El Trono de Fuego (Las crónicas de los Kane 2)

Rick Riordan

Fragmento

1. La combustión espontánea es divertida

CARTER

Aquí Carter.

Escuchad, no tenemos mucho tiempo para hacer introducciones largas. Tengo que contar esta historia deprisa o moriremos todos.

Si no habéis oído nuestra primera grabación… bueno, esto es lo que hay: los dioses egipcios andan sueltos por el mundo moderno, un puñado de magos que se hacen llamar la Casa de la Vida intentan detenerlos, todo el mundo nos odia a Sadie y a mí, y una gran serpiente está a punto de tragarse el Sol y destruir el mundo.

[¡Ay! ¿Se puede saber a qué viene eso?]

Sadie acaba de darme un puñetazo. Dice que voy a asustaros demasiado. Que debería parar, tranquilizarme y empezar por el principio.

Muy bien. Pero, si me preguntáis a mí, creo que hay motivos de sobra para estar asustados.

El propósito de esta grabación es que sepáis lo que está sucediendo de verdad y cómo se torcieron las cosas. Oiréis a mucha gente ponernos a caldo, pero aquellas muertes no las provocamos nosotros. Y en cuanto a la serpiente, tampoco fue culpa nuestra. Bueno… no del todo. Es necesario que todos los magos del mundo se unan. No tendremos otra oportunidad.

Así que allá va la historia. Decidid por vosotros mismos. Todo empezó cuando incendiamos Brooklyn.

Se suponía que era un trabajo sencillo: colarnos en el Museo Brooklyn, coger prestada un pieza egipcia en concreto y marcharnos sin que nos pillaran.

No, no era un robo. Tarde o temprano habríamos devuelto el artefacto. Pero supongo que pinta de sospechosos sí teníamos: cuatro chicos vestidos con ropa negra de ninja en el techo del museo. Ah, y un babuino, también vestido de ninja. Definitivamente, sospechoso.

Lo primero que hicimos fue enviar a Jaz y Walt, nuestros aprendices, a que abrieran una ventana de la fachada lateral mientras Keops, Sadie y yo inspeccionábamos la enorme cúpula de cristal que había en el centro del techo, en la que habíamos basado la estrategia para escapar del museo.

Nuestra estrategia no tenía muy buena pinta.

Ya había anochecido, y en teoría el museo debía estar cerrado. Sin embargo, la cúpula resplandecía. Dentro, quince metros más abajo, cientos de personas vestidas de esmoquin o traje de noche charlaban y bailaban en una sala del tamaño de un hangar de aviación. Había una orquesta tocando, pero, como el viento aullaba en mis oídos y los dientes me castañeteaban, no alcancé a oír la música. Estaba congelándome vestido con mi pijama de hilo.

Se supone que los magos llevan ropa de lino porque no obstaculiza la magia, y supongo que será una tradición estupenda en el desierto egipcio, donde casi nunca hace frío ni llueve. En Brooklyn y en pleno marzo… digamos que no tanto.

A mi hermana Sadie no parecía importarle el frío. Estaba abriendo las cerraduras de la cúpula mientras tarareaba algo que llevaba en el iPod. En serio, ¿quién se prepara una lista de canciones para robar un museo?

Sadie llevaba prendas parecidas a la mías, solo que con botas militares. Tenía el pelo rubio teñido con mechas rojizas, lo más discreto del mundo para una misión de infiltración. Con sus ojos azules y su tez clara, no se parecía en nada a mí, cosa que los dos llevábamos bien. Me tranquiliza poder negar que la loca que tengo al lado es mi hermana.

—Has dicho que el museo estaría vacío —protesté.

Sadie no me oyó hasta que le quité los auriculares y repetí la frase.

—Es que se suponía que iba a estar vacío. —Ella lo negará, pero, después de tres meses viviendo en Estados Unidos, empezaba a perder su acento inglés—. En la página web decía que cerraban a las cinco. ¿Cómo iba a saber que habría una boda?

¿Boda? Miré hacia abajo y comprobé que Sadie tenía razón. Algunas mujeres llevaban vestidos color melocotón de damas de honor. En una de las mesas había una tarta blanca enorme, de varios pisos. Dos grupos separados de invitados habían alzado a los novios en dos sillas y los paseaban por toda la sala mientras sus amigos revoloteaban alrededor, dando palmas y bailando. Todo indicaba que pronto habría una colisión de mobiliario.

Keops dio un golpecito en el cristal. Incluso vestido de negro, tenía problemas para fundirse en las sombras por culpa de su pelaje dorado, y eso sin mencionar su hocico y su trasero, que brillaban con todos los colores del arcoíris.

—¡Ajk! —gruñó.

Al ser un babuino, ese sonido podía significar cualquier cosa, desde «Mirad, ahí abajo hay comida» hasta «Anda, qué tonterías hace esa gente con las sillas, ¿no?».

—Keops tiene razón —dijo Sadie después de interpretarlo—. Será difícil colarnos entre la fiesta. A lo mejor si fingimos que somos de mantenimiento…

—Claaaro —respondí—. «Disculpen. Pasábamos por aquí los cuatro llevando una estatua de tres toneladas. Vamos a sacarla flotando por el techo; ustedes sigan a lo suyo, como si no estuviéramos.»

Sadie puso los ojos en blanco. Sacó su varita (una pieza curva de marfil con dibujos de monstruos grabados) y señaló con ella hacia la base de la cúpula. Apareció un jeroglífico hecho de llamas doradas, y se abrió el último candado.

—Oye —dijo—, si no vamos a salir por aquí, ¿para qué lo abrimos? ¿Por qué no salimos por la misma ventana lateral que usaremos para entrar?

—Ya te lo he dicho. La estatua es inmensa. No cabe por esa ventana. Además, las trampas…

—Entonces, ¿volvemos a casa y lo intentamos mañana? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Mañana empaquetan la exposición entera y la mandan de gira.

Enarcó las cejas con ese gesto suyo tan irritante.

—A lo mejor, si alguien nos hubiera avisado con más tiempo de que necesitábamos robar esa estatua…

—Olvídalo.

Yo ya sabía hacia dónde iba aquella conversación, y no serviría de nada que Sadie y yo nos pasáramos toda la noche discutiendo en el tejado. Tenía razón ella, claro: se lo había dicho hacía muy poco. Pero en fin, mis fuentes no eran exactamente fiables. Después de pedirle ayuda durante semanas, por fin mi coleguita, el dios halcón guerrero Horus, me había dado una pista hablándome en sueños: Ah, por cierto, el artefacto que querías… Ese que podría ser la clave para salvar el planeta, ¿te acuerdas? Pues lleva treinta años sin moverse del Museo Brooklyn, pero mañana se lo llevan a Europa, así que más vale que os deis prisa. Tenéis cinco días para averiguar cómo usarlo o estamos perdidos todos. ¡Buena suerte!

Podría haberle gritado por no avisarme antes, pero no habría servido de nada. Los dioses solo hablan cuando lo ven oportuno, y no tienen muy buen sentido del tiempo mortal. Yo lo sabía porque Horus había estado compartiendo espacio en mi cabeza unos meses antes. Aún no había podido quitarme algunas de sus costumbres menos civilizadas, como el impulso

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