portarían bien y no le darían disgustos a su madre.

—Voy a despedirme de Paquita. Ayer la vi un poco tristona —apuntó cariñosa.

—Paquita se ha ido ya a la escuela —aseguró uno de los gemelos con la boca llena.

—Pero si aún es muy pronto —dijo Ana preocupada.

El muchacho se encogió de hombros y siguió dando buena cuenta del tazón de leche migada con pan.

—Lleva días enfurruñada... desde que le dijimos que te ibas —aclaró Elvira—. Es normal, hija. Para ella va a ser muy duro. Pero venga, no te entretengas más que si no vas a perder el autobús —la apremió.

Ana no podía partir sin despedirse de su hermana pequeña. Aquella personita de ocho años con la que compartía cama, confidencias y complicidad. Aquella niña que la idolatraba, que se sentía protegida a su lado. Aquella niña a la que adoraba. La congoja abordó su garganta al saber que no la abrazaría una vez más. Pero no quiso crear un drama. Se tragó la pena y se acercó a su abuela. Con su perpetuo moño nevado y ojos lejanos parecía estar en este mundo solo de cuerpo presente pero lo controlaba todo. La rodeó con sus brazos y le dedicó un fuerte abrazo acompañado de un sonoro beso.

Se retiró lentamente y, mientras lo hacía, la anciana agarró su mano. Ana sintió cómo le entregaba algo de forma furtiva. Abrió la mano y pudo observar dos billetes de veinte duros perfectamente doblados. Su abuela se la cerró de nuevo en un gesto que indicaba complicidad y secretismo. Una vez más, Ana tuvo que hacer un esfuerzo y apretar los dientes para contener las lágrimas.

Se puso la pelliza y la bufanda dispuesta a partir. Elvira ya no podía ocultar la emoción y el llanto brotó desbocado de sus ojos. Le dio un fuerte abrazo y salió al frío huérfano de aquella mañana de febrero.

Mientras se encaminaba calle abajo, evitó mirar atrás y ver a su madre en el quicio de la puerta. Aquella imagen que, sin mirar, quedó impresa en su memoria.

Recorrió las calles aún cubiertas en parte por la nieve caída días atrás y embarradas por el deshielo. La humedad se calaba en su cuerpo y los goterones que caían de los tejados chisporroteaban a sus pies haciendo más cuesta arriba, si cabía, su ya dura partida. Fue en ese tramo que separaba su casa de la plaza donde pudo dar salida al llanto que llevaba conteniendo toda la mañana. Sobre todo por la pena de no haberse despedido de su niña chica. De su Paquita.

Llegó a la plaza, donde algunos parroquianos esperaban el transporte que les llevase hasta Ávila, la capital. Ella tenía por delante más de veinte horas de viaje. De su pueblo a Ávila. Allí cogería un tren hasta Madrid donde, en la estación Príncipe Pío, embarcaría en otro hasta Hendaya-Irún. Y de allí hasta Alemania. Toda una aventura para alguien que apenas había visitado la capital de su provincia media docena de veces.

El autobús llegó y alguien abrió la puerta. Poco a poco, el resto de pasajeros empezó a subir. Ella dilató el momento mientras buscaba alrededor no sabía muy bien qué. El conductor apremió:

—Vamos, que no tenemos todo el día.

Ana se resignó y cogió su maleta dispuesta a entrar. Cuando puso el pie en el escalón, una voz aguda y descarnada la alertó. Miró hacia un lado y pudo ver a lo lejos a su hermana pequeña que bajaba corriendo y la llamaba desconsolada.

—¡Ana! ¡Ana! ¡Espérame, llévame contigo! ¡Ana! —gritaba la niña en un intento por alcanzarla.

Ella quiso retroceder y darle el ansiado abrazo. Pero un vecino despistado que temía perder el transporte la empujó y la obligó a subir. Este cerró la puerta tras ellos y el vehículo arrancó. Avanzó atropellando la maleta que tenía delante de ella y le impedía moverse con agilidad. Parada en mitad del pasillo, reaccionó y corrió hacia la parte de atrás. A través del cristal pudo ver a la pequeña en mitad de la calle con su cartera de la escuela en la mano, sus trenzas cayendo por los hombros y el rostro desencajado en un grito sordo amortiguado por la distancia. La figura se fue encogiendo y desdibujando por las lágrimas que inundaban sus ojos hasta convertirse en un manchurrón en la lejanía que dejó un arañazo en su corazón.

