Reina de fuego (Princesa de cenizas 3)

Laura Sebastian

Fragmento

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La hora de la verdad

Cuando salgo de la cueva tambaleándome sobre mis debilitadas piernas, el sol me ciega. Levanto un brazo pesado y dolorido para protegerme los ojos, pero, solo con ese pequeño esfuerzo, el mundo empieza a dar vueltas a mi alrededor. Me fallan las rodillas y me desplomo en el suelo, que está duro, áspero y lleno de rocas. Me hago daño, pero ¡uf!, qué bien me sienta estar tumbada y llenarme los pulmones de aire fresco; tener luz, por fin, aunque sea demasiada de una vez.

Me noto la garganta muy seca; me duele hasta respirar. Tengo los dedos, los brazos y el pelo embadurnados de sangre. Soy consciente de que debe de ser mía, pero no sé de dónde ha salido. Mis recuerdos están desiertos. Recuerdo entrar en la caverna, recuerdo oír las voces de mis amigos, que me rogaban que volviera. Y después... la nada.

—Theo... —me llama una voz conocida pero muy lejana.

Oigo miles de pasos que golpean contra el suelo; hacen que la cabeza esté a punto de estallarme. Me estremezco y me ovillo más sobre mí misma.

Unas manos me tocan la piel, las muñecas y detrás de las orejas, donde me palpita el pulso. Están frías, me ponen la carne de gallina.

—¿Está...? —dice una voz. Es Blaise. Intento decir su nombre, pero he perdido la voz.

—Está viva, pero tiene el pulso muy débil y le arde la piel —añade otra voz. Heron—. Tenemos que llevarla dentro.

Unos brazos me cogen y me levantan; creo que son los de Heron. Intento hablar otra vez, pero no consigo emitir ni un sonido.

—Art, coge tu capa —dice Heron; su pecho retumba contra mi mejilla con cada palabra—. Tápale la cabeza. Ahora mismo es demasiado sensible a la luz.

—Sí, me acuerdo —responde Art.

Oigo el ruido de la ropa y entonces su capa me cae sobre los ojos y envuelve mi mundo de nuevo en oscuridad. Me permito abandonarme a ella. Estoy con mis amigos, así que estoy a salvo.

Cuando vuelvo a abrir los ojos, estoy en un catre en el interior de una tienda. Una gruesa tela de algodón blanco filtra el resplandor del sol, así que puedo soportarlo. Las palpitaciones de mi cabeza siguen ahí, pero están más débiles y apagadas. Ya no tengo la garganta seca y en carne viva y, si me concentro, me viene a la mente un recuerdo borroso en el que Artemisia me vierte agua en la boca abierta. Se le ha derramado un poco; la almohada sigue húmeda.

Ahora, sin embargo, estoy sola.

Me obligo a incorporarme y me siento, pese a que eso intensifica el dolor, que se extiende por cada uno de mis nervios. Tarde o temprano, los kalovaxianos volverán, y ¿quién sabe por cuánto tiempo Cress mantendrá a Søren con vida? Hay mucho que hacer y muy poco tiempo para hacerlo.

Pongo los pies descalzos en el suelo de tierra y tomo impulso para levantarme. En ese momento, la tienda se abre y entra Heron, agachándose para pasar por la pequeña abertura. Cuando me ve despierta y en pie, vacila y parpadea varias veces, como si quisiera asegurarse de que no se lo está imaginando.

—¿Theo? —dice poco a poco, como si probara el sonido de mi nombre.

—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que entré en la mina? —le pregunto en voz baja.

Él me mira unos instantes.

—Dos semanas.

Las palabras son como un golpe que me hace retroceder. Me vuelvo a sentar en el catre.

—Dos semanas —repito—. Me han parecido horas, o días, como mucho.

Heron no parece sorprendido. ¿Por qué iba a estarlo? Él pasó por lo mismo.

—¿Recuerdas haber dormido? —me pregunta—. ¿O comido, o bebido? Debes de haberlo hecho en algún momento o estarías en mucho peor estado.

Niego con la cabeza, intentando hallar esos recuerdos, pero muy pocos de ellos toman forma sólida y no consigo retenerlos. Retazos, detalles, fantasmas que no pueden ser reales, fuego fluyendo por mis venas. Nada más.

—Deberíais haberme dejado aquí —le digo—. Dos semanas... El ejército de Cress podría volver en cualquier momento, y Søren...

—Está vivo, según sabemos —me interrumpe—. Y los kalovaxianos no han recibido órdenes de volver por aquí.

Lo miro fijamente.

—¿Cómo sabes todo eso?

Se encoge de hombros.

—Espías —contesta, como si fuese una respuesta obvia.

—No tenemos espías —digo poco a poco.

—No los teníamos. Pero nos enteramos de que el nuevo theyn estaba en su casa de campo, a dos días a caballo de aquí, y conseguimos reclutar a varios de sus esclavos antes de que volvieran a la capital. Acabamos de recibir su primera misiva: el theyn todavía no ha ordenado a sus tropas que vuelvan. Además, la mayoría de nuestro ejército se ha ido. Solo quedamos Blaise, Artemisia, Erik, Veneno de Dragón, yo y un grupo de gente que todavía se está recuperando de la batalla. Pero dentro de un día o dos, Veneno de Dragón se los llevará a un lugar seguro también a ellos.

Apenas le presto atención, todavía estoy intentando hacerme a la idea de que tenemos espías. Solo puedo pensar en Elpis, en lo que ocurrió la última vez que convertí a alguien en un espía.

—Yo no he aprobado el uso de espías —protesto.

—Entraste en la mina el día antes de que trazáramos el plan —responde él con voz firme—. No estabas para aprobar nada, y no teníamos tiempo de esperar a que volvieras. Si es que volvías.

La réplica se me desvanece en la garganta.

—Si mueren...

—Habrá sido un riesgo necesario —insiste—. Ya lo sabían cuando se prestaron voluntarios. Además, la kaiserina no está tan paranoica como el káiser, según tenemos entendido. Cree que estás muerta y que nosotros no somos una amenaza, y tiene a Søren. Cree que ha ganado y está empezando a ser descuidada.

La kaiserina. ¿Llegará el día en que oiga ese título y piense en Cress en lugar de en la kaiserina Anke?

—Has dicho que nuestro ejército se ha ido —le digo—. ¿Adónde?

