El monstruoso relato de Prosper Redding (Prosper Redding 1)

Alexandra Bracken

Fragmento

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1

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El día del fundador

 

 

A ver, la cosa es así.

En el gran esquema del universo y del planeta Tierra, la ciudad de Redhood no es más que un puntito. Un puntito muy pero que muy minúsculo. Ni os molestéis en buscarlo en el mapa, porque en la mayoría de ellos ni siquiera sale. En esta ciudad no se ha celebrado ningún juicio por brujería ni se ha iniciado ninguna revolución; tampoco fue aquí donde llegaron los Padres Peregrinos, sino a una roca que está a más de trescientos kilómetros. Para muchos, lo único interesante de Redhood es la familia que fundó este pueblo.

En fin, será mejor que sepáis que los Redding no somos precisamente interesantes. Sí, vale, mi tataraalgo estuvo a punto —a punto de verdad, ¿eh?— de firmar la Declaración de Independencia, pero tuvo la mala suerte de pillar un dolor de garganta que acabó con él apenas dos días después. Un dolor de garganta. Lo siento, ¿vale?, pero es que es una forma muy cutre de morir. Y no creo que haya que felicitarlo por «casi» haber firmado la Declaración. Es como si yo les dijera a mis padres que «casi» he sacado la nota más alta en un examen de mates: total, del 4 al 10 solo van seis puntos, ¿no?

En fin, la cuestión es que mi familia lleva siglos aquí y no parece que quiera irse a ningún lado. Las paredes de la Casita están llenas de retratos de antipáticos antepasados, vestidos con abrigo negro y sombrero. Vamos, que aquí todos los días es como una representación chapucera de Acción de Gracias.

Y debajo de esos retratos hay unas cuantas decenas más: generales de cuatro estrellas, importantes congresistas y varios directores generales. A mi abuela le gusta decir que si alguien de la familia (es decir, ella) decidiera presentarse a la presidencia, la nación entera caería tan rendida a sus pies (los de ella) que renunciaría a esta «molesta democracia» y nombraría monarca (reina) a la presidenta Redding (o sea, a ella).

Los rasgos físicos de mi familia han ido cambiando de una generación a otra, pero no puede decirse lo mismo de Redhood. La verdad es que este lugar no cambia nunca. Para que aquí se haga algo, supongo, son necesarios muchos plenos municipales y muchas votaciones. Por ejemplo, cuando mi abuela —la alcaldesa— accedió finalmente a que llegara a la ciudad la banda ancha, la noticia se publicó en las portadas de todos los periódicos. Antes de ese día, creo que mi abuela no había tocado un ordenador en su vida.

Redhood era como una página arrancada de un viejo libro de historia y olvidada bajo un pupitre. Seguía en el mismo sitio, acumulando polvo, pero nadie la encontraría a menos que la estuviera buscando. Las familias iban y venían, pero a la larga siempre acababan regresando. Y lo peor es que todo el mundo estaba constantemente metiendo las narices en los asuntos de los demás, especialmente en los de mi familia. La ciudad se me hacía cada día más pequeña.

Y, precisamente por eso, me pareció muy raro que nadie más se fijara en el forastero que había llegado a Redhood.

 

 

El día del Fundador todo el mundo iba a pasear por Main Street, bajo las cuerdas repletas de cálidas luces titilantes que colgaban entre la Academia Peregrine S. Redding y el juzgado.

Los escalones de aquellos dos edificios de ladrillo rojo estaban cubiertos de cojines rellenos de paja y sillas plegables. Los habitantes de la ciudad ocupaban hasta el último centímetro cuadrado de espacio para poder ver el Desfile de las Velas por la noche. Los turistas que acudían a Redhood para presenciar aquella famosa celebración se sentían tan fascinados por todo lo que veían que ni siquiera sabían que tenían que reservar asiento antes de la puesta de sol.

Por lo general, yo siempre estaba dispuesto a lo que fuera por largarme de aquel pueblo, pero el día del Fundador es la excepción. Ese día, la ciudad despierta del dulce sopor veraniego y espira la extraña magia que habita en su interior. Se puede notar cómo cambia, cómo deja de ser un lugar rígido como el lomo de un libro para transformarse en un laberinto de balas de heno, coronas y guirnaldas. El aire es fresco y dulzón, y respirarlo es como darle el primer mordisco a una manzana recién cogida del árbol.

Cuando llega la medianoche de ese día de octubre, los árboles de Main Street se iluminan y lo llenan todo de color. Inclinados sobre las calles, crean una deslumbrante bóveda dorada por la mañana, cuando la luz del sol los ilumina. Aún no he encontrado el tono adecuado de pintura para capturar ese instante y puede que nunca lo encuentre. La mayoría de las hojas caídas se recogen y se usan para rellenar espantapájaros que los asistentes a la celebración pueden llevarse a casa.

Lo mejor de todo, sin embargo, es la niebla matutina que se arrastra por las calles y resplandece lo justo para enmascarar todas las cosas feas y podridas de este lugar.

Una gélida brisa se coló bajo la chaqueta de mi uniforme escolar y agitó las puntas de mi cuaderno. Lo sujeté con el puño para evitar que saliera volando y se fuera a hacer compañía a las hojas que el viento arrastraba.

Tendría que haberle sacado punta al lápiz antes de salir de la academia. Cuando traté de dibujar a unos niños que jugaban a lanzar anillas al tallo de una calabaza, me salieron todos con aspecto de trols de juguete. No muy lejos de allí, sus padres los observaban congregados en grupitos ante la carpa de rayas blancas y naranjas que el café Pilgrim’s Plate había montado para vender tartas, pastelillos y rosquillas de sidra.

Creo que ese fue el motivo de que me fijara en él. No formaba parte de ninguno de aquellos grupitos de unidades parentales que bebían sidra caliente. No, el forastero estaba al otro lado de la calle, junto al carro en el que vendían castañas asadas que desprendían un aroma dulzón. Era delgado como un palo de escoba y, si hubiera tenido que dibujar su rostro, habría empezado por la larga nariz. Adoptó una expresión desdeñosa cuando alguien quiso pasarle un trozo de papel para que lo arrojara a la alegre hoguera que ardía en el centro de la plaza.

Iba vestido de Padre Peregrino, pero, por triste que eso parezca, la verdad es que tampoco era tan raro. Eran muchos los que se disfrazaban en Redhood el día del Fundador, especialmente los ancianos. Supongo que porque a los viejos les encantan esos enormes sombreros de hebilla y esas camisas blancas con chorreras.

Me fijé en el sombrero de paja que llevaba, de ala ancha, y luego en sus zapatos. Sin abrillantar y sin hebillas. Tenía suerte de que mi abuela no estuviera por allí,

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