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Mi mundo se paró de golpe
Madrid, 1928
Llevaba todo el día gris, como anunciando un mal augurio. Miró por la ventana a la calle y apoyó la frente sobre el cristal frío. Miraba sin ver. La sensación de soledad inundaba su alma desde hacía días, meses o quizá años. Ni ella misma sabría decir cuándo había comenzado la tristeza a desbordarse en su interior. «Todo mi corazón se ha ido llenando de llanto sereno», comentaba en un soliloquio al que no acababa de acostumbrarse. «¿Qué me está pasando? —se preguntaba—. Me siento muy mal pero no estoy enferma. ¿O sí? Lo único que me cura es escribir. Necesito a las palabras como el náufrago que se ciñe a su tabla para no hundirse. Me ahogo. La soledad me pesa. Casi no puedo disimular.» Andaba Pilar con estos pensamientos mientras salía de casa.
—Señora, ¿dónde la llevo? —preguntó Juan, el mecánico de su madre, antes de abrirle la puerta para que se subiera al coche. Doña Ernestina apenas salía de casa y le cedía gustosamente su automóvil para que entrara y saliera de su domicilio sin dar explicaciones a su marido.
—Al Lyceum Club, ya sabe. —Le miró con sus ojos castaños, deseosos de no morir en vida—. ¡A la calle de las Infantas!
—Como mande —respondió Juan, inclinando su cabeza a la vez que cerraba la puerta.
Pilar iba sin carabina ese día. Hortensia Peinador se había quedado con sus hijos. Se movía por Madrid sola en ese comienzo de 1928, aunque no estaba bien visto. De todas formas, eran solo unas horas porque su desafío a la sociedad del qué dirán acabaría justo cuando se reencontrara con su marido para ir a la ópera. Desde hacía dos años pertenecía a ese club de mujeres intelectuales, donde se apoyaban unas a otras. Se trataba de un incipiente feminismo ilustrado. Ciento quince mujeres de la élite sociocultural, lideradas por María de Maeztu como presidenta y Victoria Kent e Isabel Oyarzabal como vicepresidentas, comenzaron reuniéndose con asiduidad para defender los intereses de las mujeres. Fomentaban la igualdad femenina, el espíritu colectivo y el intercambio de opiniones; así como la plena incorporación de la mujer al mundo de la educación y del trabajo. Tuvieron tanto éxito que, en un año, llegaron a las quinientas socias. Pilar fundamentalmente acudía a aquellas reuniones cuando se hablaba de literatura. Lo hacía junto a sus amigas Carmen Baroja y María Calvo.
Pilar de Valderrama a punto de cumplir los treinta y cinco y, a pesar de haber tenido tres hijos prácticamente seguidos —Alicia, Mari Luz y Rafael, de dieciséis, quince y doce años—, conservaba la pequeña cintura que remarcaba sus caderas y su voluptuoso pecho. Llevaba un traje largo de color rosa claro con un encaje que bordeaba su cuello y el remate de sus mangas. El pelo negro y largo lo peinaba siempre con un recogido que remataba con dos adornos florales.
Su marido, Rafael Martínez Romarate, era un hombre bien parecido. Ocho años mayor que ella, delgado y siempre bien vestido. Le gustaba ir con levita y chaleco. El cuello duro de su camisa tapaba su cuello y una fina corbata le daba un aire muy distinguido. El pelo engominado y un pequeño bigote en uve le proporcionaban un aire regio por su cierto parecido al rey Alfonso XIII. Llevaban diecisiete años casados. A Rafael no le gustaba que su mujer perteneciera a ese grupo de «las maridas», como las llamaban sus más fervientes críticos. Tampoco aplaudía sus libros de poesía. Ya había publicado uno donde vertía su alma solitaria, Las piedras de Horeb, y estaba concluyendo otro al que ya le había puesto título: Huerto cerrado. Buscaba editor para publicarlo. El verso con el que iniciaba el libro decía: «Por fuera la vida / y yo aislada dentro / sobre el viejo mundo / en mi nuevo mundo».
Esa tarde en el Lyceum no se hablaba de otra cosa más que de la muerte de la conocida actriz María Guerrero. La dama de la escena española era admirada por las mujeres del club puesto que había conseguido formar su propia compañía teatral, todo un logro para ser mujer. La puso en marcha junto a su marido, el marqués de Fontanar, a finales del siglo pasado, y desde entonces había cosechado grandes y sonoros éxitos. Igualmente, por iniciativa suya, se había construido en Buenos Aires un teatro que llevaba el nombre de Cervantes. Se trataba de una mujer absolutamente respetada por las socias del Lyceum.
—Es imposible que ninguna actriz pueda superar su personaje de Raimunda en La Malquerida —comentaba María Calvo, hermana del actor Ricardo Calvo, gran amigo de los escritores Antonio y Manuel Machado. María, de hecho, iba mucho por la casa familiar de los poetas, en la calle General Arrando de Madrid. La hermana del actor había entablado amistad con Pilar a raíz de dar clase a sus dos hijas, Alicia y Mari Luz, y a su hijo Rafaelito, en su casa de la calle Pintor Rosales. De ahí había surgido la amistad entre ambas.
—Ha dicho Jacinto Benavente que nadie como ella ha pronunciado aquellos tres: «¡Esteban! ¡Esteban! ¡Esteban!» en escala ascendente y sin romperse la voz —añadió Pilar.
—Sonaba aquello a clarín de guerra. A trompeta de juicio final. Solo comparable a los «¡Armando! ¡Armando! ¡Armando!» de La dama de las camelias —dijo Carmen Baroja, escritora y etnóloga, hermana de los escritores Ricardo y Pío Baroja.
—Ha podido representar a los grandes de nuestro tiempo: Echegaray, Benavente, Valle-Inclán, Martínez Sierra, Marquina... —volvió a tomar la palabra María Calvo.
—Yo no había visto en toda mi vida un duelo como este por la muerte de nadie —comentó Pilar mientras se levantaba de su asiento tras mirar su reloj—. Me tengo que ir.
—¿Por qué te vas tan pronto? —le preguntó Carmen Baroja—. Los niños están con la institutriz.
—He quedado con Rafael. Me está esperando en la calle Alcalá para ir a la ópera. Os dejo.
—Anima esa cara. Se te ven los ojos más tristes que nunca —se despidió María.
—Sí, lo sé. No sabría explicaros, pero me siento mal. Es como si tuviera un peso profundo en el alma.
—Deberías hacer un viaje sin tu marido a algún sitio. De verdad. Encontrarte a solas contigo misma.
—Sí, reconozco que me vendría bien. Sobre todo, superar las noches. Se me hacen largas...
—Piénsate lo del viaje —insistió Carmen.
—Lo haré.
Se puso el abrigo y salió corriendo del Lyceum Club. Juan estaba ya esperándola para llevarla junto a su marido.
—Siento mucho salir tarde. Me he entretenido más de la cuenta.
—El señor debe de llevar unos minutos de espera pero la tarde no es muy fría. Llegaremos enseguida. Se pasó por aquí hace un rato para recordarme que tienen entradas para la ópera.
—¿Mi marido piensa que me voy a olvidar de algo así? La ópera es para mí algo sagrado.
Pilar se quedó pensativa mirando a través