Los huesos del escriba (Alcatraz contra los Bibliotecarios Malvados 2)

Brandon Sanderson

Fragmento

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Prólogo del autor

Soy un mentiroso.

Me doy cuenta de que quizá no os lo creáis. De hecho, espero que no os lo creáis. No solo haría que mi frase fuera especialmente irónica, sino que significaría que todavía os queda mucho por aprender.

Veréis, sé que los de los Reinos Libres habéis escuchado muchas historias sobre mí. Puede que hayáis visto algún documental sobre mi vida a través de una pantalla silimática. Entiendo que no os traguéis que soy un mentiroso; seguramente penséis que solo pretendo ser humilde.

Creéis conocerme. Habéis oído las historias, habéis hablado con vuestros amigos sobre mis hazañas, habéis leído libros de historia y oído a los pregoneros contar mis heroicas proezas. El problema es que la única gente que miente más que yo es a la que le gusta hablar sobre mí.

No me conocéis. No me comprendéis. Y, sin duda, no deberíais creeros lo que leáis sobre mí, salvo —por supuesto—, lo que leáis en este libro, ya que contendrá la verdad.

Ahora permitidme que os hable a los de las Tierras Silenciadas. Con eso me refiero a los que vivís en sitios como Canadá, Europa o Estados Unidos. ¡No os dejéis engañar, esto no es un libro de fantasía! Como ocurría con el anterior volumen, vamos a publicar este libro como ficción en las Tierras Silenciadas para poder ocultárselo a los Bibliotecarios.

No es ficción. En los Reinos Libres —tierras como Mokia y Nalhalla—, se publicará como autobiografía sin más. Porque eso es lo que es. Mi historia contada por primera vez para demostrar lo que sucedió realmente.

Para variar, pretendo acabar con las mentiras. Para variar, pretendo ver la verdad impresa en papel. Me llamo Alcatraz Smedry y os doy la bienvenida al segundo volumen sobre la historia de mi vida.

Ojalá os resulte esclarecedor.

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Capítulo

1

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Así que allí estaba yo, tirado en mi silla, esperando en una gris terminal de aeropuerto, masticando con aire ausente unas patatas fritas rancias de bolsa.

No es el principio que esperabais, ¿eh? Seguramente pensabais que empezaría este libro con algo emocionante. Una escena con malvados Bibliotecarios, por ejemplo; algo con altares, Animados o, al menos, metralletas.

Siento decepcionaros. No sería la primera vez que lo hago. Sin embargo, es por vuestro propio bien. Veréis, he decidido reformarme. Mi último libro era muy injusto; lo empecé con una escena de acción intensa, llena de amenazas, y después la corté y dejé a los lectores colgados, preguntándose qué pasaría y frustrados.

Prometo no volver a engañaros de ese modo en mis libros. No usaré finales emocionantes ni otros trucos para que sigáis leyendo. Seré pausado, respetuoso y completamente sincero.

Ah, por cierto, ¿he mencionado ya que, mientras esperaba en ese aeropuerto, corría más peligro del que probablemente haya corrido en toda mi vida?

Me comí otra patata frita rancia.

De haber pasado junto a mí en aquel momento, habríais pensado que presentaba el aspecto de un chico estadounidense normal. Tenía trece años y pelo castaño. Llevaba vaqueros amplios, una chaqueta verde y zapatillas deportivas blancas. Había crecido un poco los últimos meses, pero seguía estando dentro de la media para mi edad.

De hecho, lo único anormal de mí eran las gafas azules que tenía puestas. No eran gafas de sol de verdad, sino que parecían las gafas de lectura de un anciano, solo que con cristales tintados de celeste.

(Todavía considero ese aspecto de mi vida muy injusto. Por algún motivo, cuanto más poderosas son unas lentes oculantistas, menos chulas parecen. Estoy desarrollando una teoría al respecto: la Ley de la Sosez Desproporcionada.)

Me puse a masticar otra patata. «Venga... —pensé—. ¿Dónde estás?»

Mi abuelo, como siempre, llegaba tarde. Ahora bien, tampoco se le podía culpar del todo por ello, ya que, al fin y al cabo, Leavenworth Smedry es un Smedry (el apellido lo delataba sin remedio). Como todos los Smedry, tiene un Talento mágico. El suyo es la habilidad de llegar tarde a las citas.

Aunque casi el todo el mundo lo habría considerado un enorme inconveniente, el estilo de los Smedry consiste en utilizar nuestros Talentos en beneficio propio. El abuelo Smedry, por ejemplo, tiende a llegar tarde a todo, desde heridas de bala a desastres. Su Talento le ha salvado la vida en numerosas ocasiones.

Por desgracia, también tiende a llegar tarde en el resto de los casos. Creo que utiliza su Talento como excusa, aunque no sea culpa del Talento; he intentado echárselo en cara algunas veces, pero siempre he fallado: el abuelo llegaba tarde a mi regañina y el sonido no lo alcanzaba nunca. (Además, en opinión del abuelo Smedry, una regañina es un desastre.)

Me encorvé un poco más en la silla para intentar no parecer sospechoso. El problema era que cualquiera que supiera qué buscar se daría cuenta de que llevaba unas lentes oculantistas. En este caso, mis anteojos celestes eran lentes de mensajero, un tipo común de lentes que permitían a dos oculantistas comunicarse si se encontraban a poca distancia. Mi abuelo y yo las habíamos aprovechado bien durante los últimos meses, cuando nos escondíamos y huíamos de los Bibliotecarios.

Pocas personas en las Tierras Silenciadas comprenden el poder de las lentes oculantistas. La mayoría de las que caminaban por el aeropuerto no tenían ni idea de lo que eran los oculantistas, la tecnología silimática y la secta de malvados Bibliotecarios que dirigía el mundo en secreto.

Sí, habéis leído bien: unos malvados Bibliotecarios controlan el mundo. Mantienen a toda la gente en la ignorancia, y enseñan mentiras en vez de historia, geografía y política. Es como un chiste para ellos. ¿Por qué si no iban a ponerles a las cárceles nuestros nombres? Tienen un retorcido sentido del humor.

Me comí otra patata. Se suponía que el abuelo Smedry se pondría en contacto conmigo a través de las lentes de mensajero hacía más de dos horas, así que era mucho retraso, incluso para él. Miré a mi alrededor para intentar averiguar si había agentes bibliotecarios entre la multitud del aeropuerto.

No vi a ninguno, aunque eso no quería decir nada. Tenía la suficiente experiencia ya como para saber que no siempre se puede distinguir a un Bibliotecario con tan solo mirarlo. Aunque algunos se vestían en consecuencia —gafas de montura de carey para ellas, pajaritas y chalecos para ellos—, otros parecía

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