Heron exhala profundamente.

—Te has perdido más de una disputa durante tu ausencia... Casi te envidio. El jefe de Vecturia ha mandado a su hija Maile para que nos ayude, junto a sus tropas. Ahora que Søren ya no está con nosotros, Erik y ella son los que tienen más experiencia en el campo de batalla, pero no se ponen de acuerdo en nada. Erik quiere marchar directo hasta la capital para conquistar la ciudad y rescatar a Søren.

—Eso es una insensatez —respondo, negando con la cabeza—. Es exactamente lo que esperan que hagamos y, aunque no fuera así, tampoco tenemos bastantes soldados para mantener un asedio de esa envergadura.

—Eso es justo lo que dijo Maile —repone Heron, negando con la cabeza—. Ella quería que fuésemos directamente a la mina de Tierra.

—Pero no es posible hacer eso sin pasar junto a las ciudades más pobladas, y no contamos con la protección de los bosques o las montañas. Sería imposible pasar por allí sin que nos vieran y, cuando llegáramos a la mina de Tierra, Cress tendría allí un ejército esperando para darnos la bienvenida.

—Y eso es justo lo que dijo Erik. ¿Ves? Ya te has puesto al día.

—Entonces ¿quién ganó?

—Nadie. Se decidió que enviaríamos tropas a las ciudades que hay a lo largo del río Savria. Ninguna de ellas está muy poblada, pero allí podremos contener a los kalovaxianos, liberar a sus esclavos y aumentar así las filas de nuestro ejército. También podremos recolectar armas y comida y, lo más importante, de ese modo, nuestras tropas no se quedarán aquí plantadas, donde son un blanco fácil.

—Que es como estamos ahora. Eso es lo que quieres decir —respondo mientras me froto las sienes. Esta vez, el dolor de cabeza que empiezo a acusar no tiene nada que ver con haber pasado semanas en la mina—. Y supongo que ahora me corresponde a mí deshacer el empate.

—Más tarde. Cuando seas capaz de andar sola.

—Estoy bien —protesto, con más energía de la cuenta.

Heron me observa con recelo. Abre la boca, pero vuelve a cerrarla enseguida y dice que no con la cabeza.

—Si quieres preguntarme algo sobre la mina, que sepas que no me acuerdo de nada —me adelanto—. Lo último que recuerdo es entrar... Después está todo borroso.

—Ya te acordarás, con el tiempo. Para bien o para mal. Pero yo nunca quiero hablar de mi experiencia, así que he dado por sentado que tú sentirías lo mismo.

Trago saliva y aparto ese pensamiento de mi mente. Es un problema para más adelante; de hecho, ya tengo suficientes problemas.

—Pero hay algo que te preocupa —insisto—. ¿De qué se trata?

Sopesa la pregunta unos instantes.

—¿Ha funcionado?

Primero no sé a qué se refiere, pero, de repente, lo recuerdo: la razón por la que entré en las minas, el débil poder que yo tenía antes sobre el fuego, un efecto secundario del veneno de Cress. Entré en la mina para reclamar mi poder, con la esperanza de adquirir el suficiente para enfrentarme a ella cuando llegue el momento.

¿Habrá funcionado? Solo hay una forma de descubrirlo.

Levanto la mano izquierda con la palma hacia arriba e invoco el fuego. Antes incluso de estirar los dedos, siento el calor que me palpita bajo la piel, más fuerte de lo que nunca lo había sentido. Cuando lo invoco, acude con facilidad, como si fuera parte de mí, como si siempre estuviese acechando desde justo debajo de la primera capa de piel. El fuego brilla más que antes, arde más que antes, pero es más que eso. Para mostrárselo, lo lanzo al aire y lo mantengo allí, suspendido pero vivo, refulgente. Heron abre unos ojos como platos pero no dice nada; yo levanto la mano y la flexiono. La bola de fuego imita mis movimientos, se convierte ella misma en una mano. Cuando muevo los dedos, repite cada uno de los gestos. Cierro el puño y ella hace lo mismo.

—Theo... —me dice con un ronco susurro—. Vi hasta dónde llegaban los poderes de Ampelio cuando me entrenó. Él no podía hacer eso.

Trago saliva, cojo la llama de nuevo y, con la mano, la apago y la convierto en cenizas.

—Heron, si no te importa... —le digo, con la mirada fija en el pigmento oscuro que me mancha la piel, como hacía la corona de cenizas—. ¿Sigue aquí Mina? Es...

—La curandera —me interrumpe, asintiendo—. Sí, sigue aquí. Está ayudando con los heridos. Voy a buscarla.

Cuando se va, me sacudo la ceniza de las manos y dejo que caiga a la tierra.

Cuando Mina entra en la tienda, ya me he acostumbrado a estar de pie otra vez, aunque todavía no siento que mi cuerpo sea del todo mío. Cada movimiento, cada respiración, me supone un arduo esfuerzo; me duelen todos los músculos. Mina debe de darse cuenta, porque me mira y esboza una sonrisa cómplice.

—Es normal —afirma—. Cuando salí de la mina, la sacerdotisa me dijo que los dioses me habían roto en pedazos y me habían creado de nuevo. Eso parecía resumir bastante bien cómo me sentía.

Asiento y me acomodo de nuevo en el catre.

—¿Cuánto dura? —le pregunto.

Se encoge de hombros.

—A mí el dolor me duró un par de días, pero depende. —Hace una pausa y me mira—. Lo que hicisteis fue una increíble insensatez. Entrar en la mina cuando ya poseías cierto poder... Cuando ya eras una olla medio llena... Estabais pidiendo el mal de la mina a gritos. Sois consciente de ello, ¿verdad?

Bajo la vista. Hacía tiempo que nadie me reprendía así, alguien preocupado por mi bienestar. Busco entre mis recuerdos quién fue la última persona; bien podría haber sido mi madre. Aunque supongo que Hoa también lo hacía, a su manera, sin palabras.

—Sí, sabía a qué me arriesgaba —contesto.

—Sois la reina de Ástrea —continúa, como si yo no hubiese dicho nada—. ¿Qué habríamos hecho sin vos?

—Habríais persistido —respondo, esta vez en voz más alta—. Solo soy una persona. Perdimos más en la guerra y mucho más en el asedio, mi madre incluida. Siempre persistimos. No habría supuesto ninguna diferencia.

