Eternidad (Inmortales 1)

Alyson Noël

Fragmento

Capítulo uno

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SHaven aprieta con fuerza sus palmas cálidas y húmedas contra mis mejillas mientras el deslustrado borde de su anillo plateado de calavera deja una marca negra en mi piel. Y, aunque tengo los ojos cerrados y tapados, sé que lleva el cabello teñido de negro peinado con la raya en medio, que se ha puesto su corsé de vinilo negro encima de un jersey de cuello vuelto (según normas del instituto), que su nueva falda negra de satén, que llega hasta el suelo, tiene ya un agujero en el bajo porque se la ha pisado con sus botas Doc Martens y que sus ojos parecen dorados porque lleva lentillas amarillas.

También sé que su padre no se ha marchado por «asuntos de negocios», como dice; que el entrenador personal de su madre es algo más que un «entrenador personal», y que su hermano pequeño le ha roto el CD de Evanescence, aunque tiene demasiado miedo para decírselo.

Sin embargo, no he averiguado nada de todo esto espiándola ni vigilándola, ni tampoco me lo han dicho. Lo sé porque tengo poderes psíquicos.

—¿Quién soy?

—¡Venga, adivínalo! ¡El timbre está a punto de sonar! —exclama. Su voz suena ronca e irritada, como si fumara un paquete de cigarrillos al día, aunque lo cierto es que solo ha fumado una vez.

Yo sigo callada mientras intento pensar en la persona con quien menos le gustaría que la confundieran.

—¿Eres Hilary Duff?
—¡Uf! Prueba otra vez. —Me aprieta con más fuerza, sin tener ni idea de que a mí no me hace falta ver para saberlo.

—¿Eres Marilyn Manson?

Haven ríe con ganas antes de soltarme. Se aparta y se lame el pulgar para borrarme el tatuaje que su anillo me ha dejado en la mejilla, pero yo le aparto la mano de un manotazo. No es que me dé asco su saliva (quiero decir que sé que está sana), lo que pasa es que no quiero que me toque de nuevo. El contacto es demasiado revelador, demasiado agotador, así que intento evitarlo a toda costa.

Mi amiga me agarra la capucha de la sudadera y me la aparta de la cabeza. Entorna los párpados al ver que llevo puestos los auriculares y pregunta:

—¿Qué estás escuchando?

Busco en el interior del bolsillo que he cosido para el iPod en todas mis capuchas y que sirve para ocultar los inevitables cables blancos a los ojos de los profesores; luego le ofrezco el reproductor y observo cómo abre los ojos de par en par.

—¿Qué demonios…? ¿Por qué narices tienes el volumen tan alto? ¿Y quién es ese? —pregunta.

Deja los auriculares del iPod colgando entre las dos para que ambas podamos escuchar a Johnny Rotten gritando algo sobre la anarquía en el Reino Unido. La verdad es que no sé muy bien si Johnny

está a favor o en contra de la anarquía. Lo único que sé es que el volumen está lo bastante alto para embotar mis agudizadísimos sentidos.

—Son los Sex Pistols —le digo al tiempo que apago el reproductor y vuelvo a guardarlo en su compartimento secreto.

—Me sorprende que me hayas oído siquiera… —Haven sonríe en el preciso instante en que suena el timbre.

Yo me limito a encogerme de hombros. No me hace falta «escuchar» para «oír». Aunque no pienso admitir eso delante de ella. Solo le digo que la veré a la hora del almuerzo y me dispongo a cruzar el campus para dirigirme a clase. Noto un sobresalto cuando percibo a esos dos chicos que se colocan a hurtadillas detrás de ella, le pisan el bajo de la falda y están a punto de hacerla caer. Sin embargo, cuando ella se da la vuelta para fulminarlos con sus ojos amarillos y hacerles la señal del diablo (bueno, vale, en realidad no es la señal del diablo; no es más que algo que ella se ha inventado), los chicos retroceden a toda prisa y la dejan en paz. Dejo escapar un suspiro de alivio mientras abro la puerta de la clase, a sabiendas de que la energía remanente del contacto de Haven no tardará en desvanecerse.

