El piso mil 3 - Cielo infinito

Katharine McGee

Fragmento

AVERY

Tres meses antes

Avery tamborileaba nerviosamente con los dedos sobre el reposabrazos del helicóptero de la familia. Al notar que su novio la observaba, levantó la vista.

—¿Por qué me miras así? —le preguntó, burlona.

—¿Así cómo? ¿Como si quisiera besarte? —Max respondió a su propia pregunta inclinándose para plantarle un beso en los labios—. Puede que no te hayas dado cuenta, Avery, pero siempre tengo ganas de besarte.

—Por favor, prepárense para aterrizar en Nueva York —intervino el piloto automático del helicóptero, que proyectó el aviso por medio de unos altavoces ocultos. Tampoco era que Avery necesitase esa información; llevaba todo el viaje pendiente del trayecto.

—¿Estás bien? —Max la estudió con una mirada cálida.

Avery se agitó, sin saber muy bien qué explicación darle. Lo último que quería era que Max pensara que estaba angustiada por él.

—Es solo que... han sucedido muchas cosas mientras he estado fuera. —Había transcurrido mucho tiempo. Siete meses, el período más largo que había pasado fuera de Nueva York en sus dieciocho años de vida.

—Incluido yo. —Max desplegó una sonrisa cómplice.

—Sobre todo tú —confirmó Avery, que imitó su expresión.

La Torre no tardó en agrandarse hasta dominar las vistas que ofrecían las ventanillas de flexiglás. Avery la había contemplado desde esta perspectiva en infinidad de ocasiones (durante los años que había pasado viajando con su familia, o con su amiga Eris y sus padres), aunque nunca había reparado en lo mucho que se parecía a una inmensa lápida de cromo. Como la lápida de Eris.

Avery apartó esa idea de su cabeza. En su lugar, se centró en la luz otoñal que bailaba sobre las aguas agitadas del río, bruñendo la antorcha dorada de la Estatua de la Libertad, antaño tan alta y hoy empequeñecida de forma ridícula por su colosal vecina, la megatorre de mil pisos que brotaba de la superficie de hormigón de Manhattan. La Torre que la empresa de su padre había ayudado a construir, en la que los Fuller ocupaban la planta superior, el ático más espacioso del mundo entero.

Avery dejó caer la mirada hasta los barcos y los autocares que ronroneaban abajo, los monorraíles suspendidos en el aire como delicadas hebras de tela de araña.

Había dejado Nueva York en febrero, poco después de la inauguración del nuevo complejo residencial vertical que su padre había levantado en Dubái. Aquella fue la noche en que Atlas y ella decidieron que no podían estar juntos, por mucho que se amaran. Porque, aunque no fueran parientes consanguíneos, Atlas era el hermano adoptivo de Avery.

En aquel momento Avery creyó que su mundo se caía a pedazos. O tal vez ella se quedó hecha pedazos, tan infinitesimalmente diminutos que terminó por convertirse en la protagonista de aquella canción infantil, la que después ya no tenía manera de recomponerse. Estaba segura de que moriría de pena.

Había sido una ingenua al pensar que aquella herida en el corazón acabaría con su vida, pero así era como lo sentía entonces.

Pese a todo, el corazón es un pequeño órgano extraño, obstinado, elástico. Al darse cuenta de que sobreviviría, comprendió que quería marcharse, alejarse de Nueva York, de los recuerdos dolorosos y de las caras conocidas. Igual que había hecho Atlas.

Ya había solicitado entrar en el programa de verano de Oxford; después solo había tenido que ponerse en contacto con la oficina de admisión y preguntar si podría trasladarse pronto, a tiempo para el semestre de primavera. Se había reunido con el decano de la Berkeley Academy a fin de pedir los créditos del instituto que necesitaba para los cursos académicos de Oxford. Por supuesto, en todo momento se le allanó el camino. Como si alguien fuera a negarle algo a la hija de Pierson Fuller.

No obstante, la única persona que se oponía a ella era el propio Pierson.

—¿Qué es todo esto, Avery? —le preguntó cuando ella le mostró la documentación del traslado.

—Necesito marcharme. Irme lejos de aquí, a algún lugar que no me traiga ningún recuerdo.

La mirada de su padre se ensombreció.

—Sé que la echas de menos, pero esto me parece excesivo.

Cómo no. Su padre daba por hecho que esto se debía a la muerte de Eris. Y así era, en parte, pero además Avery estaba triste por Atlas.

—Solo necesito pasar una temporada fuera de Berkeley. Todos me miran por los pasillos, cuchichean a mis espaldas —insistió, y decía la verdad—. Solo quiero alejarme de esto. Ir a algún lugar donde nadie me conozca, y donde yo no conozca a nadie.

—Te conocen en todo el mundo, Avery. Y quien no te conozca aún, te conocerá pronto —le recordó su padre en un tono comprensivo—. Iba a decírtelo... Este año voy a presentarme a la alcaldía de Nueva York.

Avery se lo quedó mirando por un instante, muda de puro asombro. Aunque no tendría que haberse sorprendido tanto. A su padre nunca le bastaba con lo que tenía. Cómo no, ahora que era el hombre más rico de la ciudad, querría ser también el más destacado.

—Volverás el próximo otoño, para las elecciones —le dijo Pierson. No era una pregunta.