Mina me mira fijamente y con calma.

—Fue una insensatez de todos modos —insiste—. Pero supongo que también una muestra de valentía.

Me encojo de hombros de nuevo.

—Fuera lo que fuese, ha funcionado.

Le enseño lo mismo que le he enseñado a Heron, que no solo puedo invocar el fuego, sino también convertirlo en una extensión de mi propio ser. Mina me observa con los labios apretados y no dice ni una palabra hasta que termino y vuelvo a esparcir la ceniza por el suelo.

—Y habéis dormido —observa, hablándose más a sí misma que a mí.

—Como un tronco, según me han dicho —respondo secamente.

Da un paso hacia mí.

—¿Puedo tocaros la frente? —me pregunta.

Asiento y ella me pone el dorso de la mano sobre la piel.

—No estáis caliente —observa.

Alarga una mano y acaricia el único rizo blanco que salpica mi melena caoba.

—Ya lo tenía antes —le aclaro—. Se puso así después de que tomase el veneno.

Asiente.

—Me acuerdo. No es como el pelo de la kaiserina, ¿verdad? Supongo que es gracias a Artemisia. Si no hubiese usado su don tan rápido para contrarrestar el veneno, os habría afectado mucho más. Si no os hubiese matado en ese preciso instante, la mina lo habría hecho, sin duda.

—Tú no viste a Cress... A la kaiserina con tus propios ojos —digo, cambiando de tema—. Pero a estas alturas ya debes de haber oído historias sobre su poder.

Mina piensa su respuesta.

—He oído historias, sí —reconoce con cautela—. Aunque, en mi experiencia, las historias a menudo son exageradas.

Recuerdo que a Cress, para matar al káiser, le bastó con ponerle las manos hirvientes alrededor del cuello; recuerdo que dejaba un rastro de cenizas sobre el escritorio cuando lo acariciaba con la punta de los dedos. Irradiaba poder de una forma que jamás había visto. No sé cómo nadie podría exagerar lo que yo he visto con mis propios ojos.

—Es como si... Como si ni siquiera necesitase invocar su don. Mató al káiser en unos segundos solo con las manos —le explico.

—Y todavía no te sientes lo bastante fuerte para enfrentarte a ella —adivina.

—No creo que nadie lo sea —admito—. ¿Alguna vez supiste de algún Guardián que matase con tan poco esfuerzo?

Niega con la cabeza.

—Jamás supe de ningún Guardián que matase de forma alguna. No era su estilo. Si un criminal debía ser castigado con su ejecución, esta se llevaba a cabo de forma más mundana. Los Guardianes jamás se encargaban de ello con los dones que les habían entregado los dioses. Habría sido un sacrilegio en sí mismo, la perversión de algo sagrado.

Pienso en cuando Blaise se adentró en el campo de batalla a sabiendas de que podía morir, pero decidido a llevarse con él a tantos kalovaxianos como pudiera. ¿Fue eso una perversión de su don o ahora, en tiempos de guerra, la vara de medir es otra?

—Los niños que vi, aquellos que estabas examinando —digo al recordar al niño y la niña que tenían un poder inestable, igual que Blaise—. ¿Cómo están?

—Laius y Griselda. Tan bien como podría esperarse, supongo. Están asustados; los terribles experimentos que los kalovaxianos hicieron con ellos los han dejado traumatizados, pero son fuertes en más de un sentido. —Hace una pausa durante un segundo—. Vuestro amigo hipotético ha sido de gran ayuda. Les cae bien, aunque mantenga las distancias. Descubrir que no estás tan solo en el mundo como pensabas no es poca cosa.

Cuando le hablé a Mina sobre Blaise solo me referí a él de forma hipotética, aunque ella enseguida se dio cuenta de que existía de verdad. Ahora parece saber exactamente de quién se trata, pero al menos no le tiene miedo, ni tampoco a los dos jóvenes Guardianes.

—¿Le has contado a alguien lo que has descubierto? —le pregunto.

Ella frunce los labios.

—No he descubierto nada, Majestad —dice, encogiéndose de hombros—. Solo tengo una hipótesis y no merece la pena que nadie se sulfure por eso. La gente teme lo que no comprende y, en tiempos como estos, el miedo puede conducir a tomar decisiones peligrosas.

Si la gente supiese lo fuertes e inestables que son Blaise, Laius y Griselda, quizá los mataran. No es nada que no sepa, pero oírla hacer referencia a eso me deja sin aliento.

—Todo el mundo vio lo que Blaise hizo en el barco —le digo—. Vieron que estuvo a punto de destruirse a sí mismo y a todos los que estaban cerca de él y después no le hicieron ningún daño.

—No —responde ella—. De hecho, imagino que se cantarán canciones sobre lo que hizo durante siglos, pero entonces nadie resultó herido. Ahora, para ellos, es un héroe. Un héroe tan poderoso que no fue capaz de controlarse a sí mismo, pero héroe al fin y al cabo. Pero no lo olvides: eso puede cambiar en un segundo.

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Un callejón sin salida

Mina sugiere que quizá un paseo me haga bien y, aunque mi cuerpo protesta contra esa idea, sigo su consejo. Tengo que apoyar casi todo mi peso en Heron y, aun así, mis músculos parecen chillar con cada paso que doy. Sin embargo, no puedo negar que notar el aire fresco en los pulmones y el sol en la piel compensan por todo el dolor. Además, mientras camino, los músculos empiezan a relajarse y el dolor de los brazos y las piernas se va haciendo poco a poco más soportable.

Es extraño ver el campamento de la mina tan desierto; una ciudad abandonada de barracones vacíos. Solo unos pocos están ocupados por los enfermos y los heridos. Heron me indica cuáles se están utilizando como enfermería cuando pasamos junto a ellos, pero no era necesario. Los sonidos que se filtran por las paredes lo dejan muy claro: toses secas, gritos en voz baja, alaridos de dolor... Sonidos que amenazan con ahogarme en un mar de culpa.

«Son muchos más los que están vivos —me digo—. Son muchos más los que son libres.»

Heron intenta distraerme y señala los otros edificios que han sobrevivido a la batalla. Me informa de que la comida se está racionando y se sirve en el viejo comedor y de que un grupo de hombres y mujeres que han decidido quedarse se han presentado voluntarios para cazar y recolectar y así evitar que nuestras provisiones se agoten demasiado rápido. Cuando nos marchemos para unirnos al resto de las tropas podremos llevarnos más comida.

