Solsticio de invierno (Gran Temblor 3)

Scarlett Thomas

Fragmento

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1

El anciano director del Colegio Tusitala para Dotados, Problemáticos y Raros suspiró y entró caminando con rigidez en la sala de profesores. Su oscuro despacho, del que apenas salía, desprendía un reconfortante olor a libros, tapices, buen vino y puros. La sala de profesores, sin embargo, era un miasma desagradable de fiambreras olvidadas, café barato, tinta roja, un perfume que evocaba tragedias y todos los aromas inconfundibles de las antiguas mascotas de clase que se habían dado a la fuga.

A esas alturas, ya había un surtido bastante amplio de pequeños mamíferos y aves que, tras perder el control un instante, habían mordido a algún niño (aunque nunca con consecuencias muy graves) o se habían comido a sus propias crías (aunque rara vez en público) y que, por lo tanto, habían abandonado oficialmente la escuela.

— Esconded las cobayas — susurró alguien —. Y tapad a Petrov.

La profesora Beathag Hide (propietaria del perfume trágico) lanzó la capa de un disfraz de vampiro sobre la jaula que contenía el loro del que en teoría se habían deshecho por insultar al inspector de enseñanza. El doctor Cloud­burst y el señor Peters empezaron a meter las jaulas de las cobayas en el armario de objetos perdidos. Por suerte, el anciano director avanzaba con lentitud suficiente para que les diera tiempo de sobra.

Neptuno, el gato del colegio, se desenroscó en su cojín lleno de pelo y se marchó airadamente hacia el armario, con la esperanza de que lo encerraran junto a las cobayas. Tenía bastante maña a la hora de abrir sus jaulas. El señor Peters lo zapeó para que saliera al pasillo principal. Al menos Neptuno no tenía que seguir escondiéndose. Su última fechoría ya había caído en el olvido, así que recientemente había vuelto a aparecer en el folleto informativo del colegio y en el boletín de noticias anual. A los padres les gustaban los gatos.

Ese día, no obstante, al director le eran del todo indiferentes las mascotas y sus pasados innobles.

— Ha llegado la hora — anunció despacio, cuando por fin llegó al centro de la sala — de ultimar nuestro programa para la Feria de Invierno.

Todos refunfuñaron. No era que a la gente no le gustara la Feria de Invierno de Ciudad Antigua. Sí que le gustaba, pero las cosas siempre salían mal durante las ferias, los mercadillos benéficos y las jornadas de puertas abiertas. Era mucho mejor, en opinión de los profesores, tenerlo todo bien estructurado y no salirse del guión: meter a los niños en clase, cerrar las puertas e intentar enseñarles algo, por poco que fuera, antes de que acabara la jornada. Ése, pero en latín, era el lema del colegio, más o menos. O lo habría sido si a alguien se le hubiera ocurrido idear un lema alguna vez.

— Supongo que tenemos algo planeado, ¿no? — quiso sa­ber el director.

— Vamos a enviar a cinco niños a la universidad — respondió la profesora Beathag Hide —. Algunos alumnos de primero manifestaron su deseo de aprender escritura creativa y, como sabe, hemos forjado vínculos con el nuevo escritor residente. Tengo entendido que organizarán talleres destinados a los alumnos afortunados. — Por la forma en que pronunció «alumnos afortunados», no dio la impresión de que fueran demasiado afortunados. Más bien lo contrario, en realidad.

La Universidad de Ciudad Antigua celebraba tradicionalmente su semana de puertas abiertas durante la Feria de Invierno. Había talleres para niños y conferencias abiertas al público para quienes no pudieran permitirse ir a la universidad y quisieran aprender cosas de forma gratuita. Los hermosos edificios antiguos de piedra de color mantequilla se adornaban, tan sólo durante esa semana, con globos de colores.

— Ah, sí — recordó el director —. Un tal Terrence Dark-Heart, ¿me equivoco? — Dedicó a la profesora Beathag Hide una mirada inquisitiva, o todo lo inquisitiva de lo que era capaz a su edad.

— Terrence Deer-Hart — lo corrigió la profesora Beathag Hide —. Sí. Un espantoso autor sensiblero de literatura infantil que ahora, al parecer, está trabajando en una epopeya horrenda para adultos.

—¿Y puede hacerme el favor de recordarme por qué le enviamos a nuestros alumnos? — preguntó el director con tono de cansancio.

— Los demás profesores del departamento son bastante interesantes. Ahora mismo cuentan con Dora Wright, cómo no. El nuevo director de escritura creativa es el profesor Gotthard Forestfloor, el novelista escandinavo del que hablamos la semana pasada, no sé si se acuerda. También está lady Tchainsaw, la poeta vanguardista rusa. El profesor visitante, Jupiter Peacock, también es una persona bastante curiosa; tal vez recuerde que afirma llevar siempre consigo, metido en un frasquito de cerámica tapado con un corcho, el espíritu del escritor antediluviano Hieronymus Moon. Seguro que los niños aprenden algo. Y sólo vamos a enviar a cinco. Los demás se quedarán aquí haciendo manualidades para la Feria de Invierno con los alumnos de la escuela de la señora Joyful.

—¿Y qué me dice del Colegio Beato Bartolo? — preguntó el doctor Cloudburst, con la mirada fija en una probeta que contenía algo reseco y negro pegado en el fondo. Se parecía un poco a los restos de un té que se hubieran quedado olvidados hacía días en la sala de profesores, aunque era probable que se tratase de algo más peligroso —. Me imagino que allí no enviaremos a más niños, ¿verdad?

Daba la impresión de que nadie recordaba en qué consistía el convenio con el Colegio Beato Bartolo ni qué había ocurrido a los niños que lo habían visitado el año anterior. ¿Acaso habían vuelto? Tal vez no.

— Será divertido — afirmó el profesor Peters, jefe del Departamento de Educación Física —. A los niños les gusta divertirse un poco.

Todos lo miraron como si fuera un absoluto mentecato.

Pero tenía razón. A casi todos los niños les gustaba divertirse un poco, y si por diversión entendíamos ver a demonios despedazar a los malos, oír profecías sobre la muerte de sus mejores amigos, estar a punto de morir por quedarse sin energía mágica, tener que enfrentarse a sus peores miedos, luchar contra el mal y viajar a otros mundos de los que quizá jamás regresarían, entonces sí, algunos niños de ese colegio eran verdaderos expertos en divertirse.

— A todo el mundo le encanta la Feria de Invierno — puntualizó el doctor Cloudburst.

Era cierto. Durante la Feria de Invierno, de la noche a la mañana surgían por toda Ciudad Antigua numerosos puestos de castañas asadas, rosquillas fermentadas y mermelada de fruta silvestre. Cualquier tienda que se preciara montaba su propio tenderete. El Emporio Esotérico sacaba algunos de sus vinos reserva más polvorientos y de sus tarros de chucrut más antiguos para ponerlos a la venta al calor de los pequeños hornos, en los que cocían a fuego lento el pan de masa madre que luego venderían recién hecho. Madame Valentin mostraba sus exóticas serpientes, que en esta ocasión planeaban escapar de nuevo. El titiritero exponía sus mejores marionetas, muchas de las cuales daban demasiado miedo para que los niños menores de diez años las miraran siquiera. Por suerte, también había nubes asadas y

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