Capítulo 2

2

Un segundo.

Dos.

Tres.

La luz del faro apareció de nuevo e inmediatamente se derritió arrastrada por las gotas de lluvia que se estrellaban contra el parabrisas. Un, dos, tres... vuelta a empezar.

Cora no era consciente del tiempo que llevaba aguantando el peso de su pie para que no cayera a plomo sobre el acelerador. Su mente había escapado hasta perderse en algún laberinto del que le resultaba difícil encontrar el camino de vuelta. Su único asidero con la realidad era aquella parpadeante luz roja que la mantenía pegada al asiento. Ni siquiera se percató del peligro que suponía estar en aquel mirador encarada a un acantilado, solo separada por una endeble valla de madera que, a buen seguro, no aguantaría la embestida de un vehículo.

Los días pasados habían sido tan irreales que su única vía de escape fue subirse al coche y conducir sin rumbo fijo. Incorporarse a la autopista para después abandonarla por una carretera que la llevó hasta la costa en la que ahora se encontraba. Apenas un atisbo de civilización, un puñado de casas bordeando la carretera y, enfrente, el mirador en el que había detenido su coche.

La vibración del móvil y la pantalla iluminada la sacaron de su arrobamiento. Parpadeó ligeramente y fue entonces cuando sintió el entumecimiento de los dedos de los pies. Intentó moverlos, pero sus músculos estaban tan tensos que el dolor apenas le permitió dirigir la mirada hacia el asiento de al lado, donde había tirado el móvil al inicio de su huida. Cuando intentó averiguar quién llamaba, el aparato absorbió la luz y con ella al interlocutor. Pero no hizo el más mínimo intento por alargar la mano y responder. Cogió aire y fue consciente de su situación. El corazón empezó a bombear. La negrura de la noche de noviembre convertía la fuerte lluvia en un fantasma que acechaba por doquier desde las sombras.

Echó un vistazo a su alrededor. Oscuridad, tinieblas. Solo la obediente cadencia de la luz del faro cada tres segundos. Miró el retrovisor: nada. Siguió mirando durante un rato e intentó calmarse. Entonces, a través del espejo, distinguió una luz al otro lado de la carretera que escapó de una puerta al abrirse. Incluso creyó oír una leve melodía.

Giró la llave de contacto y el ronroneo del motor, al que no había prestado atención hasta el momento, dejó paso al silencio más absoluto, balsámico, reparador, relajante.

No podía quedarse allí. Expulsó el aire de los pulmones y relajó los brazos. Finalmente, salió al exterior, donde el frío que acompañaba la lluvia y el viento sacudieron su cuerpo menudo protegido con apenas un fino suéter. Aun así no le dio importancia y cruzó la estrecha carretera. Atravesó la plaza que presidía la hilera de casas y se acercó al local mientras se rodeaba los brazos con las manos intentando protegerse de aquel frío. Una música tenue se oía desde fuera. Se paró frente a la entrada y se fijó en el pequeño letrero que daba nombre al establecimiento: HOSTAL LA TARONGETA. Cuando se disponía a abrir la puerta, esta, como movida por un resorte, se le vino encima y casi la golpea directamente en la cara. Una anciana ataviada con un largo abrigo y apoyada en un bastón salía en ese momento. Tuvo que retirarse ante la insistencia de esta por atravesar la puerta. La joven se disculpó educadamente pero solo obtuvo de la mujer una especie de gruñido que interpretó como un saludo. Cora la siguió con la mirada mientras avanzaba por la acera hasta desaparecer por un recodo del edificio. Entró en el bar, el calor del interior la envolvió y se dejó abrazar por la suavidad del ambiente.

Capítulo 3

3

Era un local donde el tiempo pasaba con desgana. Uno de esos sitios en los que Cora jamás hubiera entrado al no poseer la decoración propia del mejor diseñador o no disponer de una carta de cócteles acorde con lo que ella consideraba que merecía. Un sitio de pobres, de personas que no pertenecían a su mundo ni con las que se mezclaba, a no ser que acudieran a su casa para realizar las tareas domésticas.