Incluso el viejo barrio de los esclavos se está utilizando, aunque, como es comprensible, nadie tiene muchas ganas de dormir allí. Se han llevado los muebles y los grilletes y se están utilizando como arsenal y como lugar de entrenamiento, para practicar sin sufrir el abrasador calor del sol.

—¿Quién se encarga de los entrenamientos? —le pregunto a Heron cuando señala una de las nuevas salas de instrucción—. Pensaba que las tropas se habían marchado.

—No todas —responde con cautela—. La mayoría de la gente que encontramos que había sido bendecida en las minas avanzó rápidamente con el entrenamiento y mandamos a un par de ancianos con ellos para que continuasen con su instrucción, pero otros necesitaban más ayuda.

Bendecidos. En este campamento, los kalovaxianos tenían presos a más de una docena de astreanos bendecidos. Recuerdo que estaban experimentando con ellos, pero me estremezco solo de pensarlo. Yo misma vi las pruebas: cortes en la piel, dedos mutilados en las manos y en los pies... A un hombre incluso le habían sacado un ojo.

—¿Pudieron entrenarlos tan rápido? —pregunto, sorprendida. Cuando yo entré en la caverna, ninguno de ellos era capaz de cruzar el campamento a pie, y mucho menos de luchar.

—Yo eché una mano con las curas físicas —dice Heron mientras se encoge de hombros—. Pero las heridas mentales y emocionales son harina de otro costal. Muchos de ellos vieron en el entrenamiento una forma de curarse. Querían hacerlo. Nos encargamos Art, Blaise y yo junto a algunos de los ancianos astreanos que conocían la instrucción, pese a no ser Guardianes. El entrenamiento no ha concluido, por supuesto, pero han avanzado bastante en el poco tiempo que llevamos. Y deben de estar en ello ahora mismo, mientras hablamos.

Una vez, Artemisia me contó lo que siente al matar, lo bien que la hace sentir cobrarse algo por todo lo que le han hecho. Parece que no es la única que se siente así.

—Yo también tendré que empezar a entrenar pronto —digo.

—Mejor será que antes nos centremos en que puedas caminar sin ayuda —replica.

Un par de brazos me rodean por la cintura y me levantan del suelo, sacándome de golpe de mi ensimismamiento. Un grito me nace en la garganta, pero el propietario de esos brazos que me dan vueltas habla antes de que me dé tiempo a dejarlo escapar. Reconozco su voz.

—¡Bienvenida al reino de los vivos! —exclama Erik mientras me vuelve a dejar en el suelo.

Me doy la vuelta para mirarlo y lo abrazo.

—¿Te puedes creer que te he echado de menos? —le pregunto entre risas.

—No me podría creer lo contrario —contesta mientras me abraza con fuerza.

—¡Ten cuidado con ella! —lo reprende Heron—. Ahora mismo está un poco frágil.

Erik resopla.

—¿La reina Theodosia? He visto pedruscos más frágiles que ella.

Sonrío, pero me libero con gentileza de su abrazo.

—Gracias, pero tiene razón.

Erik da un paso atrás y me recorre de los pies a la cabeza con la mirada.

—La verdad es que sí tienes pinta de haber pasado por un infierno... o dos.

—Tal vez tres —admito.

—¡Theo! —me llama otra voz.

Me vuelvo y veo a Artemisia, que viene corriendo hacia mí, con la daga resplandeciente envainada junto a la cadera y su pelo azul cerúleo ondeando tras ella.

A diferencia de Erik, sabe que no debe abrazarme, así que me da una torpe palmadita en el hombro.

—¿Cómo estás? —me pregunta con cautela.

—Estoy viva, que es más de lo que teníamos derecho a esperar —respondo con una sonrisa—. Y ha funcionado.

Sonríe de oreja a oreja.

—Menos mal, si no, tu nuevo sobrenombre sería un poco desafortunado.

Frunzo el ceño y la miro primero a ella y después a los otros dos.

—¿Mi nuevo sobrenombre? —repito.

Los tres se sonríen de forma cómplice, pero Artemisia es la primera en inclinarse en una dramática reverencia. Heron y Erik la imitan de inmediato.

—¡Alabada sea Theodosia, Reina de las Llamas y la Furia! —exclama ella.

Se incorporan con una sonrisa, pero no es ningún chiste, por mucho que ella intente quitarle hierro al asunto. La Reina de las Llamas y la Furia. Es un sobrenombre duro. Fuerte, sí, pero también brutal. Por primera vez, comprendo que, triunfe o fracase, este será mi legado. Pienso en todos los cuadros que pintaron de mi madre con acuarelas de colores suaves; en sus vestidos, túnicas ondeantes de gasa. Pienso en los poemas que escribieron en su honor, odas a su belleza, a su bondad y a su amable espíritu. A ella la llamaban la Reina de la Paz. Era una clase distinta de reina.

Algo se enciende en mi memoria, algo que intenta abrirse paso a través de la neblina de las minas.

«Morí siendo la Reina de la Paz, y la paz murió conmigo —me dijo mi madre—. Pero tú eres la Reina de las Llamas y la Furia, Theodosia, y harás que su mundo arda.»

No sé qué era lo que vi en la mina; no sé si era el fantasma de mi madre, un producto de mi imaginación o algo completamente distinto, pero sí sé que oí este nuevo nombre antes de que lo acuñaran, y eso me inquieta.

No podemos trazar un plan sin Blaise, así que mando a los demás a buscar a los líderes que quedan en el campamento y me dirijo hacia los barracones de instrucción, donde me han dicho que pasa casi todo su tiempo. Heron no quería que fuese sola, pero le he asegurado que me encontraba lo bastante bien para cruzar el campamento sin apoyarme en él y al final ha cedido.

Lo cierto es que no estoy segura de ser capaz. Aunque estoy mejor, cada paso que doy me cuesta esfuerzo. Sin embargo, prefiero lidiar con el dolor que tener a Heron o a cualquier otra persona a mi lado cuando vuelva a ver a Blaise.

«No hagas esto. No me abandones», me pidió antes de que me adentrase en la mina. Fueron las últimas palabras que me dijo, no mucho después de que yo le suplicara algo parecido. Ninguno de los dos hizo caso al otro.