—Entonces ¿puedo ir? —inquirió Avery, y notó un profundo alivio en el pecho, casi mareante.

Su padre suspiró y empezó a firmar los papeles de la autorización.

—Algún día, Avery, entenderás que no sirve de mucho huir de las cosas si al final vas a tener que volver y enfrentarte a ellas.

La semana siguiente, Avery y una esforzada banda de bots de traslado avanzaban por las calles estrechas de Oxford. Las residencias estaban completas en pleno semestre, pero Avery había publicado un anuncio anónimo en los tablones de anuncios de la escuela y había encontrado una habitación en una cabaña situada fuera del campus con un espléndido jardín descuidado en la parte de atrás. Hasta incluía una compañera de cuarto, una estudiante de Poesía que se llamaba Neha. Y, también, una casa llena de chicos en la puerta de al lado.

Avery se integró muy bien en la vida de Oxford. Le encantaba lo antiguo que parecía todo: que sus profesores escribieran en tableros verdes con unos curiosos lápices blancos; que los demás la mirasen a la cara cuando le hablaban, en lugar de llevar los ojos en todas direcciones constantemente para consultar los agregadores. Aquí casi nadie tenía las lentes de contacto digitales que Avery llevaba usando toda la vida. En Oxford las conexiones eran tan inestables que había terminado quitándoselas y viviendo como una humana premoderna, sin más ayuda que la de una tableta para comunicarse. Le agradaba lo pura y despejada que notaba ahora la vista.

Una tarde, mientras trabajaba en un ensayo para la clase de Arte de Asia Oriental, se distrajo con los ruidos que procedían de la puerta contigua. Sus vecinos estaban dando una fiesta.

En Nueva York se habría limitado a activar el silenciador, el dispositivo que bloqueaba las ondas sonoras del ambiente, generando así una pequeña burbuja de tranquilidad incluso en los lugares más ruidosos. En realidad, esto no habría ocurrido en Nueva York porque allí Avery no tenía vecinos; tan solo contaba con la compañía del cielo, que rodeaba por completo el apartamento de los Fuller.

Se tapó los oídos con las manos en un intento por concentrarse, pero el escándalo de los gritos y las risas no paraba de aumentar. Al cabo de un rato, se levantó y se dirigió a la puerta de al lado, sin importarle que fuese vestida con unos pantalones cortos deportivos, ni que llevase la melena de color miel recogida en un moño y fijada con una horquilla con forma de tortuga que Eris le había dado años atrás.

Fue entonces cuando vio a Max.

Estaba en medio de un grupo, en el patio, contando una historia con fervor. Tenía un greñudo cabello moreno que se erizaba en todas direcciones y llevaba un jersey azul a juego con unos tejanos, algo por lo que las chicas de Nueva York se habrían burlado de él sin piedad. Pero para Avery denotaba una impaciencia evidente, como si tuviera cosas más importantes de las que preocuparse que el mundano asunto del vestuario.

De pronto, se sintió ridícula. ¿Qué pretendía hacer, presentarse aquí y regañar a sus vecinos por pasárselo bien? Dio un paso atrás, justo en el momento en que el chico que estaba contando la historia levantó la mirada, directa hacia sus ojos. Él sonrió con complicidad. Después llevó la vista más allá de ella y siguió hablando sin perder el hilo de la narración.

Esto fastidió bastante a Avery. No estaba acostumbrada a que la ignorasen.

—Por supuesto que votaría por el referéndum, si pudiera votar aquí —estaba diciendo el chico. Tenía acento alemán, y su tono ascendía y descendía impulsado por un torrente de emociones—. Londres debe expandirse hacia arriba. Una ciudad es un ser vivo; si no crece, enferma y muere.

Avery supo que estaba hablando de la propuesta de ley de su padre. Tras años presionando al Parlamento británico, Pierson Fuller había conseguido por fin su referéndum nacional, con el que se determinaría si Gran Bretaña demolería su capital y la reconstruiría bajo la forma de una grandiosa supertorre. Muchas ciudades habían adoptado ya esta solución alrededor del mundo (Río, Hong Kong, Pekín, Dubái y, por supuesto, Nueva York, la primera de todas, hacía dos décadas), pero algunas de las antiguas capitales europeas se mostraban más reticentes.

—Yo votaría que no —intervino Avery. No era la opinión más popular entre los jóvenes, y su padre la habría escuchado con consternación, pero ella sentía el deseo contumaz de llamar la atención de este chico. Y, además, había dicho la verdad.

Él realizó una extraña reverencia en actitud irónica hacia ella, invitándola a continuar.

—Lo digo porque Londres ya no volvería a ser Londres —prosiguió Avery. Se convertiría en otra más de las lustrosas ciudades automatizadas de su padre, en otro mar vertical de habitantes anónimos.

Unas arrugas agradables rodearon los ojos del chico cuando sonrió.

—¿Has visto la propuesta? Hay todo un ejército de arquitectos y diseñadores para garantizar que el ambiente de Londres permanezca intacto, que sea incluso mejor que antes.

—Pero en realidad nunca ocurre así. Cuando vives en una torre, la atmósfera de conexión, de espontaneidad, no es tan auténtica. No es... —extendió las palmas de las manos, impotente—... como esto.