Me dirijo hacia mi asiento, al fondo del aula, y trato de esquivar la mochila que Stacia Miller ha colocado de forma deliberada en medio de mi camino; mientras paso, hago caso omiso de la serenata diaria de «¡FRACASADAAA!» que ella canturrea entre dientes. Después me siento en mi silla, saco de la mochila el libro, el cuaderno y el bolígrafo, me pongo los auriculares, me subo la capucha de la sudadera, dejo la mochila en el sitio vacío que hay a mi lado y espero a que aparezca el señor Robins.

El señor Robins siempre llega tarde. La mayoría de las veces su retraso se debe a que le gusta dar unos cuantos tragos de su pequeña

petaca plateada entre clase y clase, algo que es consecuencia de que su mujer no deje de gritarle, de que su hija lo considere un inútil y de que deteste la vida que lleva. Descubrí todo esto el primer día en este instituto, cuando toqué su mano de forma accidental mientras le entregaba el formulario del traslado. Desde ese día, siempre que necesito entregarle algo lo dejo en el borde de su mesa.

Cierro los ojos y espero; mis dedos se cuelan bajo la sudadera para cambiar la canción del estridente Johnny Rotten por algo más suave y tranquilo. Todo ese estrépito ya no es necesario ahora que estoy en clase. Supongo que la relación alumno-profesor de algún modo consigue mantener a raya la energía psíquica.

No siempre he sido un bicho raro. Solía ser una adolescente de lo más normal. El tipo de chica que asiste a los bailes del instituto y adora a los famosos; estaba tan orgullosa de mi larga melena rubia que jamás se me habría ocurrido recogérmela en una cola de caballo y ocultarla bajo la enorme capucha de una sudadera. Tenía una madre, un padre, una hermana pequeña llamada Riley y un labrador dorado encantador llamado Buttercup. Vivía en una bonita casa de un buen barrio en Eugene, Oregón. Era popular, feliz, y me moría de ganas de que empezara el nuevo año, ya que acababa de superar las pruebas para entrar en el grupo de animadoras. Tenía una vida plena y mi único límite era el cielo. Y aunque esta última parte suena a tópico, era real, por irónico que parezca.

No obstante, todo eso ya no son más que recuerdos vagos para mí. Porque, desde que tuve el accidente, lo único que puedo recordar con claridad es mi muerte.

Los médicos creyeron que sufrí eso que llaman una ECM, una «experiencia cercana a la muerte». Pero se equivocaron de lleno. Porque lo que experimenté no era nada «cercano» a la muerte, puedes creerme. Mi hermana Riley y yo estábamos sentadas en el asiento trasero del todoterreno de mi padre; Buttercup tenía apoyada la cabeza sobre el regazo de Riley y sacudía la cola contra mis piernas. En un instante, todos los airbags habían saltado, el coche estaba hecho pedazos y yo lo observaba todo desde fuera.

Contemplé los escombros (los cristales hechos trizas, las puertas aplastadas, el parachoques delantero empotrado contra el tronco de un pino en un abrazo letal) y me pregunté qué había pasado, esperando y rogando que todos los demás estuvieran también ilesos. Después oí un ladrido familiar y cuando me di la vuelta los vi a todos paseando por un sendero; Buttercup encabezaba la comitiva sacudiendo la cola.

Fui tras ellos. Al principio traté de correr para alcanzarlos, pero después aminoré el paso y decidí quedarme atrás. Me apetecía pasear por aquel enorme y fragante prado salpicado de árboles y flores palpitantes que no dejaban de vibrar, así que cerré los ojos para protegerme de la bruma que hacía que todo resplandeciera.

Me prometí qu

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