Me asalta la culpa al recordar cómo se le rompió la voz, lo perdido que parecía en ese momento, como si yo hubiese cortado la última cuerda que lo ataba a esta vida. Como si no estuviera ya bastante decidido a abandonarla.

Pero también me acuerdo de que él me abandonó primero. Él se puso en manos de la muerte en dos ocasiones, a pesar de que yo le pedí —de que le rogué— que no lo hiciera. No puede estar enfadado conmigo por haber hecho lo mismo.

¿Y ahora? Los dos seguimos aquí contra todo pronóstico, así que debemos enfrentarnos a las consecuencias de nuestras decisiones.

Encuentro el barracón que Heron me ha descrito separado de los demás. Los restos de la valla siguen derrumbados en el suelo. Recuerdo haberla visto durante la batalla: un muro enorme y negro con un resplandor rojo que centelleaba bajo la luz del sol. Søren me explicó que estaba hecha de hierro mezclado con Gemas de Fuego. Ahora ya no queda nada de ella.

Entreabro la puerta y veo que dentro está oscuro; la única iluminación es una vela grande que hay en el centro y que brilla lo suficiente para alumbrar a Blaise, Laius y Griselda. Los dos muchachos siguen siendo poco más que piel y huesos, pero sus caras se ven un poco más rellenas y ya no tienen la piel tan cetrina, aunque eso bien podría ser un efecto de la luz de la vela. Sin embargo, ni siquiera eso basta para disimular las sombras oscuras como hematomas que tienen debajo de los ojos.

Las mismas que luce Blaise: una prueba de que no duermen.

Son más fuertes que la última vez que los vi. Es evidente: Griselda salta en el aire y lanza contra la pared una bola de fuego tan grande como mi cabeza. Se desvanece al hacer contacto con la piedra, pero antes deja una quemadura. Las paredes están plagadas de marcas como esa, y están ya más negras que grises.

Griselda aterriza en el suelo un instante después, doblada hacia delante y sin aliento, pero en sus labios se entrevé una sombra de sonrisa, delgada y sombría, pero inconfundible.

—Bien hecho —digo, sobresaltando a los tres.

Griselda se pone recta de inmediato y me mira a los ojos. No debe de tener más de quince años; no es mucho más joven que yo. De repente, caigo en la cuenta de que, si han pasado dos semanas desde que entré en la mina, ya tengo diecisiete años.

—Majestad —saluda Griselda.

Se inclina torpemente para hacerme una reverencia y Laius la imita un segundo después.

—No es necesario —les digo y me obligo a mirar a Blaise.

A diferencia de ellos, tiene exactamente el mismo aspecto que la última vez que lo vi: los mismos ojos verdes, duros y cansados; el mismo gesto de enfado en la mandíbula. Pero es la forma en que me mira lo que supone un verdadero puñetazo en el estómago. Me contempla como si fuese un fantasma y no supiera si estar asustado o aliviado.

«¿Me tienes miedo?», me preguntó una vez, y me vi obligada a admitir que así era. Él no puede tenerme miedo ahora, no del mismo modo, pero tal vez esté nervioso por lo que pueda decirle o hacerle, por cómo le vaya a herir en esta ocasión.

Me recuerdo que él me abandonó a mí primero, pero ese pensamiento no es el bálsamo que necesito.

Blaise carraspea y aparta la vista.

—Ya es casi la hora de comer —dice mirando a sus pupilos—. Id a por algo de comida y volved dentro de una hora.

—Mejor aún, ¿por qué no os tomáis lo que queda de la tarde libre? —intervengo—. Necesito llevarme prestado a Blaise el resto del día.

Este niega con la cabeza.

—Una hora —insiste.

Laius y Griselda nos miran primero al uno y luego al otro con los ojos muy abiertos. Yo soy su reina, pero Blaise es su profesor. Salen de la habitación lo más rápido que pueden antes de que me dé tiempo a llevarle la contraria, después de que él me la haya llevado a mí. Cierran la puerta de golpe y el sonido rebota en las paredes, reverberando en el silencio que reina tras su marcha. Ese silencio se alarga hasta mucho después de que el eco se apague, pero, al final, me obligo a interrumpirlo.

—Debemos acordar una estrategia —le digo—. Nos vamos a reunir con los demás líderes para idear una. Nos llevará más de una hora.

Vuelve a negar con la cabeza sin mirarme.

—Mi tiempo es más necesario aquí.

—Pero yo te necesito allí —insisto; la frustración se me empieza a acumular en el pecho, caliente y sofocante.

—No, no me necesitas —replica.

Durante un momento, me quedo sin palabras. No era así como imaginaba nuestro encuentro.

—Pensaba que al menos te alegrarías de que no estuviera muerta —le espeto.

Me mira como si le hubiese golpeado.

—Por supuesto que me alegro, Theo. Pasé cada momento que estuviste allí abajo rogándole a los dioses que te permitieran volver y pasaré el resto de mi vida agradeciéndoles que estés aquí ahora mismo.

—No voy a disculparme por haber entrado en esa mina. Sabía lo que hacía y conocía el riesgo, pero ha merecido la pena. Por Ástrea. Tú debiste de pensar lo mismo cuando fuiste corriendo a esa batalla.

—Por ti —me espeta, con la voz afilada como una daga—. Amo Ástrea, no me entiendas mal. Pero cuando me puse de pie en la proa de aquel barco y me forcé hasta llegar al límite, cuando me adentré corriendo en aquella batalla sabiendo que quizá no saldría de ella con vida, lo hice por ti.

Sus palabras tienen tanto de armas como de caricias, pero la ira que encierran es como un combustible para mi furia.

—Si fuera verdad que lo hiciste por mí, me habrías hecho caso cuando te pedí que no lo hicieras.

Él niega con la cabeza.

—Tienes debilidad conmigo —me dice con más frialdad que nunca—. En lo que a mí respecta, no ves las cosas con claridad. Heron y Artemisia me habrían dicho lo mimo, incluso el prinkiti. Hice lo que tú jamás habrías sido capaz de pedirme, así que tampoco voy a pedirte disculpas por ello. Cuando el mundo está del revés y ya no estoy seguro de nada, sigo estando seguro de ti. No importa dónde estemos ni contra quién luchemos, yo siempre lucho por ti. Y tú siempre luchas por Ástrea, por encima de todo lo demás.

