Mejor el fuego

José Carlos Yrigoyen

Fragmento

fuego

1

Días que no se deciden entre el calor y el frío. Iguales a mí durante esa primavera de 1996, cuando cumplí los veinte años dividido entre la abstinencia forzosa y un solitario furor. La primera oportunidad que tuve para salir de ese círculo opresivo me la ofreció mi madre. Necesitaba consultar los correos electrónicos del trabajo desde la casa y por eso instaló una computadora con internet en la sala de estar. Dijo que no tenía problema con que la usara, pero me recordó que la conexión dependía de la línea telefónica y su uso estaba racionado a una hora diaria. Elegí ocupar la máquina en las noches, cuando todos dormían, y entonces curioseaba en los hoyos negros de esa naciente galaxia que se presentaba ante mis ojos: la pornografía y las salas de chat. Sobre el porno, recién se encontraba en sus inicios virtuales y tendía a enfocarse en imágenes y videos de reducidas dimensiones a un lado de la pantalla. Casi todo era demasiado chocante, explícito y de mal gusto. Con el tiempo la oferta se diversificaría y en ello se perderían los mejores años de mi juventud; pero aún faltaba bastante para eso. Con el Mirc y el Latinchat hubo más suerte. Mis primeras incursiones fueron un poco para entender dónde me estaba metiendo y aprender los códigos de comunicación de los usuarios. En ambas páginas había muchas salas, cada una especializada en un tema específico. Las más concurridas eran las de citas, especialmente la de heterosexuales, aunque era tan patética que no valía la pena incorporarse. Estaba compuesta básicamente por un montón de chicos antisociales o sin suerte y viejos masturbatorios que gastaban largas horas de su vida en intentar que alguna chica, no importaba cuál, les hiciera caso. Se conectaban muy pocas mujeres y ante ese escenario todas iban naturalmente a la defensiva y era muy difícil ganarse la confianza de alguna. Desistí. Ingresé a la sala de chicos que buscaban chicos. En ese espacio las cosas eran más directas y el trato menos tenso. Todos asumían un rol desde su primer mensaje público: «Hola, activos, Lima sur», «Amigos del Cono norte, jóvenes, morenos, delgados», «¿Algún lampiño cerca de la avenida Uruguay?». Los sobrenombres de los que intervenían eran o una carta de presentación o una declaración de intenciones o ambas: Guapode53, RonaldoExportador, SoloBlanquitos, Soyactivoarequipa. De pronto se abrió una pestaña. Un usuario apodado Chicosano me preguntaba «qué tal». Le contesté que bien y le devolví un «¿y tú?». «Bien», replicó. Sin perder tiempo, continuó: «¿de dónde eres». «De Miraflores», le mentí. «¿Por qué parte?», insistió. «Por el segundo óvalo de Pardo», mentí de nuevo. «¿Y tú por dónde?», contraataqué. «Santa Anita», dijo. De Santa Anita solo sabía que era un distrito reciente, populoso, y que ahí existía un gran mercado mayorista. Pero nunca había ido por esos lados. «¿Qué edad tienes?». Le dije que veinte. Él tenía diecinueve. «¿De verdad tienes veinte?», me preguntó y le juré que sí. «Disculpa, pero es que hay mucho viejo pendejo por aquí». Quiso saber qué era lo que me gustaba. «Buena pregunta», le respondí, con una sonrisa en los labios que él no podía ver. «Cuando lo averigüe, prometo que te lo diré». Nos reímos y rompimos el hielo. Todo fue más fácil y nos deslizamos hasta el momento en que era ya lícito concertar una cita. Él propuso un lugar neutral, y lo más neutral entre mi dirección falsa y la suya presuntamente cierta era San Borja. Acordamos reunirnos en un café cercano al centro comercial del distrito, a las cuatro de la tarde del sábado.