—¿Como colarse en fiestas ajenas? No sé por qué, me da que la gente también puede hacer esas cosas en los rascacielos.

Avery sabía que tendría que haberse puesto roja de vergüenza, pero en vez de eso, rompió a reír.

—Maximilian von Strauss. Llámame Max —se presentó el chico. Acababa de terminar su primer año en Oxford, según le explicó, donde estudiaba Economía y Filosofía. Quería sacarse el doctorado y obtener una plaza de profesor, o convertirse en escritor de enrevesados libros sobre economía.

Sin duda, Max tenía algo de anticuado, pensó Avery; se sentía como si hubiera llegado aquí procedente del futuro, a través de algún tipo de portal. Tal vez fuese su formalidad. En Nueva York todo el mundo parecía calibrar su superioridad en función de lo desdeñosos o cínicos que fueran. Max no tenía ningún inconveniente en demostrar que las cosas le importaban, con franqueza y sin ironía.

Pocos días después, Avery y él ya pasaban juntos casi todo su tiempo libre. Estudiaban en la misma mesa de la biblioteca Bodleiana, rodeados de los lomos ajados de las novelas antiguas. Se sentaban fuera del pub local, donde escuchaban la música de las bandas de estudiantes aficionados, o el canto apacible de las langostas en las noches cálidas de verano. Y ni una sola vez rebasaron los límites de la amistad.

Al principio, Avery se lo tomó a modo de experimento. Max era como aquellas vendas que se utilizaban antes de que se inventara el medilector; la ayudaba a olvidar el profundo dolor que aún sentía tras haber perdido a Atlas.

Pero, con el tiempo, dejó de interpretarlo como un mero apósito para empezar a verlo como algo real.

Una noche iban caminando junto al río de regreso a casa, dos siluetas recortadas contra el tapiz de los árboles por la luz del crepúsculo. El viento arreciaba, levantando ondas en la superficie del agua. A lo lejos, las arcadas de caliza blanca de la universidad despedían un pálido resplandor azulado bajo la luz de la luna.

Avery acercó su mano con timidez a la de Max. Notó que él se sobresaltaba un tanto.

—Creía que tenías novio en Nueva York —adujo él, como si estuviera respondiendo a alguna pregunta que ella le hubiera formulado, y quizá así había sido.

—No —dijo Avery a media voz—. Solo... estaba recuperándome por algo que había perdido.

Max detuvo sus ojos negros en los de ella, recogiendo el resplandor de la luna.

—¿Y ya lo has superado?

—No del todo.

Ahora, sentada en los amplios y lujosos asientos del helicóptero de su padre, se arrimó a Max. Los cojines estaban tapizados con un dinámico patrón de azules marinos y dorados que, si se examinaba en detalle, componía una serie de efes cursivas entrelazadas. Incluso la moqueta lucía la inicial de la familia.

Se preguntó, por enésima vez, qué pensaría Max de todo aquello. ¿Cómo afrontaría el encuentro con sus padres? Ella ya había conocido a la familia de él, este verano, durante un fin de semana en Wurzburgo. La madre de Max era profesora de Lingüística y su padre escribía novelas, relatos de misterio repletos de suculentos detalles escabrosos donde eran asesinadas al menos tres personas por libro. Ninguno de los dos hablaba inglés con fluidez. Se limitaron a deshacerse en abrazos con ella, sirviéndose del peregrino traductor automático de las lentes de contacto, el cual, a pesar de que llevaba años recibiendo actualizaciones, seguía haciendo que sus usuarios parecieran hablar como párvulos ebrios.

—Es porque los idiomas tienen muchas músicas —intentó explicar la madre de Max, lo que Avery interpretó como matices y significados.

Por lo demás, se arreglaban muy bien a base de gestos y risas.

Avery sabía que la actitud de sus padres sería muy distinta. Los quería, desde luego, pero tanto ella como ellos habían marcado siempre las distancias. A veces, cuando era más joven y veía a sus amigas en compañía de sus madres, sentía el dolor candente de los celos, del modo en que Eris y su madre daban vueltas por Bergdorf cogidas del brazo, compartiendo risitas cómplices, casi como amigas en lugar de como madre e hija. Incluso envidiaba la relación que mantenían Leda y su madre, que aunque eran conocidas por sus discusiones explosivas, después siempre se echaban a llorar, se abrazaban y hacían las paces.

Los Fuller no manifestaban su afecto de esa manera. Cuando Avery era pequeña, nunca la achuchaban ni se sentaban junto a ella cuando caía enferma. Tal y como ellos lo veían, para eso estaba el servicio. Que ellos no fueran unos sensibleros no quería decir que la quisieran menos, se recordó Avery. Aun así, a veces se preguntaba cómo sería tener unos padres con los que poder salir a dar una vuelta, con los que poder dejar a un lado las formalidades.

Sus padres sabían que estaba saliendo con un chico, y habían dicho que tenían muchas ganas de conocerlo, pero ella temía que en cuanto vieran a Max, con su indisimulado desaliño alemán, le cerraran la puerta en las narices. Ahora que su padre se presentaba a la alcaldía de Nueva York, parecía estar más obsesionado que nunca con la imagen que proyectaba la familia. Significara lo que significase eso.

—¿En qué piensas? ¿Te preocupa que no les guste a tus amigos? —le preguntó Max, acertando casi de pleno.

