Ella es tan dulce

Susan Elizabeth Phillips

Fragmento

Agradecimientos

Agradecimientos

Un ramillete de magnolias para cada uno de aquellos que me ayudaron en mi investigación de Misisipí, especialmente a Susan Jordan y Sherry Colhoun de la Cámara de Comercio de Holly Springs, Misisipí; a Bridgette Correale por las fotografías; y a Adele San Miguel por cerciorarse de que las recibiera. Mi agradecimiento a Elizabeth Baucom, Donna Barnes, Melanie Noto, Lynn Pittman y Carol Jackson por sus observaciones y anuarios.

Gracias, Peter Janson-Smith y sir Richard Rougier, por concederme el permiso de emplear citas de las obras de la incomparable Georgette Heyer.

He recibido información, consejos y apoyo de muchísimos amigos y colaboradores. Gracias, Steven Axelrod, Jill Barnett, Jennifer Crusie, Lisa Gallagher, Kristin Hannah, Alison Hart, Cissy Hartley, Cathie Linz, Lindsay Longford, Meryl Sawyer, Suzette Vann, Matthew Verscheure, Margaret Watson, a todos los de la Junta del Boletín del SEP y a la pandilla completa de los Phillips, incluida Dana, nuestro miembro más reciente, y Nickie Shek, quien me aclaró todo lo referente a las adolescentes de trece años.

De William Morrow and Avon Books estoy eternamente agradecida a Carrie Feron, mi editora intrépida y sin igual. También a Nancy Anderson, Richard Aquan, Leesa Belt, George Bick, Ralph D’Arienzo, Karen Davy, Darlene Delillo, Gail Dubov, Tom Egner, Seth Fleishman, Josh Frank, Jane Friedman, Heather Gould, Brian Grogan, Cathy Hemming, Angela Leigh, Kim Lewis, Selina McLemore, Brian McSharry, Judy Madonia, Michael Morrison, Jan Parrish, Shelly Perron, Chadd Reese, Rhonda Rose, Pete Soper, Michael Spradlin, Debbie Stier, Andrea Sventora, Bruce Unck y Donna Waitkus.

Benditos seáis

SUSAN ELIZABETH PHILLIPS

Capítulo 1

1

—Me temo —admitió Pen—, que mi comportamiento deja que desear. Mi tía dice que recibí una educación lamentable.

GEORGETTE HEYER,

El corintio

La hija descarriada de Parrish, Misisipí, volvía a la ciudad que había jurado dejar para siempre. La mirada de Sugar Beth Carey iba del parabrisas azotado por la lluvia al horrible perro que ocupaba el asiento del pasajero.

—Ya sé qué estás pensando, Gordon, de modo que más vale que lo sueltes. Piensas en cómo caen los poderosos. ¿Me equivoco? —Soltó una risa amarga—. Pues que te den. Mira lo que te digo... —Parpadeó para contener las lágrimas—. Que te den.

Gordon levantó la cabeza y la miró con desdén. Como si fuera basura.

—Yo no, amiguito. —Subió la calefacción del viejo Volvo para protegerse del frío de aquel día de finales de febrero—. Griffin y Diddie Carey fueron los amos de esta ciudad y yo era su princesa. La chica que prendería fuego al mundo.

Oyó un aullido imaginario de risas caninas a lo basset.

Como la hilera de casas con tejado de zinc que acababa de dejar atrás, Sugar Beth estaba un tanto deteriorada. El largo cabello rubio que le caía en remolinos sobre los hombros ya no brillaba tanto como antes, y los diminutos corazones de oro que adornaban los lóbulos de sus orejas ya no danzaban a un ritmo desenfadado. Sus labios fruncidos ya no tenían ganas de esbozar sonrisas seductoras, y sus mejillas de muñeca habían perdido la inocencia hacía ya tres maridos.

Pestañas tupidas seguían enmarcando unos ojos claros asombrosamente azules, aunque delicadas líneas empezaban a dibujar patas de gallo en las comisuras. Quince años atrás había sido la chica mejor vestida de Parrish, pero ahora una de sus botas altas hasta la pantorrilla y con tacones de aguja tenía un pequeño agujero en la suela, y su vestido de punto escarlata ceñido al cuerpo, con su recatado cuello de cisne y su no tan recatado largo, eran de una tienda barata en lugar de una boutique de lujo.

Parrish nació en la década de 1820 como ciudad algodonera del nordeste de Misisipí, y posteriormente se libró de las antorchas del ejército de ocupación de la Unión gracias a la astucia de su población femenina, que recibió a los muchachos de azul con tal encanto perseverante y tal infatigable hospitalidad sureña que ninguno de ellos tuvo el valor de encender la primera cerilla. Sugar Beth era descendiente en línea directa de aquellas mujeres, aunque en días como ése le costaba recordarlo.

Reguló los limpiaparabrisas al acercarse a la calle Shorty Smith y dirigió la mirada al edificio de dos plantas, abandonado en esa tarde de domingo, que todavía se erguía en la esquina. Gracias al chantaje económico de su padre, el instituto Parrish representaba uno de los pocos experimentos acertados en educación pública integrada del Sur profundo. Hubo un tiempo en que fue reina de aquellos pasillos. Ella y sólo ella decidía quién podía sentarse en la mejor mesa de la cafetería, qué chicos eran aceptables para salir con ellos y si estaba bien llevar un bolso Gucci de imitación cuando tu padre no era Griffin Carey y no podías permitirte el auténtico. Rubia y divina, había sido la reina suprema.

Su dictadura no siempre era benévola pero raras veces habían desafiado su poder, ni siquiera los profesores. Uno lo había intentado y Sugar Beth zanjó el asunto de forma expeditiva. En cuanto a Winnie Davis... ¿qué posibilidades tenía esa estúpida torpe e insegura contra la fuerza y el poderío de Sugar Beth Carey?

Mientras contemplaba el instituto a través de la lluvia de febrero, empezó a sonar en sus oídos la vieja musiquilla: INXS, Miami Sound Machine, Prince. Aquellos días, cuando Elton John cantaba Candle in the Wind, sólo se refería a Marylin.

El instituto. El último lugar en que había sido ama del mundo.

Gordon se tiró un pedo.

—Dios, cómo te odio, perro miserable.

La expresión desdeñosa de Gordon le dijo que le importaba un comino. En los tiempos que corrían, a ella también.

Consultó el indicador de la gasolina. Estaba en las últimas, pero no quería gastar dinero en llenar el depósito hasta que no fuera absolutamente necesario. Mirando el lado bueno: ¿quién necesita gasolina cuando acaba de llegar al final del camino?

Giró en la esquina y vio la parcela vacía que señalaba el lugar donde antaño se erguía la casa de Ryan. Ryan Galantine y ella eran como Kent y Barbie. El chico más popular; la chica más popular. «Te querré siempre.» Le partió el corazón cuando cursaban el primer año en la universidad y ella lo dejó por Darren Tharp, la estrella del atletismo, que iba a convertirse en su primer marido.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos