Perverso seductor mentiroso (Wild Seasons 4)

Christina Lauren

Fragmento

Tripa

1. London

1

London

Cuando llevas un tiempo a dos velas, pasan una serie de cosas. La primera, que sin que te des cuenta sueltas un ruidito al ver un beso en una película romántica, un ruidito que es una mezcla de resoplido y de suspiro desesperado, y que casi siempre consigue que alguien te tire un cojín desde la otra punta del sofá. La segunda, que te sabes de memoria los nombres de por lo menos tres tiendas online de juguetes eróticos, y eres capaz de recitar el coste del envío, la fiabilidad y la rapidez de la entrega. La dirección de al menos dos de dichas tiendas aparece en la barra de tu navegador en cuanto tecleas la primera letra, y siempre eres tú la compañera de piso que los demás esperan que reponga las pilas del mando a distancia o de la aspiradora de mano.

Algo que resulta ridículo si te paras a pensarlo, porque todo el mundo sabe que los juguetes eróticos llevan cable o cargador. Aficionados...

Y, la tercera, te conviertes en una experta en masturbación. En una campeona. A nivel olímpico. A estas alturas, practicar el onanismo es la única opción porque ¿cómo va a competir un hombre con tu propia mano o con un vibrador de 220v y diecisiete velocidades distintas?

Los efectos secundarios de una vagina poco sociable son especialmente evidentes cuando estás siempre rodeada por tres de las parejas que más asco dan del mundo por lo felices que son. Mi compañera de piso, Lola, y sus dos amigas más íntimas, Harlow y Mia, conocieron a sus parejas durante un fin de semana desquiciado, de esos que no pasan en la vida real, en Las Vegas. Mia y Ansel están casados y es raro que asomen. Harlow y Finn solo tienen que mirarse para que salten chispas. Y Lola y su novio, Oliver, están en esa fase de la relación en la que no paran de tocarse y en la que el sexo es algo casi espontáneo. Cocinar se transforma en sexo. ¿Ver The Walking Dead? Evidentemente es erótico. Hora de echar un polvo. A veces entran por la puerta, hablando de cualquier cosa, y de repente se paran, se miran y allá que van otra vez.

Alerta de información excesiva. Oliver es muy escandaloso y gracias a él he descubierto lo mucho que los australianos usan esa palabra que empieza con p... Menos mal que los quiero mucho a los dos, ejem.

Y lo digo en serio. Conocí a Lola en las clases de Arte de la Universidad de California en San Diego, y aunque no empezamos a quedar más asiduamente hasta el verano pasado, cuando se convirtió en mi compañera de piso, tengo la impresión de que la conozco de toda la vida.

Sonrío al escucharla arrastrar los pies por el pasillo. Aparece con el pelo hecho un desastre y todavía colorada.

—Oliver acaba de irse —le digo entre cucharada y cucharada de muesli. Hace menos de diez minutos que ha salido dando tumbos por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja y las mismas pintas desastradas—. Hemos chocado los cinco y le he dado una botella de Gatorade para el camino, porque estoy segura de que después de eso está deshidratado. Lola, en serio, me tenéis alucinada.

Hasta este momento, no creía posible que las mejillas de Lola pudieran ponerse más coloradas. De haber apostado, habría perdido.

—Lo siento —me dice con una sonrisa tímida desde detrás de la puerta del armario—. Seguro que estás hasta el moño de nosotros, pero estoy a punto de irme a Los Ángeles y...

—Ni se te ocurra disculparte por tener a un australiano que está cañón y que te tiene tan contenta en la cama —le digo mientras me pongo de pie para fregar el cuenco—. Si no estuvieras aprovechándote todo el día, te daría para el pelo.

—A veces, se me hace eterno el trayecto en coche hasta su casa. —Lola cierra el armario con la mirada perdida—. Es una locura. Estamos locos.

—He intentado convencerlo de que se quedara —le digo—. Hoy voy a pasar todo el día fuera y esta noche trabajo. Podríais haber tenido el piso para vosotros solos.

—¿Otra vez trabajas de noche? —Lola se llena el vaso y apoya una cadera en la encimera—. Esta semana has cerrado todos los días.

Me encojo de hombros.

—Fred necesitaba a alguien y las horas extra me vienen bien. —Seco el cuenco y estiro el brazo para colocarlo en su sitio—. ¿No tienes que acabar alguna viñeta o algo?

—Sí, pero me encantaría pasar un rato contigo. Siempre estás en la playa, o trabajando o...