—Claro que les vas a gustar —aseguró ella con rotundidad.

Aunque ahora mismo no sabía qué esperar de sus amigos, sobre todo de su mejor amiga, Leda Cole. Cuando Avery se marchó, la pasada primavera, Leda no se encontraba precisamente en su mejor momento.

—Me hace muy feliz que hayas venido conmigo —añadió.

Max solo pasaría unos días en Nueva York antes de regresar para empezar su segundo año en Oxford. Para Avery significaba mucho que hubiera atravesado el océano por ella, para conocer tanto a las personas que más le importaban como la ciudad de la que procedía.

—Como si fuera a desaprovechar la ocasión de pasar más tiempo contigo. —Max estiró el brazo para acariciarle los nudillos con el pulgar. Una fina pulsera tejida, en recuerdo de un amigo de la infancia que había fallecido muy joven, se deslizó por su muñeca. Avery le apretó la mano.

Se inclinaron de lado varios grados, a merced de la corriente de aire proyectada por las fachadas de la Torre. El helicóptero, incluso con los lastres que llevaba distribuidos para enfrentarse a las turbulencias, no podía evitar zarandearse con ese viento tan fuerte. Avery se agarró e instantes después apareció ante ellos la boca del helipuerto: conectada con la pared de la Torre en perfectos ángulos de noventa grados, austera, dura y reluciente, y parecía decir a gritos que era nueva. Qué distinta era de Oxford, donde las azoteas curvadas e irregulares se elevaban hacia un cielo del color del vino.

El helicóptero descendió hasta la plataforma, revolviendo el cabello de las personas que lo esperaban. Avery parpadeó sorprendida. ¿Qué hacía allí toda aquella gente? Se apretaban unos contra otros, sosteniendo en las manos pequeños capturadores de imágenes cuyos objetivos destellaban como ojos ciclópeos. Tal vez fuesen vloggers o periodistas de la i-Net.

—Parece que Nueva York se alegra de tu regreso —observó Max, arrancándole una sonrisa apagada a Avery.

—Lo siento. No tenía ni idea. —Estaba acostumbrada a que de vez en cuando algún bloguero del mundo de la moda tomase una foto de su atuendo, pero no se parecía en nada a esto.

Entonces vio a sus padres, y en ese momento supo de quién era la culpa. Su padre había decidido convertir su vuelta a casa en un acto de relaciones públicas.

La puerta del helicóptero se abrió y la escalerilla se desplegó como un acordeón. Avery intercambió una última mirada con Max antes de descender.

Elizabeth Fuller se acercó deprisa, vestida con un traje de gala a medida y zapatos de tacón alto.

—¡Bienvenida a casa, cariño! Te hemos echado de menos.

Avery optó por olvidar lo mucho que le molestaba que el reencuentro se estuviera dando en estas circunstancias, bajo el calor y con el barullo del helipuerto atestado. Se olvidó de todo salvo del hecho de que volvía a tener a su madre con ella después de tantos meses separadas.

—¡Yo también os he echado de menos! —exclamó mientras le daba un fuerte abrazo.

—¡Avery! —Su padre se apartó de Max, que le había estrechado la mano—. ¡Cuánto me alegro de que hayas vuelto!

También él le dio un abrazo a Avery, que cerró los ojos mientras le devolvía el gesto, hasta que su padre la hizo girarse con destreza para que las cámaras pudieran encuadrarla mejor. Él dio un paso atrás, con el aire elegante y satisfecho que le otorgaba su inmaculada camisa blanca, henchido de orgullo. Avery intentó ocultar su desilusión porque su padre hubiera convertido su regreso en un espectáculo y porque los medios lo hubieran complacido.

—¡Gracias a todos! —declaró con su voz potente y agradable para aquellos que los estaban grabando. Avery no sabía muy bien qué tenía que agradecerles, pero a juzgar por la expresión de los reporteros que asentían, tampoco parecía importar mucho—. Estamos emocionados de que nuestra hija, Avery, haya regresado después de pasar un semestre en el extranjero, ¡justo a tiempo para las elecciones! Estará encantada de responder a algunas preguntas —añadió su padre mientras le daba un empujoncito hacia delante.

En realidad, no le apetecía en absoluto, pero no le quedaba elección.

—¡Avery! ¿Qué es lo que se lleva ahora en Inglaterra? —gritó uno de los periodistas, un bloguero del mundo de la moda al que Avery reconoció.

—Em... —Por mucho que repitiera que ella no era ninguna fashionista, nadie parecía creerla.

Deslizó una mirada suplicante hacia Max (quien tampoco podía ofrecerle mucha ayuda) y se fijó en el cuello de su camisa de franela. Los botones que subían hacia el cuello eran de color castaño, salvo uno, que era mucho más claro, de un suave tono pardo. Max debía de haber perdido ese botón y lo había reemplazado por otro, sin importarle que no hiciera juego con los demás.

—Los botones rebeldes —soltó—. Quiero decir, los botones que no combinan. A propósito.

Max la miró a los ojos, con una ceja enarcada en un gesto festivo. Avery se obligó a apartar la mirada de él para no romper a reír.

—¿Y este quién es? ¿Tu nuevo novio? —preguntó otro de los blogueros, haciendo que el grupo centrara su atención con avidez en Max. Este encogió los hombros con ademán afable.

Avery no pudo evitar darse cuenta de que el gesto de sus padres se había endurecido después de que se fijaran mejor en Max.

—Sí. Este es mi novio, Max —anunció.

Su declaración levantó un cierto tumulto, y antes de que Avery tuviera ocasión de añadir nada más, Pierson la rodeó con un brazo protector.

—¡Gracias por su apoyo! Estamos muy emocionados por volver a tener a Avery en Nueva York —repitió—. Y ahora, si nos disculpan, agradeceríamos un poco de intimidad familiar.

—¿Botones rebeldes? —Max se colocó a su lado—. Me pregunto de dónde te habrás sacado eso.

—Deberías darme las gracias. Acabo de convertirte en el chico más estiloso de Nueva York —bromeó Avery al tiempo que lo tomaba de la mano.

—¡Exacto! ¿Cómo voy a soportar ahora tanta presión?

Mientras caminaban hacia el deslizador que los esperaba, en la cabeza de Avery resonó el último comentario de su padre: «Un poco de intimidad familiar». Sin embargo, ahora mismo ellos no eran una familia, porque les faltaba alguien muy importante.

Avery sabía que no debería estar pensando en él, pero no podía evitar preguntarse qué estaría haciendo Atlas, en la otra punta del mundo.

LEDA

¿A que es agradable? —tanteó la madre de Leda Cole, con el tono avivado por un optimismo irreductible.

Leda deslizó una mirada breve e indiferente alrededor. Ilara y ella estaban sumergidas hasta la cintura en unas aguas cálidas, rodeadas de los irregulares cantos rodados de la Laguna Azul. El techo de la planta 834 se elevaba sobre ellas, coloreado de un jovial añil que contrastaba con el humor de Leda.

—Mucho —masculló esta, sin darle la menor importancia al gesto dolido que contrajo las facciones de su madre. Hoy no quería haber salido. Estaba de maravilla en su habitación, en compañía de su flamante y solitaria tristeza.

Leda sabía que su madre solo intentaba ayudarla. Se preguntaba si esta salida forzosa habría sido una recomendación del doctor Vanderstein, el psiquiatra que las trataba a las dos.

«¿Por qué no os regaláis una “escapada de chicas”?», podía oírle decir Leda mientras simulaba unas comillas con los dedos. Ilara habría recibido la idea con entusiasmo. Habría hecho cualquier cosa por acabar con el persistente mal humor de su hija.

Un año atrás habría funcionado. Eran pocas las veces que Ilara podía compartir su tiempo con Leda; esta habría agradecido tener la oportunidad de salir un rato con ella. Además, a la Leda de antes siempre le entusiasmaba ir a un spa o un restaurante nuevos antes que nadie.

La Laguna Azul había abierto hacía tan solo unos días. Tras el inesperado terremoto del año anterior, el cual provocó que media Islandia se deslizase hacia el mar, una empresa de desarrollo le había comprado la laguna, ahora sumergida, al desconcertado Gobierno islandés a precio de ganga. Habían pasado meses extrayendo hasta el último guijarro de roca volcánica, para después enviarlo todo a Nueva York y recrearlo allí, piedra a piedra.

Típico de los neoyorquinos, siempre decididos a hacer que el mundo viniera a ellos, como si ni siquiera consideraran la idea de salir de su diminuta isla. «Todo lo que tengáis», parecían decirles a los demás habitantes del mundo, «volveremos a hacerlo nosotros aquí, y mejor».

Leda solía mostrar ese mismo tipo de confianza templada en sí misma. Era la que lo sabía todo acerca de todos, quien levantaba habladurías y hacía favores, quien intentaba moldear el universo a su voluntad. Pero eso era antes.

Movió una mano con desinterés bajo el agua, preguntándose si la tratarían con partículas modificadoras de la luz para darle ese imposible color azul. Al contrario que la laguna original, esta no incluía una fuente termal en su interior. Solo era agua del grifo calentada, enriquecida con vitaminas y un poco de aloe, en principio una solución mucho mejor que las fétidas sustancias sulfúricas originales.

Además, a Leda le había llegado el rumor de que los administradores de la laguna liberaban relajantes ilegales en el ambiente; nada grave, solo los necesarios para hacerse con el 0,02 por ciento de la composición del aire. Bueno, ahora mismo no le vendría nada mal relajarse un poco.

—He visto que ha vuelto Avery —se aventuró Ilara, rompiendo con el nombre el escudo de aletargamiento con el que Leda se protegía.

Le había sido fácil no pensar en Avery mientras esta se encontraba en Inglaterra. Avery no acostumbraba a entablar videochats; mientras Leda le respondiese a los mensajes que de vez en cuando le escribía en línea, Avery pensaba que todo iba bien. Pero ¿y si ver de nuevo a Avery hacía que resurgieran todos aquellos recuerdos, los que se empeñaba en ignorar, los que había enterrado en lo más hondo de su ser, en la oscuridad absoluta?

«No», dijo para sí. Avery no tendría más interés que ella en rememorar el pasado. Ahora estaba con Max.

—He oído que se ha echado un novio nuevo. —Ilara jugueteó con la correa de su bañador negro—. ¿Tú sabes algo sobre él?

—No mucho. Que se llama Max.