Reconoció la melodía que creyó oír desde el coche; un bolero de Celia Cruz.

Aquello era lo único que desentonaba un poco con el conjunto del local. Cuando llegó a la altura del mostrador, observó los cercos de algunos vasos que habían dejado su impronta sobre la superficie. Instintivamente escondió una mano en la manga del jersey para apoyarse mientras trepaba a uno de los taburetes: sus hábitos de higiene iban más allá de lo estrictamente correcto. Ni polvo, ni manchas, ni ningún otro fluido indigno que pudiera mancillar sus modales impostados.

Sin saber qué hacer ni qué pedir observó todo cuanto la rodeaba. Frente a ella, una chimenea bramaba por boca de un enorme tronco que se consumía. Una pareja de jóvenes sentada en una de las mesas del fondo del local bebía y conversaba de forma íntima. Una mujer entrada en edad fregaba con absoluta entrega el acceso a lo que intuyó eran los baños.

De pronto, un golpe en el mostrador le hizo dar un respingo. Se giró levemente y vio ante ella una taza de humeante café.

—¡Vaya nochecita! —El hombre, que momentos antes trasteaba con la cafetera, se dirigió a ella escrutándola con unos intimidantes ojos azules. Debía de tener unos cuarenta años, alto, ligeramente desgarbado pero con aire risueño y resuelto y una limpia sonrisa que enmarcaba y suavizaba su rostro.

Cora se limitó a mirarle y asintió agradecida. Él continuó manipulando la cafetera que silbaba y escupía vapor a cada uno de sus movimientos. A su lado, un joven de rasgos árabes con gafas y aspecto de intelectual la observaba mientras secaba vasos con un paño.

Nuevos golpes al otro extremo de la barra volvieron a sobresaltarla. Un hombre con uniforme de policía municipal que rondaría los sesenta años, si es que no los superaba, llamaba la atención del camarero.

—Niño, ponme la última, que me voy —ordenó resuelto.

—Ramón, que ya es la segunda. A ti tendrían que hacerte soplar ahora, verías tú lo que nos íbamos a reír —se burló el hombre de los ojos turquesa.

—Ramón, mañana tú pedir a mí papeles de moto y decir que tú bebe mucho hoy aquí. —Ahora era el joven con pinta de intelectual el que le recriminaba.

A Cora aquel vodevil le pareció tan irreal que por un momento se sintió como Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo. Cogió el café con ambas manos e intentó recuperar un poco de calor. Dio un par de sorbos y permaneció escondida tras la taza. El hombre de la mirada turquesa se acercó de nuevo. Mientras limpiaba la barra con un trapo húmedo y borraba las marcas que habían causado su repulsa se dirigió a ella.

—No son horas para hacer turismo. ¿Te has perdido? —preguntó intentando parecer inocente.

Cora negó con la cabeza y retiró su mirada de la de él. Su estado de ánimo y aquellos ojos penetrantes no le permitían centrarse en una explicación más extensa.

—Me llamo Lorenzo —dijo de pronto alargando la mano.

Por un momento, Cora no supo qué hacer y continuó inmersa en aquella mirada que esperaba una respuesta. Ella tardó unos segundos en ofrecerle la suya.

—Cora —fue lo único que acertó a decir.

El café le templó el cuerpo y pudo tomar algo de conciencia sobre su situación. En un momento, a medio camino entre la realidad y el delirio, solo pudo articular una frase que ni ella misma supo de dónde salía.

—¿Tenéis habitaciones libres?

Capítulo 4

4

Cora despertó con la fuerza atronadora del silencio. Ni despertador, ni alarmas, ni el ruido del tráfico. Simplemente abrió los ojos y siguió acomodada dentro de su propio sueño. La apacible luz del alba asomaba a la ventana y buscaba su rostro para iluminarlo y devolverla a la realidad. Se cubrió la cara con el brazo e intentó detener el amanecer.

Tras unos minutos se rindió ante aquella lucha entre el sueño y la vigilia y se acercó a la ventana. Era temprano. Ni siquiera las almas en pena vagaban por aquella carretera. Los primeros rayos de sol bordaban con hilos dorados la quietud del Mediterráneo. La imagen le pareció tan conmovedora que pensó que ni el mismísimo Vermeer hubiera sido capaz de reproducir aquella luz mágica y fugaz.