—Y tú tienes un novio que está para matarlo a polvos y una carrera meteórica —la interrumpo. Lola debe de ser la persona más ocupada que conozco. Si no está revisando su nueva novela gráfica, Escarabajo, o visitando el estudio de grabación donde están rodando la adaptación cinematográfica de su primera novela gráfica, Pez Navaja, está en un avión de camino a Los Ángeles, a Nueva York o adondequiera que el estudio o su editor la manden—. Sabía que hoy tenías que trabajar y que seguramente pasarías la noche con Oliver. —Le doy un apretón en un hombro y añado—: Además, ¿qué otra cosa se puede hacer durante un día tan bonito como este si no es surfear?

Me sonríe por encima del borde de la taza.

—No sé yo... ¿salir con algún tío?

Resoplo mientras cierro la puerta del armario.

—Qué mona eres.

—¡London! —exclama, y me mira muy seria.

—¡Lola! —replico.

—Oliver me ha dicho que viene de visita un amigo australiano, así que a lo mejor podríamos quedar todos. —Baja la vista y finge estar examinando algo muy interesante que ha encontrado en una uña—. ¿Ver una peli o algo?

—Nada de citas organizadas —respondo—. Cariño mío, hemos tenido esta conversación por lo menos diez veces.

Lola sonríe con timidez de nuevo y me echo a reír mientras salgo de la cocina. Pero ella me sigue e insiste.

—No puedes evitar que me preocupe un poco por ti —me dice—. Estás siempre sola y...

Agito una mano para restarle importancia al comentario.

—Estar sola no es lo mismo que sentirse sola. —Porque por más atractiva que me resulte la idea de echar un polvo con un tío de verdad, los problemas que normalmente conlleva no me atraen en absoluto. Bastante tengo ya en el terreno social manteniendo el paso con Lola y su grupo de amigas y parejas, que no deja de crecer. Todavía no he pasado de la fase de aprenderme los apellidos—. Deja de imitar a Harlow.

Lola frunce el ceño y yo me inclino hacia delante para besarla en una mejilla.

—No hace falta que te preocupes por mí —le aseguro, y después miro la hora—. Tengo que irme, media marea subiendo dentro de veinte minutos.

Después de pasar un largo día en el agua, llega el turno de trabajar de camarera en la barra de Fred’s, al que casi todo el mundo llama el «Regal Beagle» por el apellido de su dueño, que coincide con el de Ralph Furley, el personaje de la serie Apartamento para tres en la que se reunían en un bar que se llamaba así. Me pongo el delantal a la cintura.

El tarro de las propinas está por la mitad, lo que significa que el día no ha estado mal, pero no hasta el punto de que Fred haya tenido que buscar ayuda. Hay una pareja hablando en voz baja en un extremo de la barra, con un par de copas de vino a medio beber. Están enfrascados en la conversación y ni siquiera me miran cuando me acerco a ellos. No van a necesitar mucho más. En el otro extremo, hay cuatro señoras. Bien vestidas, por lo que veo, y con buenos bolsos. No paran de reírse, así que igual están de celebración, lo que significa que seguro que me alegran la noche y dejan buenas propinas. Decido acercarme a ellas dentro de un rato para ver si necesitan algo.

Un coro de carcajadas y vítores procedente del fondo del bar me llama la atención y veo que Fred está sirviendo una ronda de cervezas a un grupo de tíos que están en la mesa de billar. Contenta por que haya sido él el encargado de atenderlos, empiezo a organizarme.

Solo llevo un mes trabajando en Fred’s, pero no se parece a ningún otro bar que yo conozca y la rutina es muy básica, así que me he adaptado bien. Tiene lámparas de Tiffany, maderas oscuras, reservados con asientos de cuero y es menos sórdido que la discoteca donde trabajé durante los dos últimos años de carrera. Sin embargo, también tiene sus buitres habituales, una pega inevitable en este tipo de trabajo. No se trata de que yo sea particularmente atractiva, ni siquiera soy la más guapa del bar, pero ver a una mujer al otro lado de la barra tiene algo que hace que hasta el hombre más educado pierda las formas. Como aquí no tenemos ayudante en la barra, yo misma tengo que encargarme de preparar las comandas y de llevarlas a las mesas, pero Fred es un jefe estupendo y trabajar con él es divertido. Además, se le da mejor que a mí fichar a los buitres.

De ahí que esté atendiendo a los tíos del fondo en vez de que lo haga yo.