Me adelanté diez minutos a la hora pactada, en la cautelosa posición de quien está listo para huir antes de que las cosas se pusieran mal. Me podía tocar una loca de barrio o un tipo raro, un sicótico, de esos que te miran como lo hacen los lobos cuando están a punto de saborear una presa. Pero cuando me encontré cara a cara con él me di cuenta de que mis temores eran infundados, pero también más entretenidos que la realidad. Chicosano se llamaba en realidad Elmer y era un muchacho de media estatura, algo gordito, de cabeza cuadrada y una cara de Clark Kent mestizo que no inducía precisamente al arrobamiento. No tuve que cruzar una palabra con él para intuir que era un chico tímido, pero sobre todo un chico triste. Esa tristeza superaba su introversión y le hacía soltar deprimentes episodios de su vida en voz baja, como si estuviera en un confesionario. Supe que era hijo de un hogar de clase media baja en un barrio que él mismo catalogó como «un lugar que no es bonito». Supe también que estudiaba Educación sin mucho entusiasmo en la Villarreal. Se dio cuenta de que le gustaban los chicos con un primo de Huánuco que se alojaba en su casa los veranos. Una tarde, después de la playa, el primo le propuso bañarse juntos. Elmer no se opuso. Bajo el chorro de agua fría fue penetrado de manera complaciente gracias al jabón y a su propio ardor, y lo repitieron en cada ocasión que pudieron, cuando se encontraban solos, hasta el último día. De ahí en adelante esperaba cada verano con la misma ilusión de los niños que aguardan la navidad, hasta que el primo se mudó a Estados Unidos para trabajar en una fábrica de caucho en Paterson. Ahora buscaba sucedáneos en el Mirc. No me dijo más, pero adiviné en su rostro una vida solitaria y meditabunda, aderezada con todo lo feo que los problemas materiales agregan a las carencias afectivas. Se trataba a todas luces de un buen muchacho cuya búsqueda era legítima, pero lo siento, no estaba en mi liga. No soy una beneficencia. Un chico triste son coitos tristes. Fui lo más amable posible, le conté algunas cosas sobre mí con la libertad de saber que nunca más volvería a verlo, y así fue, aunque él, un par de días después, me escribió que la había pasado bien conmigo y quería reunirse de nuevo. No le respondí. Como insistió, cambié de sala para despistarlo.

Mi segundo intento pareció más prometedor. Se hacía llamar Roderick, aseguró tener dieciocho años y vivir en San Isidro, cerca de la Clínica Italiana. «¿En qué trabajas?», le pregunté a través del Latinchat. «En nada», contestó; recién había salido del colegio pero pensaba estudiar fotografía el próximo año. «¿Cómo eres?», insistí, expectante: me describió un cuerpo delgado, bronceado por la playa, de mediana altura: un sueño adolescente recorriendo la ciudad. «¿Quieres que nos veamos?». Eso lo preguntó él y yo le dije que claro que sí. Acordamos el jueves a las nueve de la noche en Dos de Mayo con Los Cipreses. Estuve puntual en la esquina acordada, con ansias de ser invisible, de pasar desapercibido hasta que él llegara. Los rezagos de mi culpa se convertían en paranoia durante ocasiones como esa. Demoró quince minutos, pero ahí llegó, ahí estaba, y no me había mentido: era un ágil chico rubio con la cara cubierta de pecas y la piel dorada. «¿Roderick?», le pregunté, para asegurarme. «Alonso», me corrigió, dándome la mano, sin sonreír, mostrando su semblante de animal asustado, no sabía si fingido o natural. De todos modos, su actitud desde el principio me puso nervioso. Mientras caminábamos sin ponernos de acuerdo hacia dónde ir, me fijé en su vestuario: un jean gris, que alguna vez había sido azul, sucio en la basta, manchado de grasa, deshilachado por todas partes. Sus zapatillas, en cambio, rojas, de gamuza, nuevas, caras e impecables; llevaba puesto un polo camisero Lacoste también rojo, muy usado y descolorido, en la muñeca derecha lucí

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