Al final de la curva pudo distinguir su coche rojo en el mirador. Unos metros más allá, el cartel que despedía el pueblo. Entornó los ojos tratando de adivinar el nombre de la población donde había quedado varada la noche anterior: Calarossa del Port. No le sonaba de nada. Para ella, la Costa Brava se limitaba a los tres o cuatro núcleos turísticos y elitistas en los que dejarse ver.

El momento bucólico se vio interrumpido por el rugido de sus tripas. No había comido nada desde el día anterior, cuando su jefe la citó para un almuerzo y le dio la noticia. Otra más en la antología de desgracias acumuladas en las últimas semanas. Dio por hecho que aquel pseudohotel carecía de servicio de habitaciones. Incluso dudó de si podría tomar un desayuno decente. Al menos, un café sí podrían servirle. Con eso aguantaría el trayecto de vuelta hasta Barcelona.

Se vistió con la misma ropa del día anterior y bajó hasta la cafetería. Esta permanecía a oscuras, sin actividad alguna que le indicase que allí podía calmar las fieras de su estómago. En ese momento, Lorenzo salió por la puerta de lo que parecía la cocina. Su hermosa sonrisa le dio los buenos días. Ella sonrió cortésmente.

—Buenos días —saludó él risueño.

—¿Dónde se sirve el desayuno? —preguntó ella sin responder al saludo.

Lorenzo la miró ligeramente molesto por aquella falta de modales pero continuó con la amabilidad que le caracterizaba.

—En temporada alta lo servimos en el bar, pero en estas fechas... Tú eres la única huésped —aseguró—. Ven, desayuna con nosotros en la cocina.

Cora dudó un instante hasta que al final accedió, llevada más por el hambre que por sus ganas de socializar.

Sentados a una gran mesa estaban los mismos personajes que había visto la noche anterior: el policía municipal, la señora de la fregona y el joven con aspecto de intelectual. Cuando la vieron entrar con Lorenzo bajaron ligeramente el tono de la conversación, que normalmente era unos decibelios más alto de lo normal. Él la rodeó por los hombros con su brazo y la invitó a sentarse. En la mesa había bollería y pan recién horneado, mermeladas, embutidos, fruta, zumos y café. El espectáculo gastronómico abrió aún más su apetito e intentó que sus tripas no la dejasen en evidencia. Hablaron de trivialidades, del tiempo... El joven árabe leía noticias del periódico en voz alta y todos las comentaban. Ella permanecía callada, ajena y ausente a todo y a todos. Le daba igual si la consideraban antipática. Al fin y al cabo, aquella era una estación que esperaba pasar pronto de largo.

Al acabar de desayunar, cada uno se fue a sus quehaceres. Cora se quedó sola con el propietario mientras la mujer entrada en años lavaba los platos en el fregadero. Lorenzo percibió su incomodidad.

—Ya sigo yo, Eulalia —aseguró mientras se levantaba y llevaba algunas de las tazas sucias al lavavajillas.

La mujer salió de la cocina no sin antes propinarle un sonoro beso en la mejilla que él le devolvió cariñoso. Ambos se quedaron a solas mientras la joven daba los últimos sorbos a su café con leche. Fue entonces cuando se fijó en él un poco mejor. Era alto, más de lo que recordaba de la noche anterior. Delgado, de piel clara y pelo increíblemente negro. Aquellos ojos azules que la noche anterior se le antojaron conminatorios, a la luz del día emanaban bondad y transparencia. Parecía respetuoso con los silencios, al menos con el suyo. No le había hecho ni una sola pregunta desde que llegó, algo que Cora agradecía.

—El pueblo es pequeño pero muy bonito. Te gustará. —Lorenzo intentaba parecer indiferente ante el hecho de que una desconocida apareciese en mitad de la noche de noviembre en un confín como aquel. No era ni la época ni el tipo de persona que solía visitarlos.

—Gracias, pero tengo que marcharme. Me están esperando —indicó resuelta. Aunque lo cierto era que nadie la esperaba y pronto no tendría una casa a la que acudir.