Soy un poco especialita a la hora de organizarme, así que empiezo mi turno colocándolo todo detrás de la barra tal como me gusta tenerlo: el pincho de los tiques, el cuchillo de sierra, el cuchillo pelador, la mano del mortero, el exprimidor, el pelador, el acanalador, el colador de cóctel, las cucharas y la coctelera. Mise en place, cada cosa en su sitio.

Estoy a punto de empezar a cortar la fruta cuando un cliente se apoya en la barra y me pide dos rusos blancos, uno con hielo y otro sin hielo. Asiento con la cabeza mientras cojo dos vasos limpios del estante y, justo entonces, Fred se coloca detrás de mí.

—Si los tíos de ahí detrás te dan problemas, avísame —me dice al tiempo que gesticula con la cabeza hacia el grupo de la mesa de billar, que justo entonces vocifera algo muy masculino.

Parecen los típicos estudiantes de la Universidad de California en San Diego que vienen al bar: altos, atléticos y bronceados. Unos cuantos llevan camisetas con mensaje y otros, camisas. Los observo de vez en cuando mientras preparo los cócteles, y a juzgar por su altura, su físico y su tono de bronceado, asumo que son jugadores de waterpolo.

Uno de ellos, de pelo oscuro y con un mentón que solo por eso dan ganas de tirárselo, me pilla y me sostiene la mirada. Es guapo, aunque para ser sincera todos lo son, pero ese tiene algo en concreto que me obliga a mirarlo dos veces de arriba abajo y a mantener la mirada unos segundos porque no estoy preparada para apartarla. Por desgracia, es un tío bueno de esos inalcanzables y un poco creído.

Gracias a ese recordatorio del pasado, aparto la vista de inmediato.

Me vuelvo hacia Fred, saco de debajo de la barra un segundo tarro de propinas, ese con una etiqueta que pone «Para el coche», y se lo pongo delante.

—Creo que ambos sabemos que no es necesario que te preocupes por mí —digo y él me sonríe, tras lo cual señala con la cabeza el tarro de las propinas mientras acaba de tirar las cervezas—. Bueno, ¿estamos solos esta noche?

—Eso creo —me contesta al tiempo que deja las cervezas en la barra—. Este fin de semana no hay partidos importantes. Supongo que no nos faltarán clientes, pero será tranquilo. A lo mejor podemos hacer inventario y todo.

Asiento con la cabeza mientras acabo los cócteles, aviso al cliente de que están listos y me lavo las manos, tras lo cual echo un vistazo para ver si lo tengo todo preparado o si necesito algo más. Oigo que alguien carraspea a mi espalda y cuando me vuelvo, descubro que tengo a escasa distancia los ojos que hace unos segundos me miraban desde la otra punta del bar.

—¿Qué te pongo? —le pregunto, y lo hago de forma educada, acompañando las palabras con una sonrisa amigable, pero profesional.

Él entrecierra los ojos y, aunque no me recorre con la mirada de arriba abajo, tengo la impresión de que ya lo ha hecho antes, ha tomado una decisión y me ha catalogado según la clasificación masculina habitual: follable o no. Según mi experiencia, no hay término medio.

—¿Me pones otra ronda, por favor? —contesta y hace un gesto vago hacia atrás. El móvil que tiene en la mano suena. Lo mira y teclea con rapidez un mensaje antes de mirarme de nuevo.

Saco una bandeja. No sé qué han pedido, porque fue Fred quien los atendió, pero lo puedo suponer.

—¿Heineken? —le pregunto.

Sus ojos se entrecierran y finge estar ofendido, un gesto que me hace reír.

—Vale, no es Heineken —digo al tiempo que levanto las manos a modo de disculpa—. ¿Qué estabais bebiendo?

Ahora que lo tengo cerca y puedo mirarlo bien, descubro que es más guapo si cabe. Ojos castaños rodeados por unas pestañas de esas que solo se consiguen usando el rímel del más caro y pelo oscuro que parece suave y abundante, en el que estoy segurísima de que me encantaría enterrar los dedos.

Pero supongo que él lo sabe, porque la confianza que percibí desde la otra punta del bar está saturando el aire en este momento. Su móvil vuelve a sonar, pero apenas si lo mira antes de guardarlo.

—¿Por qué has supuesto que era Heineken? —me pregunta.

Pongo un puñado de posavasos en la bandeja y me encojo otra vez de hombros mientras intento cortar la conversación.

—Por nada en concreto.