Su madre asintió. Ambas sabían que la Leda de antes habría entrado en ebullición al oír la pregunta, que habría expuesto múltiples conjeturas y especulaciones acerca de Max, y que habría opinado sobre si era lo bastante bueno o no para su mejor amiga.

—¿Y tú, Leda? Últimamente no te he oído hablar de ningún chico —continuó su madre, aunque supiera muy bien que su hija llevaba sola todo el verano.

—Eso es porque no hay nada de lo que hablar. —Leda tensó la mandíbula y se introdujo un poco más en el agua.

Ilara titubeó, hasta que al cabo de poco pareció decidir que debía ahondar en la cuestión.

—Sé que todavía no has olvidado del todo a Watt, pero tal vez sea hora de...

—¿En serio, mamá? —bufó Leda.

—Has pasado un año muy duro, Leda, ¡solo quiero que seas feliz! Y Watt... —se interrumpió—. Nunca llegaste a contarme qué fue lo que te pasó con él.

—No quiero hablar de eso.

Antes de que su madre tuviera ocasión de insistir, Leda cogió aire y sumergió la cabeza en la laguna, sin importarle que aquellas extrañas vitaminas le apelmazasen el pelo. El agua fluía cálida y su quietud resultaba agradable, ahogaba cualquier ruido. Deseó poder quedarse sumergida para siempre allí, donde no había fracasos ni sufrimiento, errores ni malentendidos, y tampoco decisiones equivocadas. «Lávame y me quedaré limpia», recitó para sí al recordar las lecciones de la escuela dominical, aunque Leda nunca quedaría limpia, no si permanecía escondida para siempre. No después de lo que había hecho.

Primero había pasado todo lo de Avery y Atlas. Ahora costaba creerlo, pero a Leda le gustaba Atlas (de hecho, incluso llegó a pensar, tonta de ella, que lo quería). Hasta que descubrió que Avery y él estaban juntos en secreto. Se estremeció al recordar el enfrentamiento que mantuvo con Avery al respecto en la azotea, aquella noche en la que todo se torció tanto.

Su amiga Eris había intentado tranquilizar a Leda, pese a que esta le advirtiera a gritos que no se entrometiese. Cuando Eris se acercó, Leda la apartó de un empujón, de tal forma que, sin pretenderlo, la hizo caer Torre abajo.

Después de aquello, no era de extrañar que Avery quisiera marcharse de Nueva York. Y eso que no conocía todos los detalles de la historia. Solo Leda había averiguado la parte más turbia y vergonzosa de la verdad.

Eris era hermanastra de Leda.

Leda lo supo el invierno anterior, por la exnovia de Eris, Mariel Valconsuelo. Esta se lo había contado durante la fiesta de inauguración de la nueva torre de Dubái, justo antes de que drogase a Leda y la diera por muerta, dejándola abandonada en la orilla cuando subía la marea.

La verdad de la confesión de Mariel resonó en la cabeza de Leda con una contundencia enfermiza. Tenía mucho más sentido que lo que ella creía que estaba pasando, que Eris tenía una aventura en secreto con el padre de Leda. En vez de eso, Eris y Leda tenían el mismo padre; y aun peor, Eris ya sabía la verdad antes de morir. Leda lo entendía todo ahora. Era lo que Eris había estado intentando contarle, aquella noche en la azotea, lo que Leda malinterpretó tan trágicamente.

Saber que había matado a su hermana le quemaba las entrañas. Sentía deseos de golpearse y gritar hasta que la tierra la engullera. No lograba conciliar el sueño, atormentada por las visiones de una Eris lastimera que, detenida en la azotea, la miraba torvamente con aquellos ojos moteados de ámbar.

Solo había una manera de aliviar un dolor tan grande, y Leda había jurado no volver a considerarla nunca más. Pero no podía evitarlo. Con la voz temblorosa, Leda llamó a su antiguo camello.

Empezó a tomar cada vez más pastillas, mezclándolas y combinándolas con asombrosa despreocupación. Le daba igual lo que se metiera mientras le sirviera para adormecerse. Hasta que un día, como en el fondo ya debía de imaginarse que terminaría por suceder, ingirió un puñado de más.

Nadie supo de ella durante todo un día. Cuando su madre la encontró a la mañana siguiente, estaba hecha un ovillo en su cama, con los tejanos y los zapatos todavía puestos. En algún momento había sufrido una hemorragia nasal. La sangre se había escurrido por su camisa para después cuajarse y formar costras viscosas sobre el pecho. Notaba la frente húmeda y pegajosa a causa del sudor.

—¿Dónde has estado? —gritó su madre, horrorizada.

—No lo sé —admitió Leda. Sintió un aleteo en el hueco del pecho que antes ocupaba su corazón. Lo último que recordaba era que se había colocado con su antiguo camello, Ross. No tenía ni idea de qué más podría haber hecho en las últimas veinticuatro horas; ni siquiera sabía cómo se las habría arreglado para volver a casa.

Sus padres la enviaron a rehabilitación, espantados por que hubiera intentado suicidarse. Tal vez, a nivel del subconsciente, sí que lo hubiera deseado. No habría hecho más que ponerle fin a lo que Mariel había empezado.

Después, para su sorpresa, supo que Mariel también había muerto.