—¿Tu familia? —insistió Lorenzo.

Cora no respondió. Aquella última pregunta sobrepasaba la amabilidad y no le gustaba compartir su intimidad con desconocidos. Aunque, por otro lado, se moría de ganas de contarle a alguien todo por lo que estaba pasando. Necesitaba vaciarse de angustia, limpiarse de pena. Pero optó por callar.

—La cala es muy bonita —expresó él cambiando de tema—. Si tienes tiempo, baja, ya verás como no te arrepientes.

—¿Podrías prepararme la cuenta? Voy a mi coche a buscar el bolso. Vuelvo en un momento.

Capítulo 5

5

Cuando llegó al mirador se percató de que había dejado el coche abierto con el bolso sobre el asiento del copiloto. Se asomó a la barandilla que la noche anterior le había servido de parapeto. Bajo el negro abismo que recordaba se abría una hermosa cala que el mar había ganado a la tierra. El acantilado era una pared de pura roca y tierra tachonada de matojos. A un lado de la endeble barandilla, unas escaleras de peldaños improvisados descendían hasta la pequeña playa.

Llenó sus pulmones con el aire salado. Su mente se despejó y deseó retener aquella sensación. Realmente, no tenía adónde ir ni nada que hacer, ningún horario que cumplir. Fue consciente de esa soledad que a veces otorga la libertad. Y quiso experimentar. Se puso el abrigo y bajó las escaleras, temerosa. No quería ni imaginar lo que sería caerse por allí. Sintió más miedo entonces que la noche anterior cuando, con apenas un leve movimiento de su pie, se hubiese despeñado por aquel barranco.

Una hora más tarde, Cora volvió al hostal. Estaba empapada. Había empezado a llover en mitad de su místico paseo y, durante el ascenso por las rústicas escaleras, el chaparrón la pilló de lleno. Cuando Lorenzo la vio entrar hecha una sopa corrió hacia ella. Tiritaba y temblaba como un perrito abandonado. Intentó calmarla mientras la acompañaba hasta la chimenea.

—Será mejor que te cambies de ropa o cogerás una pulmonía —sugirió mientras le frotaba los brazos intentando que entrase en calor.

Cora pensó que no tenía nada con que cambiarse, a excepción de la ropa de gimnasio que siempre llevaba en el coche. Tendría que apañarse con eso.

Tras ducharse y ponerse ropa seca se sintió reconfortada. Lorenzo la miró satisfecho y también algo turbado.

—Hoy para comer hay ropa vieja —aseguró sin tan siquiera preguntar si le apetecía quedarse. Ella no le replicó. No tenía ganas de coger el coche y emprender el camino de vuelta con aquel tiempo—. Ya verás como te gusta.

—Gracias, seguro que está deliciosa. —Tenía que reconocer que había sido un tanto desagradable y hosca desde que llegó la noche anterior y quiso enmendarlo.

—Faysal es un cocinero de puta madre. Y le encanta la cocina cubana. Bueno, en realidad le gusta todo lo que venga del Caribe, ¡¿eh, canalla?! —Lorenzo bromeaba mientras juntaba dos de las mesas del bar y extendía un mantel sobre ellas—. En ese mueble de ahí están los platos. Hoy seremos... seis.

Cora se quedó un momento sin saber qué decir. No esperaba que, en un hotel en el que se hospedaba, tuviera que ayudar a poner la mesa. Aun así, accedió. Por primera vez en su vida, no le importó realizar una tarea que no solía hacer habitualmente.

Poco a poco fueron llegando los que ya, según iba viendo, conformaban la camarilla de La Tarongeta. De la cocina emergió Faysal con una bandeja que dejó sobre la mesa. A los pocos minutos apareció Eulalia, acompañada de una anciana que Cora reconoció como la que le había propinado el portazo la noche anterior. La mujer caminaba torpemente y se sentó presidiendo la mesa. El resto ocuparon las diferentes sillas. Cora se decidió por la que quedaba a la derecha de la anciana de los malos modales y Lorenzo lo hizo frente a ella. La mujer la miró de arriba abajo. Al ver el gesto, Lorenzo hizo las presentaciones.

—Ana, esta es Cora. Se hospeda en el hostal.