Doy un paso atrás con torpeza.

—No puedes reprochármelo —protesto en voz baja—. ¿Qué clase de reina sería si te pusiera a ti, a cualquiera o a cualquier cosa, por delante de Ástrea?

Él niega con la cabeza; ya no le queda ni una gota de ira.

—Por supuesto que no te lo reprocho, Theo —responde en voz baja—. Solo te digo cómo veo las cosas.

No hay nada que pueda responder a eso, nada que le haga cambiar de opinión ni que nos haga sentir mejor a ninguno de los dos. Al cabo de unos segundos, vuelve a hablar:

—No me necesitas para pensar estrategias. Para eso ya tienes a Art, a Veneno de Dragón y a los líderes de los otros países. Me quieres allí para que te reconforte, pero tú ya no necesitas que nadie te reconforte. Tú no me necesitas, pero Laius y Griselda sí.

Sus palabras son como espinas que se me clavan en la piel, así que me marcho antes de decir algo de lo que realmente me arrepienta. Sin embargo, cuando estoy bajo la luz del sol y cierro la puerta al salir, me pregunto si lo que tanto me duele son las palabras en sí o el hecho de que sean ciertas.

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El desacuerdo

La última vez que estuve en el viejo despacho del comandante fue con Søren, Cress y el káiser y, aunque lo han limpiado, los ecos de lo ocurrido permanecen aquí. El escritorio de madera de caoba todavía tiene la línea carbonizada que dejó Cress cuando deslizó el dedo por encima. Hay ceniza atrapada en las vetas de la silla de madera en la que el káiser se sentó; una mancha roja en la alfombra del vino envenenado que bebí. Hay cosas que, por mucho que se limpien, no desaparecerán. «Cuando nos marchemos de aquí, deberíamos quemar este edificio hasta los cimientos», pienso.

Me habría encantado pasar el resto de mi vida sin volver a poner un pie en esta sala, pero la privacidad que nos concede, el escritorio y el despliegue de mapas de Ástrea y del resto del mundo que contiene la convierten en el mejor lugar para preparar nuestra estrategia. De todos modos, me cuesta apartar la mirada de la mancha de la alfombra.

«Es un intercambio muy sencillo, Thora. Tu muerte, o la de los tuyos.»

Una vez más, siento que el veneno se me desliza garganta abajo, borrando cualquier otra sensación que no sea de ardor, de dolor. Una vez más, veo a Cress de pie delante de mí, veo la expresión distante pero llena de curiosidad que observa cómo me retuerzo de agonía, la misma que ponía al estudiar una traducción que le estaba costando resolver.

Ahora cree que estoy muerta. ¿Qué hará cuando descubra que no lo estoy? Quizá ahora estemos empatadas, pero hay algo que no ha cambiado: ella no vaciló al intentar matarme con sus propias manos y yo no fui capaz de hacer lo mismo cuando tuve la oportunidad. Eso basta para asustarme.

—Theo —dice una voz, sacándome de mis pensamientos.

Aparto la vista de la mancha de vino y veo a Veneno de Dragón apoyada en la esquina del escritorio, con las piernas cruzadas de un modo que habría parecido remilgado de tratarse de cualquier otra persona. La conozco lo suficiente para no esperar un gran reencuentro, pero asiente levemente e interpreto que con ese gesto quiere decir que se alegra de que esté viva.

Erik y Sandrin, el anciano astreano del campo de refugiados de Sta’Crivero, también están presentes. Al lado de ellos hay una muchacha que me presentan como Maile de Vecturia, la hija menor del jefe Kapil y, a juzgar por su aspecto, lo opuesto a su solemne y pacífico padre. Aunque tienen la misma piel morena y el mismo cabello largo y negro, Maile luce un gesto de enojo en la mandíbula y una perenne mirada hostil. Parece que esté pensando constantemente en darle un puñetazo a alguien.

En los próximos días, Sandrin y Veneno de Dragón se marcharán por mar para llevar a un lugar seguro a los astreanos que no pueden o no quieren luchar. Y eso es lo único que se ha acordado hasta el momento.

—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo más —digo cuando ya me han puesto al día—. La kaiserina mandará a un ejército a por nosotros en cualquier momento, si es que no está ya de camino.

Maile se echa a reír y mira a los demás.

—Se pasa dos semanas dando tumbos en la oscuridad para traer una advertencia tan obvia que se le podría haber ocurrido a un niño —dice y me mira otra vez—. ¿Qué os pensabais que estábamos haciendo mientras os volvíais loca en la mina?

—No me he vuelto loca —le espeto de malos modos—. Y, según tengo entendido, en mi ausencia habéis hecho poco más que reñir entre vosotros.

—El grueso de nuestras tropas ha ido a reconquistar las ciudades que hay a lo largo del río Savria, pero se reunirán con nosotros en cuanto tracemos un plan para tomar la capital —interviene Erik.

Está apoyado en la pared de piedra al lado de la puerta y no parece estar prestando mucha atención a ninguno de nosotros. Está concentrado intentando pelar una manzana con un cuchillito del tamaño de su pulgar.

Maile resopla.

—La capital... —repite poniendo los ojos en blanco—. Sigues con esa tontería en la cabeza.

Es un plan insensato, lo sé, y supongo que, en el fondo, Erik también lo sabe. Pero hace muy poco que le arrebataron a su madre y la vida que conocía ha cambiado radicalmente; Søren es la única familia que le queda, lo único que conoce en un mundo extraño y terrorífico. No puedo reprocharle su insensatez, solo puedo esperar que él mismo acabe por reconocerla.

—Tomar la Mina de Tierra también lo es. Y ese era tu plan, ¿no? —le digo.

Recorro con el dedo la ruta que tendríamos que seguir para llegar hasta allí, la que pasa junto a varias ciudades y pueblos grandes. Podrían avistarnos desde cualquiera de ellos y alertarían a Cress de inmediato. Sería como mandarle una carta nosotros mismos para avisarla de nuestras intenciones.

Maile gruñe, pero no contesta. Miro a Veneno de Dragón.

—¿Qué piensas tú, tía? Me cuesta creer que no tengas ninguna opinión. Por favor, compártela con nosotros.

Veneno de Dragón aprieta los labios.