Él no se lo traga. En sus labios aparece el asomo de una sonrisa mientras dice:

—Vamos, Hoyuelos.

Casi al mismo tiempo, oigo que Fred dice:

—Me cago en diez.

De manera que extiendo la mano, preparada para recibir el impecable billete de dólar que me suelta. Lo guardo toda satisfecha en el tarro.

El tío bueno sigue mis movimientos y después me mira y parpadea.

—¿Para el coche? —pregunta, al leer la etiqueta—. ¿De qué va esto?

—No es nada —contesto y después señalo la hilera de grifos de cerveza—. ¿Qué estabais bebiendo?

—¿Acabas de ganar un dólar por algo que he dicho y no piensas explicármelo?

Me coloco un mechón de pelo detrás de una oreja y me rindo al comprender que no va a pedirme nada hasta que le conteste.

—Solo es una cosa que oigo a menudo —respondo. De hecho, es algo que he oído más que mi propio nombre. Tengo un par de hoyuelos en las mejillas y mentiría si dijera que no son mi rasgo preferido y también el más odiado. Sumados al pelo aclarado por el sol, a menudo también alborotado, y a las pecas, me dan el aspecto de tía simpática—. Fred no se creía que me lo decían tan a menudo como le aseguraba —sigo al tiempo que lo señalo con un pulgar por encima del hombro—. Así que hicimos una apuesta: un dólar por cada vez que alguien me llame Hoyuelos o haga una referencia a dichos hoyuelos. Voy a comprarme un coche.

—La semana que viene a este ritmo —protesta Fred, que está detrás de mí, en algún sitio.

El móvil del Macizorro vuelve a sonar, pero esta vez no le hace ni caso, ni siquiera lo mira. En cambio, se lo guarda en el bolsillo trasero de los vaqueros, nos mira a Fred y a mí, y sonríe.

Casi me da un pasmo.

Si antes pensaba que era guapo, no se puede comparar con el cambio que sufre su cara cuando sonríe. Los ojos le brillan y la pinta de chulo desaparece por completo. Tiene la piel bronceada y perfecta, prácticamente reluce con una calidez que parece irradiar desde dentro y que le colorea las mejillas. Le suaviza los rasgos y le salen arruguitas en los rabillos de los ojos. Sé que solo es una sonrisa, pero no sé qué me gusta más: los labios carnosos; esos dientes blancos y perfectos; o el hecho de que la sonrisa sea un pelín torcida. Me dan ganas de devolvérsela.

Sigue sonriéndome mientras hace girar un posavasos sobre la barra, delante de mí.

—Así que me estás diciendo que soy poco original —dice.

—Yo no he dicho nada —replico y le devuelvo la sonrisa—. Pero agradezco que sea cierto, porque estoy ganando mucha pasta.

Me mira las mejillas un momento.

—Son unos hoyuelos preciosos. Se me ocurren cosas peores como mote. Por lo menos no te llaman Caracartón o Barbuda.

Ni de coña me puedo creer que esté tratando de congraciarse conmigo.

—Bueno, de vuelta a la cerveza —digo—. ¿Botella o grifo?

—Quiero saber por qué has supuesto que antes me he bebido una Heineken. Creo que como poco le debes esa explicación a mi orgullo herido.

Miro por encima de su hombro hacia su grupo de amigos, que parece que estén jugando al billar, aunque en realidad están intentando golpearse unos a otros en las pelotas con los palos, y decido ser sincera.

—Los típicos consumidores de Heineken, y por típicos me refiero a habituales, suelen ir sobrados de autoestima y escasos de humildad. También son los primeros que necesitan el cuarto de baño cuando les das la cuenta y también es habitual que conduzcan coches deportivos.

Él asiente con la cabeza y se ríe.

—Vale. ¿Y es un estudio muy científico?

Su risa es todavía más tierna. Es hasta graciosa, porque mueve los hombros un poco como si tuviera tendencia a soltar risillas tontas.

—Riguroso —le contesto—. Yo misma hice las pruebas de laboratorio.

Lo veo contener las carcajadas.

—En ese caso, te consolará saber que no solo no he bebido Heineken, sino que además iba a preguntarte qué otras cervezas de grifo tenéis, porque acabamos de probar la Stella y quiero algo más interesante.

Sin mirar a la hilera de grifos, enumero la lista:

—Bud, Stone IPA, Pliny the Elder, Guinness, Allagash White y Green Flash.