—¿Y qué se te ha perdido a ti aquí? —preguntó la mujer visiblemente irritada e insolente.

Aquella respuesta hizo que perdiera el apetito. Estuvo a punto de levantarse y marcharse por donde había venido pero un gesto de Lorenzo, una mirada cómplice, hizo que permaneciera en la mesa aunque con visible desgana.

Disfrutaron del almuerzo y todos felicitaron al cocinero. Todos menos Ana, que en cuanto acabó se levantó y se acomodó en un sillón que Lorenzo colocó al lado de la chimenea encarado hacia la cristalera desde la que se veía el mar. Ramón se despidió con la excusa de ir a trabajar mientras Faysal y Eulalia recogían la mesa. Cora quiso ayudar pero la mujer la detuvo.

—Tranquila, si ya casi está. Tómate un café —sugirió.

Cora obedeció y se acercó a la barra en la que Lorenzo volvía a trastear con la cafetera.

—¿Es pariente tuya? —preguntó la joven mientras señalaba a Ana con el mentón.

—Más o menos —respondió Lorenzo—. Lleva aquí viviendo muchos años. Mi madre y ella eran amigas. Aquí la llaman la Alemana.

Lorenzo colocó en un platito un vaso con apenas un dedo de café y lo completó con un buen chorro de anís. Cora lo miró asombrada.

—Es para ella. Le gusta así. —Se disponía a salir de la barra cuando Cora le detuvo.

—Deja, ya se lo llevo yo —se ofreció Cora intentando ser amable con aquella mujer tan desagradable.

Se acercó a la mesa procurando que el vaso no se derramase y acabase con aquel mejunje en el suelo. Su maniobra tuvo éxito y el contenido llegó sano y salvo. La mujer la miró y sonrió con dulzura mientras sacaba del bolsillo de su abrigo un pequeño libro. Aquello la desconcertó. Minutos antes le recriminaba su presencia y ahora se mostraba amable y simpática. Tras ella venía Lorenzo con los cafés. Cora se fijó en el libro y en el título: Ansichten eines Clowns.

A tenor del apodo que, según Lorenzo, tenía la mujer en el pueblo, se atrevió a preguntar.

—¿Habla usted alemán?

La anciana la miró por encima de las gafas que acababa de ponerse e hizo un gesto de asentimiento casi imperceptible.

—Ana vivió muchos años en Alemania —aseguró él.

—¿Sí? ¿En qué ciudad? Yo estuve en Berlín el año pasado, en una exposición del museo Berggruen —dijo Cora buscando algo de complicidad.

La mujer permaneció ausente hasta que por fin cerró el libro, se quitó las gafas y, reclinándose sobre el sillón a la vez que cerraba los ojos, inició un viaje por las abandonadas vías de su memoria.

Capítulo 6

6

El 14 de febrero de 1962, Ana atravesó el andén flotando en aquella irrealidad. Esquivaba maletas, bultos y pies cuyos dueños dormitaban en el suelo y en los bancos a la espera de subir al tren que los iba a llevar hasta la tierra prometida. El olor a sudor y esperanza envolvía a aquellas almas, llegadas de todos los puntos de la geografía, mientras esperaban su turno para embarcar.

Maletas de cartón, hatillos y petates componían el desván, el trastero de un país desesperado. Miradas perdidas y cuerpos ajados y cansados que buscaban un hueco donde establecer momentáneamente su parcela.

El espectáculo se le antojó fascinante a la vez que curioso. Tuvo la impresión de que, en aquellas veinte horas de viaje, había atravesado el mundo para acabar en un lugar donde, si bien no tenía dificultad para entender lo que decían, le resultaba sorprendente oír tan diferentes acentos: gallegos, extremeños, vascos, andaluces... Aunque todos hablaban el idioma común del hambre y la pobreza que los había empujado a emprender aquella aventura hacia tierras europeas.

Ella, la mayor de cuatro hermanos, jamás imaginó que se vería en un tren camino de un país que, pocos días antes, ni siquiera era capaz de ubicar en el mapa. Pero cuando hay hambre no hay pan duro, ni frío glaciar ni destino lejano al que acudir para paliar la miseria que carcome la existencia. Entonces el alma se rebela contra la carne en un último intento de supervivencia contra los elementos que la naturaleza y el hombre se empeñan en amilanar. Mecanismos que nuestro ser desarrolla en su instinto por permanecer sobre la faz de la Tierra.