—Maile tiene razón, en cierto sentido —dice al cabo de un momento—. Cada clase de Guardián tiene sus fortalezas, por supuesto, pero en una batalla... Si consiguiéramos liberar la Mina de Tierra, cada Guardián que añadiésemos a nuestras filas tendría la fuerza de veinte soldados sin dones. —Inclina la cabeza, pensativa—. Pero a ti tampoco te falta razón, Theo. Sin duda, alertarían a la kaiserina y esta iría a nuestro encuentro con el grueso de sus fuerzas. No tendríamos nada que hacer.

—Eso es lo que opinamos nosotros. ¿Qué opinas tú?

Traza una línea con el dedo sobre el mapa que va desde la Mina de Fuego hasta Doraz.

—La emperatriz Giosetta me debe un favor. Ha accedido a acoger a los refugiados astreanos hasta que ganemos la guerra, pero creo que se la puede persuadir para que nos preste también a parte de sus tropas. Quizá yo pueda traerlas por aquí. —Traza otra línea desde Doraz hasta la costa oriental de Ástrea, donde se halla la Mina de Tierra—. Es un día de camino por el interior, pero las posibilidades de que nos descubran se reducen bastante, sobre todo si tú estás causándole problemas a la kaiserina en otra parte.

Asiento.

—¿Y conseguirás convencer a Giosetta? —pregunto.

Recuerdo a la emperatriz de cuando estuve en Sta’Crivero. Era una de las mejores pretendientas, pero no deja de ser una soberana con sus propios intereses y necesidades. Dudo que nos ceda a sus tropas por pura bondad.

—Después del asedio de la Mina de Fuego te has convertido en una inversión con menor riesgo, y son muchos los que desearían ver a los kalovaxianos arruinados —contesta Veneno de Dragón tras reflexionar unos instantes—. Giosetta es una de ellos. Creció cerca de la frontera de Goraki, ya sabes. Vio cómo los kalovaxianos devastaban ese país y fue testigo de las consecuencias. Querrá ser recompensada, por supuesto, pero no es imposible.

—¿Recompensada de qué forma? —pregunto con brusquedad. No se me ha olvidado que Veneno de Dragón les prometió la Mina de Agua a los sta’criverianos sin mi consentimiento. No pienso volver a subestimarla.

Ella debe de darse cuenta de que no me fío, porque sonríe enseñándome los dientes.

—Giosetta lleva tiempo intentando convertirme. Quiere que deje de ser pirara y me convierta en una corsaria de Doraz. Quizá acceda. Imagino que, cuando la guerra termine, ya no tendré más dragones kalovaxianos que envenenar.

Saber lo que piensa mi tía es más difícil que nunca, pero creo que podría ser una disculpa por lo ocurrido en Sta’Crivero. Sea lo que sea, me conformo.

—Está bien —digo, volviendo a mirar el mapa—. Mientras tú haces eso, ¿adónde vamos los demás? Lo más cercano es la Mina de Aire...

—Si hablamos de distancia física, sí —responde Veneno de Dragón—. Pero tendríamos que subir la cordillera de Dalzia con todas las tropas y cruzar o bordear el río Savria; por no hablar de que también pasaríamos junto a varias de las grandes ciudades que mencionabas antes, en mitad de un paisaje árido sin ningún lugar donde ocultarnos.

Echo un vistazo al mapa y evalúo la amplia extensión de tierra que hay en el centro de Ástrea. Veneno de Dragón tiene razón. Desde aquí, podríamos haber llegado a la Mina de Aire sin ser interceptados antes de liberar la Mina de Fuego, pero ahora somos demasiados. Ya seríamos afortunados si llegásemos al río Savria sin que nadie alertara a la kaiserina de nuestros movimientos.

—¿Y qué hay de la Mina de Agua? —pregunto al cabo de un momento—. Geográficamente es la que está más lejos, pero podríamos seguir por la costa y beneficiarnos de la protección de las montañas. Podríamos pasar por pueblos más pequeños, pero seríamos capaces de sortearlos o contenerlos si fuese necesario, no serían una gran amenaza. Tal vez los Guardianes de Agua no tengan la misma fuerza física que los de Tierra, pero Artemisia es una luchadora feroz y se me ocurren algunos trucos de guerra que hacer con las ilusiones.

Nadie contesta de inmediato, pero todos intercambian miradas.

—Hemos recibido un mensaje de los espías que hemos infiltrado entre los empleados del Theyn —interviene Sandrin—. Parece que le han informado de que el rey Etristo estaba... más que ligeramente contrariado porque huyerais de Sta’Crivero y robarais sus propiedades.

—Erais refugiados —apunto—, no sus propiedades.

Sin embargo, recuerdo que a los refugiados que conocí les encomendaban los peores trabajos, los que nadie más quería, y que les pagaban una miseria. Para los sta’criverianos eran poco más que esclavos.

—No, pero los barcos que robaste, sí —observa—. No obstante, supongo que, en muchos aspectos, lamenta la pérdida del campo de refugiados tanto como la de los barcos.

—Ya —respondo—. Me había olvidado de los barcos. ¿Está muy enfadado?

—Tanto como para conspirar con la kaiserina, más de lo que ya lo hacía antes. Nos hemos enterado de que se producirá un intercambio entre enviados sta’criverianos y kalovaxianos dentro de cinco días.

—Un intercambio —repito despacio—. ¿Un intercambio de qué?

—De tropas sta’criverianas, probablemente —contesta Veneno de Dragón—. Pero, sea lo que sea, el hijo de Etristo, el príncipe Avaric, se encargará en persona de sellar el trato, así que podemos dar por hecho que es importante. El intercambio tendrá lugar en la Mina de Agua. Nuestras fuentes dicen que la llegada de los sta’criverianos está prevista para dentro de cinco días alrededor del mediodía y que el intercambio será al atardecer. Si nos dirigimos allí nos daremos de bruces con ellos.

Algo no encaja, pero tardo unos segundos en comprender qué es.

—No mandarían a Avaric hasta aquí solo para traer tropas. No es un general, no tiene experiencia. Y el ejército de Sta’Crivero es mediocre, como mucho. Tú misma lo dijiste, nunca han tenido que luchar en una guerra. ¿Para qué hacer ningún intercambio?

Maile se encoge de hombros.

