Silber. El tercer libro de los sueños (Silber 3)

Kerstin Gier

Fragmento

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Créditos

Título original: Silber. Das dritte Buch der Träume

Traducción: Irene Saslavsky

1.ª edición: mayo 2016

© S. Fischer Verlag GmbH, Frankfurt am Main 2015

© Ediciones B, S. A., 2016

para el sello B de Blok

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-437-4

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidasen el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

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Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

1

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

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Dimes y Diretes

Dimes y Diretes

Apéndice

Agradecimientos

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Dedicatoria

... solo estoy soñando...

Para todas las soñadoras y los soñadores de ahí fuera.

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Cita

Todo lo que vemos o parecemos es un sueño dentro de otro sueño.

EDGAR ALLAN POE

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—Hablemos de su demonio. ¿Ha oído su voz esta semana?

Él se echó hacia atrás, apoyó las manos en la barriga y la miró con aire expectante. Ella lo observó con esos extraordinarios ojos de color azul turquesa que lo fascinaron desde el primer instante, de hecho, como toda ella. No cabía duda de que Anabel Scott era la paciente más atractiva que había tratado en toda su carrera, pero no era eso lo que le resultaba tan fascinante: era el hecho de que incluso tras innumerables sesiones terapéuticas aún no había logrado descubrirle el juego. Ella siempre conseguía sorprenderlo y hacerle olvidar su reserva y discreción, algo que él detestaba. Y en cada ocasión la paciente lograba provocarle la sensación de que él era inferior, pese a que era un médico especialista y ella solo tenía dieciocho años y estaba sumamente perturbada.

Pero ese día todo estaba saliendo bastante bien; hoy, él estaba al mando.

—No es mi demonio —contestó ella y bajó la vista. Sus pestañas eran tan largas que proyectaban sombras sobre sus mejillas—. Y no, no he oído nada. Tampoco he notado nada.

—Pues entonces ya son... permítame echar cuentas... dieciséis semanas desde que usted oyó o vio o percibió al demonio, ¿correcto? —preguntó en tono arrogante, adrede porque sabía que eso la fastidiaba.

—Pues sí —dijo ella.

El tono de voz apocado lo complació y se permitió una pequeña sonrisa.

—Y en su opinión, ¿a qué puede deberse que sus alucinaciones hayan desaparecido?

—A lo mejor... —Anabel se mordió los labios.

—¿Sí? Alce la voz, por favor.

Ella suspiró y se apartó uno de sus brillantes rizos rubios de la frente.

—A lo mejor es gracias a la medicación —admitió.

—Me alegro de que lo reconozca.

Él se inclinó hacia delante para apuntar algo y escribió «a. K, ds. V., br. Ver.», abreviaciones que acababa de inventar, porque sabía que ella también las estaba leyendo y se preguntaba qué diablos significaban. Tuvo que esforzarse por reprimir una sonrisa triunfal: no cabía duda de que esa joven había despertado cierto sadismo en él, hacía tiempo que había dejado de conducirse de manera profesional. Pero le daba igual, Anabel no era una paciente como las otras; para él resultaba importante que por fin reconociera su capacidad. A fin de cuentas, era el doctor Otto Anderson y algún día se convertiría en el jefe del Departamento de Psiquiatría de la institución en la que, previsiblemente, Anabel pasaría el resto de su vida.

—La medicación es imprescindible para tratar una esquizofrenia polimorfa psicótica como la suya —prosiguió el psiquiatra al tiempo que volvía a inclinarse hacia atrás y disfrutaba contemplando la expresión de ella—. Sin embargo, hemos avanzado mucho desde el punto de vista terapéutico. Hemos revelado sus traumas infantiles y analizado los motivos de sus falsos recuerdos.

Eso era una exageración. El padre de la joven le había informado de que Anabel hab

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