Tras aquel terrible enfrentamiento en Dubái, Leda configuró una alerta en la i-Net para destacar todas las menciones del nombre de Mariel. Lo último que esperaba encontrarse era una esquela. Pero un día, en rehabilitación, se encontró con la necrológica en la bandeja de entrada: «Mariel Arellano Valconsuelo, de 17 años, se ha reunido con nuestro Señor. La sobreviven sus padres, Eduardo y Marina Valconsuelo, y su hermano, Marcos...».

«Se ha reunido con nuestro Señor». Esta fórmula sonaba aún más ambigua que la clásica «ha fenecido» o «ha muerto de forma inesperada». Leda no tenía ni idea de qué le habría ocurrido a Mariel, si habría sufrido un accidente o si habría contraído de pronto una enfermedad letal. Quizá ella también hubiera empezado a consumir drogas, debido a la pena que le habría causado la pérdida de Eris, o al arrepentimiento por lo que le había hecho a Leda en Dubái.

Al conocer la noticia del fallecimiento de Mariel, un nuevo y escalofriante temor empezó a hacer presa en Leda. De alguna manera, se presentaba como una suerte de presagio, como un terrible augurio de lo que estaba a punto de suceder.

—Tengo que recuperarme —le dijo a la doctora aquella tarde.

La doctora Reasoner sonrió.

—Por supuesto, Leda. Es lo que todos queremos para ti.

—No, no me entiende —insistió Leda, casi desesperada—. Estoy atrapada en este círculo vicioso de dolor, y quiero escapar de él, ¡pero no sé cómo!

—La vida es dura, y acceder a las drogas es muy fácil. Te aíslan de la vida real, impiden que sientas las cosas con demasiada intensidad —señaló la doctora Reasoner en un tono sereno.

Leda tomó aire, deseando poder explicar que el suyo no era un simple problema de drogas. Era la negrura que se arremolinaba en ella lo que parecía arrastrarla de forma inexorable, tanto a ella como a quienes la rodeaban.

—Leda —prosiguió la doctora—, tienes que cortar los patrones emocionales que provocan tu adicción y empezar de cero. Por eso, he recomendado que tus padres te envíen a un internado una vez que termines tu tratamiento aquí. Tienes que volver a empezar.

—¡No puede mandarme a un internado! —Leda no soportaba la idea de estar lejos de sus amigos, ni de su familia, por muy desestructurada y debilitada que estuviera.

—En ese caso, la única forma que tienes de escapar de ese círculo es someterte a una conversión total y absoluta.

La doctora Reasoner le explicó que debería amputar las partes envenenadas de su vida, como si fuese una cirujana armada con un escalpelo, para después seguir adelante solo con las partes sanas. Debía cortar con todo aquello que pudiera desencadenar un comportamiento problemático, y transformarse.

—¿Y mi novio? —susurró Leda, extrayendo un suspiro de la doctora Reasoner. Esta había conocido a Watt aquel mismo año, cuando él acompañó a Leda para ingresar en la clínica de rehabilitación.

—Diría que Watt es el peor desencadenante de todos.

Pese a que el dolor no le permitiera discurrir con total claridad, Leda estaba de acuerdo con la doctora. Watt la conocía, sabía cómo era de verdad, sabía que bajo su urdimbre de engaños ocultaba sus inseguridades y sus miedos, las cosas horribles que había hecho. Watt solo veía a la Leda de antes, pero ella necesitaba centrarse en la Leda que estaba renaciendo.

Así que cuando terminó la rehabilitación, rompió con Watt para siempre.

Los pensamientos de Leda se vieron interrumpidos por la luz roja de una notificación que parpadeaba en un rincón de su campo visual.

—¡Mira! ¡Es la hora del masaje! —exclamó Ilara, que miró esperanzada a su hija.

Leda intentó forzar una sonrisa, aunque en realidad ya no daba importancia a los masajes. Eran algo más propio de la antigua Leda.

Vadeó la laguna tras su madre, dejando atrás las instalaciones de las mascarillas de barro y el bar de hielo tallado, hasta que llegaron a la zona acordonada que se reservaba para los tratamientos de spa privados. Atravesaron una barrera sonora invisible que acalló de inmediato las risas y las voces de la Laguna Azul para reemplazarlas por una música de arpa proyectada a través de unos altavoces.

En el recinto cubierto había preparadas dos esteras de flotación, ancladas al fondo del estanque por medio de unos lazos de color marfil. Leda se quedó helada al poner las manos en su estera. De pronto, lo único que acertaba a ver era el pañuelo beis de Eris, aleteando contra su cabello cobrizo mientras se precipitaba hacia la oscuridad. El pañuelo que Leda había malinterpretado de un modo tan lamentable, porque era un regalo de su propio padre.

—¿Leda? ¿Va todo bien? —le preguntó su madre, con el ceño fruncido en un gesto de preocupación.

—Claro —contestó Leda con firmeza, y se tumbó sobre la estera de masaje. El tejido empezó a calentarse, a medida que los sensores identificaban las zonas afectadas y personalizaban el tratamiento.

Leda intentó obligarse a cerrar los ojos y relajarse. Todo saldría bien, ahora que la oscuridad que el año anterior había traído consigo quedaba atrás. No permitiría que los errores que había cometido en el pasado acabaran con ella.