—Una ronda de Pliny —dice e intento ocultar lo mucho que me sorprende la elección, una deformación profesional. Debe de conocer bien las cervezas porque es la mejor opción que tenemos—. Seis, por favor. Me llamo Luke, por cierto. Luke Sutter.

Me tiende la mano y, después de un breve titubeo, la acepto.

—Encantada de conocerte, Luke.

Su mano es enorme, no demasiado suave... y muy agradable. De dedos largos, uñas limpias y apretón fuerte. Retiro la mano casi de inmediato y empiezo a tirar las cervezas.

—Y tú te llamas... —dice, alargando la última palabra.

—Son treinta dólares —replico, en cambio.

La sonrisa de Luke cambia un poco, porque le hace gracia mi reacción, mientras mira la cartera y saca dos billetes de veinte que coloca en la barra. Extiende los brazos para coger tres vasos y me hace un gesto con la cabeza antes de volverse.

—Ahora vuelvo a por los demás —dice. Y se va.

Justo entonces se abre la puerta y entra un grupo de chicas de despedida de soltera. Durante las siguientes tres horas pierdo la cuenta de los cócteles rosas y con nombres explícitamente sexuales que preparo, y tampoco sé si ha sido Luke o alguno de sus amigos quien se ha llevado las cervezas, no me he dado cuenta. Aunque es lo mejor, me digo, porque hay una regla que sigo al pie de la letra: no salir con tíos que conozco en el trabajo. Jamás.

Y Luke es... bueno, la personificación del motivo por el que existe esa regla en particular.

Cuando el último cliente se va, ayudo a Fred a cerrar, vuelvo en coche a un piso vacío y me dejo caer en la cama.

Mis padres no están muy contentos con la vida que llevo en San Diego, y se cuidan mucho de dejármelo claro cada vez que me visitan. No entienden por qué tengo una compañera de piso cuando Nana me dejó el piso en herencia y no tengo que pagar absolutamente nada. Aunque pasé aquí gran parte de mi infancia, tampoco entienden por qué no he vendido el piso después de graduarme y he regresado a casa. A ver, venga ya. ¿El gélido Colorado contra el soleado San Diego? Ni de coña. Y, por supuesto, no ven con buenos ojos que me pase el día surfeando y que trabaje de camarera por las noches, mientras el título de Diseño Gráfico que tanto me costó sacar está por algún lado, cogiendo polvo.

Vale, les concedo el último punto.

Pero, de momento, me gusta la vida que llevo. Lola se preocupa porque paso mucho tiempo sola, y es cierto que paso sola la mayor parte del día, pero no estoy triste. Atender la barra de un bar es un trabajo divertido y el surf es algo mucho más grande. Forma parte de mí misma. Me encanta ver la espuma de las olas y ver cómo se convierten en cilindros coronados de espuma blanca. Me encanta colarme en el interior de esas olas enormes cuando se levantan y rugen en mis oídos. Me encanta sentir el sabor salado del agua en la boca, limpiándome los pulmones. El océano levanta continuamente castillos que no tarda en derrumbar. Y yo no me canso de verlos.

Y me encanta tirarme en la cama, cansada porque me he pasado el día surfeando y la noche, de pie, y no haber estado sentada a una mesa, delante de un ordenador.

De momento, la vida es estupenda.

Sin embargo, al comienzo de mi turno en Fred’s el sábado por la noche, me encuentro fatal y estoy nerviosa. Me duelen los costados y tengo la sensación de que al toser voy a echar agua salada.

Algunos días, el océano colabora y me manda las olas directamente. Hoy no ha sido de esos días. En un primer momento, parecían decentes, pero no he podido pillar ninguna. O me adelantaba o llegaba demasiado tarde. He perdido la cuenta de las veces que me he caído y que he acabado sentada de culo en la tabla. Antes de ir a la universidad, pasaba todas las vacaciones en casa de mi abuela, y he surfeado en Black’s Beach y en Windansea desde que era lo bastante fuerte como para llevar mi tabla. Pero cuanto más tiempo pasaba hoy en el mar, más aumentaba la frustración, y la gota que ha colmado el vaso ha sido el revolcón que me ha dado una ola enorme que me ha pillado por sorpresa.

El chico del pelo y la sonrisa ha vuelto. Luke. Su nombre es como un susurro que reverbera en mi mente. Está en un reservado con sus amigos, pero lo he visto nada más entrar.

Hoy estamos petados y al oír la risa de Harlow por encima de la música siento un repentino y fugaz anhelo. Me encantaría estar sentada con ellos en vez de trabajar, así que cuando me coloco detrás de la barra y me pongo el delantal, estoy bastante cabreada.