—Los soldados son soldados. Y ya nos superan en número.

Niego con la cabeza.

—No tiene sentido. Tiene que haber algo más. ¿Y qué se supone que va a sacar el rey Etristo de todo esto?

—La Mina de Agua —responde Veneno de Dragón—. Nuestro acuerdo se ha ido al garete, pero él está más decidido que nunca a hacerse con ella.

No me sorprende, teniendo en cuenta la grave sequía que asola Sta’Crivero, pero, de algún modo, esa explicación se me antoja todavía más absurda.

—Entonces ¿el rey Etristo manda a su heredero hasta Ástrea, un país devastado por la guerra, para que vuelva solo con una promesa y las manos vacías? No hay ninguna razón por la que el príncipe deba venir en persona.

Sandrin ladea la cabeza.

—¿Creéis que hay algo más?

—Sí —afirmo—. Y no sé qué es, pero si tanto los sta’criverianos como los kalovaxianos lo desean con tanta fuerza, también lo deseo yo. —Hago una pausa y observo el mapa, como si pudiera hallar las respuestas ahí, entre las líneas, los nombres y los caminos—. Podríamos ir directos a una trampa... O podríamos tendérsela nosotros a ellos.

—¿Cómo? —pregunta Veneno de Dragón.

—Con ilusiones. La fortaleza de la Mina de Agua. Si los sta’criverianos llegan a mediodía, ¿cuándo irán a su encuentro los kalovaxianos?

Mi tía y Maile intercambian una mirada.

—La distancia desde la capital es menor —dice la primera—. Irán a caballo, y probablemente solo se trate de un grupo pequeño. Supongo que intentarán llegar más o menos a la misma hora.

Asiento despacio.

—¿Podríamos ponerles trabas durante el viaje? ¿Hacer que pasen unas cuantas horas entre la llegada de los sta’criverianos y la suya?

Mi tía adopta una expresión pensativa.

—Sí, podríamos arreglárnoslas. Podemos mandar unos cuantos espías a los sitios donde paren a descansar, para que dejen escapar sus caballos, les rompan las monturas o les pongan algo en la comida que les haga daño al estómago... ¿Por qué?

—Si conseguimos reducir a las fuerzas sta’criverianas antes de que lleguen los kalovaxianos, podríamos mandar a Artemisia y a otros Guardianes de Agua en su lugar, disfrazados, para interceptar lo que sea que se disponen a intercambiar. Tendríamos que salir lo antes posible para llegar allí antes que los demás, pero...

—¿Y qué hay de Søren? —pregunta Erik en voz baja. Es lo primero que ha dicho en un buen rato; casi me había olvidado de que estaba en la reunión—. Theo, prometiste que haríamos todo lo posible.

Me muerdo el labio. A una parte de mí, nada le gustaría más que irrumpir en la capital con fuego en la punta de los dedos, que quemar a cualquiera y a cualquier cosa que se interpusiera entre Søren y yo. Pero si él estuviera aquí me llamaría estúpida solo por pensar en esa posibilidad.

—El prinz es la última de nuestras prioridades —repone Sandrin antes de que me dé tiempo a abrir la boca.

—De todos modos, lo más probable es que ya esté muerto —añade Veneno de Dragón—. Organizarías el rescate de un cadáver.

—Por lo que a mí respecta, que se pudra —opina Maile con desdén.

El rostro de Erik se deforma de frustración; supongo que se está mordiendo la lengua para no gritar. No lo culpo. No sé a qué se estará enfrentando Søren en estos momentos, pero sé que no puede ser agradable. Sin embargo, a los demás no les falta razón. Es poner la vida de una persona a la altura de las de miles.

—Ya sé lo que prometí, pero ahora mismo Søren no puede ser nuestra prioridad —digo mirando a Erik—. Se fue con Cress para protegernos a los demás, y fue un sacrificio muy noble. Intentar rescatarlo de este modo sería desperdiciar ese sacrificio y estoy segura de que, si le preguntásemos qué hacer, él diría lo mismo.

Observo cómo el dolor y la sorpresa asoman al rostro de Erik, pero enseguida los oculta tras una máscara de piedra que hace que se parezca al káiser, su padre, de un modo alarmante. Sale sin mediar palabra y cierra tras él con un portazo tan fuerte que temo que haya roto la puerta.

Se hace un incómodo silencio que se alarga hasta que lo rompo.

—¿Alguien tiene un plan mejor que el de la Mina de Agua?

—No tienes ningún plan para la Mina del Agua —apunta Veneno de Dragón con gentileza—. Tienes una idea.

—Que tenemos que poner en práctica pronto si queremos que funcione —resuelvo—. Partiremos al alba. Formularemos el resto del plan durante el camino, a no ser que alguien tenga una idea mejor.

Miro a mi alrededor, pero nadie dice nada, ni siquiera Maile.

—Muy bien —continúo—. Avisad a las tropas. Que se reúnan con nosotros en el bosque de Perea lo antes posible. Nos reorganizaremos y atacaremos desde allí.

Encuentro a Erik merodeando por el barracón del despacho. Me está esperando.

—Me dijiste que salvaríamos a Søren —me reprocha en cuanto me ve—. ¡Me lo prometiste!

Lo miro a los ojos y asiento antes de bajar la mirada.

—Ya lo sé —admito—. Pero tienen razón, Erik. Si salvamos a Søren ahora, será a expensas de todos los demás. Además, no hay camino directo a la capital en el que ninguno de nosotros termine con vida. Tienes que ser consciente de ello.

Erik cierra los ojos con fuerza y niega con la cabeza.

—Es mi hermano, Theo. —Se le rompe la voz—. No podemos abandonarlo a su suerte. Lo matarán.

—Eso no lo sabemos —replico, aunque hasta a mí me parece ingenuo por mi parte—. Cress no se lo llevaría hasta la capital solo para matarlo. Eso podría haberlo hecho aquí. Si lo mantiene con vida es por alguna razón.

—Una ejecución pública para un prinz traidor es razón suficiente.

Niego con la cabeza.

—Su legitimidad sobre el trono es débil. En la capital hay muchos que piensan que Søren es el legítimo heredero. Si quiere conservar el trono, su mejor opción es casarse con él.

—Eso son conjeturas.

Me encojo de hombros.

—Lo tuyo también. Pero yo conozco a Cress. Es demas

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