La mudanza imposible

Andrea Ortiz de Zevallos

Fragmento

mudanza-1

Elegía por el rock

Se había lanzado como solista poco tiempo atrás. Para mí, era una estrella: un cantante con una voz andrógina, una mezcla de rudeza y pasión con un registro lloroso que hubiera podido contradecirse con todo lo que supuestamente representaba, pero que le daba un toque adolorido y valiente, con el coraje de exponerse pleno, cada vez, sobre el escenario. Esa noche se presentaba en Buenos Aires sin su banda, a enfrentarse a un público que había crecido viéndolo como un músico irreverente, un público acostumbrado a ir a sus conciertos con ganas de gritar, que no estaba acostumbrado a admirarlo en silencio, sin el frenesí de saberse todas las letras de sus canciones y saltar cantando a voz en cuello.

El anuncio de su carrera como solista nos había dolido a muchos, porque venía acompañado de la trágica noticia de separación de la banda. Junto a ellos nuestra generación había pasado de pedir permiso a estar al volante de sus propias noches. Con ellos habíamos podido gritar la disconformidad, reír más de la cuenta, ser contestatarios y amar por primera vez y bailar, sobre todo bailar al compás de tres vientos, dos percusiones, guitarra, bajo, piano y una combinación rockera de ska, reggae, dub, punk y hasta salsa.

El concierto, esa noche, del cantante como solista, era en una sala pequeña en comparación con los estadios donde antes tocaba. Era una especie de teatro-discoteca con capacidad para unas mil personas, repartidas entre la mezzanine y el espacio para stand up frente al escenario.

Daniel y yo habíamos comprado las entradas antes de viajar a Buenos Aires. Sin embargo, para cuando llegó la hora de ir al concierto, lo dudamos. La noche anterior un terremoto violento había derrumbado tres ciudades a pocos kilómetros de nuestra casa y dejado fuertes estragos en nuestro pueblo. El primer impulso fue tratar de regresarnos, pero no logramos cambiar los pasajes.Felizmente, sí pudimos hablar con la familia. Todos estaban bien. Igual pasamos una tarde espantosa, enterándonos por la tele de la magnitud del desastre. En la noche, miramos las entradas y dijimos “ya estamos acá, vamos al concierto”.

Cuando llegamos aún no había mucha gente en el local. Dejamos los abrigos en el guardarropa del foyer y entramos a la sala. Fuimos directo a la barra a pedir un trago. No sé quién sugirió el Red Bull. Tal vez fue el barman, o tal vez solo vimos las opciones y lo elegimos por probar. Red Bull con vodka. Doble. Nos quedamos en la barra conversando mientras la sala se llenaba un poco más.

Habíamos hablado tanto del terremoto durante el día, habíamos pasado las horas tan decaídos de ver las noticias con gente llena de polvo entre vigas, surgiendo con los cuerpos partidos de debajo de las paredes, que tomamos ese primer trago a toda velocidad, y si bien esa tristeza mantuvo una presencia tácita, elegimos hablar de cualquier cosa, cambiar de canal, divertirnos recordando un paseo de dos tardes atrás que terminamos totalmente borrachos sentados en el anfiteatro del parque Lezama, furiosos porque ya ni en un bar se podía fumar en Buenos Aires, y cómo iba uno a tomar sin poder encender un cigarrillo. Soltamos una carcajada al pensar en todo el frío que habíamos tenido que soportar solo para poder fumar al aire libre, y nos reímos aún más al recordar todo lo que nos habíamos reído cuando nos enteramos de que en el parque sí se podía fumar, pero que más bien no se podía tomar, aunque ese problema fue fácil de sortear porque nos bastó con esconder la cerveza bajo el saco cuando se acercaban los guardias.