—Alguien tiene un mal día —dice Fred, que está dándole los últimos toques a una bandeja de margaritas—. ¿No fuiste tú quien me dijo que un mal día en el agua es preferible al mejor día en cualquier otro sitio?

¡Uf! Es cierto que se lo dije. ¿Por qué tiende la gente a recordarte tus mejores perlas de sabiduría cuando tienes un mal día?

—Solo estoy dolorida y de mal humor —respondo e intento sonreír—. Se me pasará.

—Bueno, pues estás en el sitio adecuado. Los borrachos que hablan a voces son lo mejor para un mal día.

El comentario me arranca una sonrisa sincera, aunque renuente, y Fred extiende un brazo para darme un toquecito en la barbilla.

En la barra hay una hilera de comandas, así que cojo una. Dos martinis, sucios, con extra de aceitunas. Coloco dos copas en una bandeja, lleno la coctelera con hielo, le echo el vermut y la ginebra, y un poco de la salmuera de las aceitunas. Me dejo llevar por el ritmo del trabajo: ajustar las cantidades, agitar, llenar las copas, servirlas... y el conocido compás me relaja, sí, señor.

Sin embargo, todavía me falta un poco el aliento cada vez que recuerdo los aterradores segundos que pasé en el agua, temiendo que me arrastrara la corriente porque no era capaz de remontarla. Me ha pasado unas cuantas veces, y aunque echando mano de la lógica sé que no me pasará nada, es difícil obviar la sensación de que vas a ahogarte.

Luke aparece en mi campo de visión y levanto la vista en cuanto sale del reservado, tecleando en su móvil. «Así que es de esos», pienso mientras imagino con cuántas tías se mensajea. Hay una morena en su mesa que parece muy interesada en lo que está haciendo, y me dan ganas de acercarme con la excusa de servir alguna bebida y decirle que no pierda el tiempo, que es mejor que lo invierta en alguno de los cerebritos sentados en el reservado del fondo.

Agito la coctelera y sirvo el cóctel en las copas, tras lo cual leo de nuevo la comanda y añado dos palillos hasta arriba de aceitunas. La camarera que atiende las mesas me sonríe mientras se lleva la bandeja y paso a la siguiente comanda. Alargo el brazo para coger la botella de amaretto y, en ese momento, oigo que alguien retira un taburete de la barra, a mi espalda.

—Bueno, ¿cómo va la recogida de fondos para el coche?

Reconozco su voz de inmediato.

—Hoy nada de nada —le contesto sin alzar la vista de la bebida que estoy preparando—. Pero no estoy de humor para sonrisas, así que no tengo muchas esperanzas.

—¿Te apetece hablar del tema? —se ofrece.

Me vuelvo para mirarlo. Lleva una camiseta azul oscuro, el mismo pelo tan perfecto y es demasiado guapo como para no ser problemático. Incapaz de resistirme, le regalo una sonrisilla.

—Supuestamente, eso tengo que preguntarlo yo.

Luke reacciona a mi comentario levantando una ceja antes de mirar de nuevo hacia su grupo.

—Además, parece que hay alguien esperándote —añado al reparar en cómo la morena sigue sin quitarle la vista de encima.

Luke se mete la mano en el bolsillo, saca el móvil para echarle un vistazo y luego me mira de nuevo.

—No van a irse a ningún lado —replica, y atisbo la sonrisa en sus ojos unas décimas de segundo antes de que aparezca en sus labios, torcida, por supuesto—. Se me ha ocurrido que podía acercarme a la barra y pedirme algo.

—¿Qué te pongo? —le pregunto—. ¿Otra cerveza?

—Sí —contesta—. Y tu nombre. A menos que quieras que te siga llamando Hoyuelos para los restos. —Abre los ojos con sorna mientras susurra con gesto cómplice—: ¡Oh, oh! —Se saca un billete de un dólar del bolsillo y lo introduce en el tarro—. Esta noche vengo preparado —dice mientras me observa servir una pinta de IPA—. Por si acaso estabas trabajando.

Intento no demorarme en la idea de que ha traído varios billetes de un dólar solo por si me veía, para seguir con el jueguecito.

—Me llamo Lon... —empiezo a decir, justo cuando se abre la puerta del bar y entra Mia con Ansel detrás. Luke vuelve la cabeza para mirarlos mientras yo completo mi nombre en voz baja—... don.

Al cabo de

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