El año de los delfines

Sarah Lark

Fragmento

Capítulo 1

1

—¿Nueva Zelanda? —Tobias se quedó mirándola con aire de incredulidad—. ¡Para eso te vas a América!

—De hecho, hasta estaría más cerca... —musitó Laura, lo que de todos modos pasó inadvertido a su marido, pues al fin y al cabo la geografía no formaba parte de sus áreas de interés y el deseo de conocer países lejanos le era totalmente ajeno—. Pero es justo en Nueva Zelanda donde ha quedado libre ese puesto —prosiguió ella, al tiempo que se reprendía por no haberse preparado mejor esa conversación. No debería haber comunicado a Tobias sus planes de sopetón. Pero hacía tan solo un par de horas que había leído el anuncio y desde entonces no cabía en sí de alegría. ¡Parecía obra de un hada buena! Tenía que compartir su buena suerte con alguien y lo primero que hizo fue plantarse ante los niños para anunciarles la posibilidad de que ella pasara un año en el extranjero. Ahora, naturalmente, también iba a poner a su marido al corriente, ya que, sin duda, los niños querrían hablar de las novedades durante la cena—. Un empleo de guía en un barco donde se hacen excursiones con avistamientos de ballenas. Justo lo que siempre he soñado. Una oportunidad única. Y la base ideal para mi carrera...

—¡Pero Laura, tienes dos hijos! —le recordó Tobias con un deje de reproche, mientras sacaba una cerveza de la nevera como solía hacer por las tardes. También le ofreció una botella a Laura, pero ella estaba demasiado emocionada para sentir sed—. ¿Tienes idea de lo que es eso? —preguntó—. Uno no se va como si nada a la otra punta del mundo por tanto tiempo.

—¡A los niños les parece estupendo! —contestó Laura, entusiasmada—. Por supuesto, tendrán que quedarse contigo, cambiar de escuela sería demasiado complicado. Pero vendrán a verme por Navidad. —Sonrió—. Kathi está empeñada en ir a Nueva Zelanda; Jonas, en cambio, espera impaciente el año de papá. Se venga de mí ahora porque le has dejado quedarse levantado cada vez hasta más tarde mientras yo iba a las clases nocturnas.

—¿Así que ya lo habéis planeado todo? —Tobias se la quedó mirando ofendido—. ¿Sin mí?

Laura se mordió el labio.

—Solo... solo hemos estado reflexionando un poco acerca del tema —admitió—. Pero no era nuestra intención dejarte de lado. Es que los niños han llegado a casa antes que tú. —Ese martes Tobias tenía su tarde libre, como él la llamaba. Había estado haciendo deporte con sus amigos después del trabajo—. Y te lo estoy contando ahora. Puedes decir todo lo que quieras al respecto, a fin de cuentas todavía no está nada decidido. Tobias, ¡deseo con toda mi alma intentarlo! Un año pasa enseguida. Los niños también han prometido ayudarte con los trabajos domésticos... —Rio nerviosa—. Kathi está deseando jugar a ser ama de casa, hasta que se dé cuenta de lo estresante que puede llegar a ser esa tarea. Y a menudo simplemente aburrida.

Tobias contrajo los labios.

—¿Significa eso que durante todos estos años te has sentido como una esclava? —preguntó mordaz.

Laura negó con la cabeza con determinación y empezó a preparar la mesa para la cena. Kathi y Jonas no tardarían en llegar a casa, y más valía que cuando apareciesen no encontraran a sus padres en plena discusión.

—No —aseguró de inmediato—. En absoluto quería decir esto, ¡haz el favor de no manipular mis palabras! Me he ocupado de mi familia y lo he hecho de buen grado. Pero ahora los niños ya pueden valerse por sí mismos y creo que ha llegado el momento de pensar en mí... —Sacó platos y vasos del armario y los colocó con más determinación de lo que deseaba sobre la mesa.

—¿Realización personal? ¿Crisis de la mediana edad? —preguntó Tobias con una sonrisa irónica—. En realidad, aún eres demasiado joven para eso.

Laura suspiró.

—Precisamente —le contestó—. Tengo solo treinta y un años. Todavía puedo cambiar las cosas, experimentar algo nuevo... Hubo una época en que yo tenía un sueño, Tobias, y tú lo sabes...

Él puso los ojos en blanco. Cuando se conocieron ya se había reído de que las paredes de la habitación de su chica estuvieran cubiertas de carteles de ballenas y delfines saltando. Laura tenía diecisiete años y estaba terminando la enseñanza media. Había planeado cambiar de instituto para acabar el bachillerato y estudiar a continuación Biología Marina. Las ballenas y los delfines la habían cautivado desde niña. En cambio, no se había tomado demasiado en serio la relación con el pragmático Tobias, aprendiz de panadero. Ni se le había ocurrido casarse con él, hasta que, recién cumplidos los dieciocho, se quedó embarazada de Katharina. En un principio consideró la idea de abortar, pero Tobias había insistido en que se casaran. Acababa de concluir su aprendizaje y le habían ofrecido un puesto en la panadería industrial donde había realizado las prácticas. Se suponía que ganaría lo suficiente para mantener a una familia. Los padres de Laura se ofrecieron a ayudarlos, pues de todos modos desconfiaban de los grandes proyectos de su hija. Como miembros de una Iglesia cristiana libre, condenaban categóricamente la práctica del aborto. La determinación de Tobias y que estuviera dispuesto a asumir sus responsabilidades impactaron tanto a Laura que decidió no interrumpir el embarazo. Fue entonces cuando realmente se enamoró del joven de cabello castaño revuelto y de ojos azules que la había admirado desde el día en que se conocieron...

Fuera como fuese, acabó en el altar en lugar de en el grado superior de bachillerato. Tobias y ella se mudaron a casa de los suegros y en los años que siguieron todo giró en torno a la hija. Cuando Katharina asistió por fin al jardín de infancia y Laura empezó a pensar en su propio futuro, llegó Jonas. Ella volvió a posponer sus planes, se ocupó de sus hijos, de las tareas domésticas y de sus suegros, ya necesitados de atención, en cuya casa todavía vivía la joven familia. A veces, cuando la asaltaba la sensación de que iba a volverse loca con la vida que llevaba, se ponía a leer, sobre todo libros sobre mamíferos marinos. En el transcurso de todos esos años las estanterías se habían ido llenando de libros ilustrados y de volúmenes científicos.

Al final, la suegra había muerto y el suegro se había mudado a una vivienda más pequeña. Los niños iban a la escuela y cada vez eran más autónomos, y Laura había empezado a buscar trabajo. El resultado había sido decepcionante. Los empleos que se ofrecían a una madre de veintiocho años sin experiencia laboral no solo estaban mal pagados, sino que, además, carecían de cualquier interés. Podría estar trabajando en la cadena de una fábrica, ser cajera o andar llenando estanterías en un supermercado... durante los siguientes treinta años. Laura no quería eso, en absoluto. Y así fue como un día se puso delante del espejo, contempló su piel tersa,

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