Para cuando la sala se llenó ya estábamos relajados. Pedimos un segundo Red Bull con vodka y nos dejamos absorber por el ruido de la gente que conversaba a gritos para ganarle al volumen del ambiente, por todo ese rock mestizo que vino justo después del punk, por esa inconfundible música romántica para desadaptados que armaba la energía de la sala mientras esperábamos a que comenzara el concierto, anticipando las ganas de saltar y bailar y gritar. Recuerdo esa barra larga y nosotros en diagonal, yo apoyada al borde y Daniel en frente, y un beso largo mientras sonaba “Chiquilla” de Seguridad Social y entonces ahí, con los ojos cerrados, sintiendo el peso de su cuerpo contra el mío a la vez que el sonido seco de la maza del pedal contra el bombo de la batería, con ese golpe de fondo; comencé a escuchar los gritos y el ruido del terremoto con vidrios quebrándose en explosión, y ¡oh, todopoderoso, perdóname, Señor…! ¡ya paró, ya paró de moverse! Y las imágenes no se detenían, aparecían otras detrás de mis ojos, en ráfaga: la gente corriendo entre una cortina de polvo y alarmas de autos disparándose, ¡acá hay un tipo metido, carajo! ¡rompe esto! y el rostro de un hombre que brotaba de la tierra e intentaba dejarse ver a través de un marco de pedazos de cemento; otro hombre gritando con una voz esforzada, gutural, una voz imposible de oír entre el tumulto de personas desesperadas por pasar encima de los escombros y el aullido final de una mujer que reclamaba a su esposo, que lo buscaba entre el polvo y los restos de ladrillos y vidrios triturados.

Cuando pude abrir los ojos (cuando comenzó la ráfaga no pude, estaban como pegados, pero cuando finalmente pude abrir los ojos), empujé a Daniel. No fue fuerte, fue un despegarse un poco brusco, y no sé si él sintió solo el beso o también lo demás, pero estoy casi segura de haberle llegado a contagiar parte de la ráfaga o tal vez solamente la angustia. Lo cierto es que abrí los ojos, lo empujé y supuse que él intuía dónde había estado yo, porque reconocí su mirada encendida hacia adentro, con esa cara tan suya que podía decir conchetumadre, qué te pasa y preguntar mi amor, ¿estás bien? a la misma vez. No tuvimos tiempo de aclarar nada, me miró fuerte y segundos después escuchamos aplausos y ovaciones y vimos el telón subir y entonces el otro Daniel, el cantante —que tiene un seudónimo, pero también se llama Daniel— comenzó el concierto.

Daniel se olvidó del empujón y yo del terremoto apenas la primera canción nos hizo correr al medio del stand up. Todavía teníamos la esperanza de un concierto poderoso y comenzó bien. A ese Daniel —el cantante— se le sentía entregado a su nueva faceta de solista. Transmitía la convicción de estar abandonando un poco el rock, pero no dejaba de hacerle justicia al mismo registro quebrado, ese registro único, tan suyo, en zona fronteriza entre una sacudida feroz y un llanto dulce; aunque era innegable que venía con menos contracción, como si ahora en lugar de estallar todo el tiempo se dedicara a acariciar esa tristeza con su voz, a abrirle un lugar de descanso para dejarla quedarse.

El concierto siguió cada vez más tranquilo. Poca gente bailaba. Algunos, sí, cantaban y movían sus hombros hacia los lados. Aunque el ritmo no daba para eso, yo comencé a saltar y Daniel se rio a carcajadas de mi obstinación. Al principio me siguió un poco la corriente y nos pusimos a pedir a gritos las canciones de toda la vida. Sabíamos que no eran parte de su repertorio ahora, pero era conocido que —entre una y otra— a veces las cantaba, y entonces insistimos. No estábamos listos para tanta tranquilidad, no después de haber visto por horas postes caídos y calles que parecían botaderos de desmonte clandestinos y gente caminando entre barro pestilente por la rotura de desagües y personas rogando que se les diera ayuda antes de la noche; antes de esta

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