Aquella era la España que palpitaba agonizante y que, en un último esfuerzo por salir de su ponzoña, se arrastraba a sus bordes hambrienta en busca de un poco de aliento fuera de sus fronteras.

Con la vista atenta a las indicaciones y el pecho abrigado por el miedo y la emoción, llegó hasta el edificio que le habían indicado. Un par de puertas engullían a ritmo de rumiante las dos filas formadas por hombres y mujeres respectivamente. Se colocó en la que le correspondía y esperó. Varias personas aguardaban aún delante de ella. Dejó la maleta en el suelo y se sentó encima. Pensó que así estaría más segura. Su padre le había dicho que no la perdiera de vista. Incluso le sugirió atarla con una cuerda a su muñeca, a lo que Ana se negó rotundamente. Se abrochó el abrigo. Aquel frío húmedo atravesaba su cuerpo y se acomodaba en sus entrañas sin intención de abandonarla. Las botas de piel, donación de alguna casa en la que su madre limpiaba de vez en cuando, hacían su labor. Y los leotardos de lana protegían sus piernas de aquel viento que buscaba su falda de pana color granate oscuro.

Juntó las piernas, pudorosa, ante la mirada lasciva de un joven que fumaba con cierto aire forzado de seductor de tres al cuarto y esperaba en la otra fila. Bajó la mirada, se ajustó la bufanda que protegía su cuello y acarició el recuerdo de su abuela Felisa. Esta había pasado tres días tejiendo la prenda a base de restos de lana de los jerséis de sus hermanos. Casi dos metros de cariño entretejido y rematado con flecos.

El día despertaba y con él el tono de voz de la estación que, hasta el momento, apenas había susurrado, esperando el permiso del amanecer para dar la bienvenida al bullicio.

Ana continuaba sentada en su maleta que solo movía a razón de cinco o seis metros cada cuarto de hora. Intentó dominar su impaciencia mirando el reloj de la estación y repasando su periplo durante los días pasados. Pensó en las cartas de su primo Pablo en las que contaba maravillas de su nueva vida en Alemania. Una leve mueca con ínfulas de sonrisa asomó a sus labios. Su primo, el amor platónico de su infancia. Juegos inocentes de niña que compartía con sus amigas de la escuela. Pero la ilusión acabó pronto. Con varias bocas que alimentar en casa, no había lugar para los sueños. Pasó de niña a adulta sin conocer la edad del pavo, al que tuvo que matar a palos, no fuera a ser que también tuviera que alimentarlo.

La actividad crecía en la estación y los proyectos planeaban montados en conversaciones ajenas.

—En un par de años ya tendré pa comprarme el John Deere y me vuelvo.

—Pues yo no voy a esperar tanto; en un año, cuando tenga pa las cuatro vacas que m’hacen falta, estoy de vuelta.

Sueños, deseos, cuentos de lecheras con vacas flacas y ansias de conocer, de libertad. Pero, sobre todo, estómagos vacíos, propios y ajenos, que llenar. Ana no tenía ningún deseo en concreto. Su único objetivo era ganar lo suficiente para los agujeros que había en casa y alimentar a los suyos. No podía permitirse el lujo de ilusionarse con nada que fuera lo más mínimamente egoísta. Su única meta era la supervivencia, la vida con minúsculas de su familia.

Entre vapores de locomotoras, pitidos, golpes de vagones y sueños endebles, oyó tras ella un hipido, un sorber de mocos, un suspiro entrecortado. Se giró aún sentada sobre la maleta y se encontró con una chica menuda, flaca hasta el ridículo, de pelo ralo y clareado por la miseria y unos enormes ojos que no encajaban en su cara huesuda. Vestía una falda de algodón marrón oscuro, un ligero jersey y una chaqueta que le quedaba visiblemente pequeña; seguramente, herencia de algún familiar. Cargaba un petate de loneta gastada que, por las costuras y los cierres, parecía obra de las laboriosas manos de su madre o de ella misma. Al verla, A

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