Paseó las manos por las aguas artificialmente azules de la laguna, intentando poner la mente en blanco, pero no conseguía dejar de extender los dedos con ansiedad para después cerrarlos en un puño.

«Me voy a recuperar», se repetía una y otra vez. Mientras se mantuviera apartada, alejada de cuanto pudiera reactivar sus viejas adicciones, estaría a salvo del mundo.

Y el mundo estaría a salvo de ella.

CALLIOPE

Calliope Brown tenía las manos apoyadas en la barandilla de hierro colado, desde donde contemplaba la calle, setenta plantas abajo.

—¡Oh, Nadav! —exclamó su madre, Elise, a su espalda—. Tenías razón. Es perfecto para la recepción de la boda.

Se encontraban en la terraza exterior del Museo de Historia Natural, una auténtica terraza descubierta, con las puertas abiertas de par en par al dorado aire almibarado de septiembre. El cielo presentaba la cristalinidad pulida de un esmalte. Esta era una de las últimas plantas donde se podía acceder al exterior. Si se seguía subiendo, las terrazas ya no eran auténticas, sino simples habitaciones con unas bonitas vistas, rodeadas de cristal de polietileno.

La futura hermanastra de Calliope, la hija de Nadav, Livya, quien se había quedado junto a las puertas, articuló un contenido «Oooh» de aprobación. Calliope no se molestó en girarse. Empezaba a cansarse de Livya, aunque hacía lo que podía por ocultarlo.

Nunca serían amigas. Livya era una insoportable chica obediente, de las que seguían enviando notas de agradecimiento con membrete y soltaban chillonas risas falsas cada vez que alguno de sus profesores contaba un chiste malo. Aun peor, sus ojos pequeños y destellantes le daban un aire taimado que no podía disimular. Calliope tenía la impresión de que si uno se parara junto a una puerta cerrada para confesarle un secreto a alguien, Livya estaría al otro lado con la oreja pegada con avidez en la bocallave.

Oyó que Nadav decía algo ininteligible a sus espaldas, tal vez otro «Te quiero» susurrado para Elise. Pobre Nadav. No tenía ni idea de dónde se estaba metiendo cuando se propuso en matrimonio a la madre de Calliope durante la fiesta de inauguración que los Fuller dieron en Dubái. No podía imaginarse que Elise era toda una profesional en el arte del compromiso, que la suya era la decimocuarta petición que le habían hecho en los últimos años.

Cuando Calliope era pequeña y vivían en Londres, su madre trabajaba como asistente personal para una fría mujer rica, la señora Houghton, quien aseguraba que descendía de la aristocracia. Fuese o no cierto (desde luego, Calliope lo dudaba), algo así no le daba derecho a abusar de su madre como lo hacía. Al final, la situación se tornó insostenible, momento en que Calliope y Elise decidieron marcharse de Londres. Calliope solo tenía once años.

Adoptaron una glamurosa vida nómada: viajaban en avión por todo el mundo, se servían de su ingenio y su belleza para, como decía Elise, «librar a los ricos de su exceso de riqueza». Una de las muchas estrategias que utilizaban para ello era el compromiso. Primero Elise enredaba a alguien para que se enamorara de ella y le propusiera matrimonio, y después cogía el anillo y salía corriendo antes de la boda. Pero no recurrían solo a los falsos compromisos; con los años, Elise y su hija llegaron a idear todo tipo de embustes, en cuyas tramas incorporaban desde parientes a los que habían perdido hacía mucho tiempo hasta inversiones fraudulentas, pasando por multitud de lacrimógenas historias de pasión, todo lo que hiciera falta para hacer que la gente retirase alguna cantidad de sus criptocuentas. En cuanto el blanco les entregaba el dinero, Calliope y Elise se esfumaban.

No les resultaba fácil borrar su rastro por completo, sobre todo en los nuevos tiempos. Pero se les daba muy, muy bien. A Calliope solo la habían cogido una vez, y aún no sabía cómo había podido ocurrir.

Era la noche de la fiesta de Dubái, después de que Nadav y Elise se hubieran comprometido, después de que Elise hablara con Calliope y le planteara la posibilidad de que se quedaran en Nueva York de verdad. De seguir adelante con la boda y quedarse a vivir aquí, en lugar de coger el primer tren que saliera de la ciudad. Calliope sintió que el corazón se le inflaba en el pecho de pura alegría ante aquella idea. Últimamente sentía la extraña necesidad de establecerse en alguna parte, de llevar una vida de verdad, y Nueva York parecía el lugar perfecto para satisfacerla.

Entonces Avery Fuller se enfrentó a ella.

«Conozco la verdad sobre tu madre y sobre ti. Así que las dos vais a largaros de la ciudad», la había amenazado Avery, insoportablemente fría y distante. Calliope supo entonces que debía retirarse. No tenía elección.

Hasta pocas horas después, cuando vio a Avery y a Atlas besándose, y se dio cuenta de que sabía algo sobre Avery tan delicado como lo que Avery sabía sobre ella.

Se había encarado con Avery al respecto de vuelta en Nueva York. «No pienso irme a ninguna parte», replicó. «Y si le cuentas a alguien lo que sabes sobre mí, yo contaré lo que sé sobre ti. Puedes hundirme, pero te advierto que si yo caigo, pienso arrastrarte conmigo». Avery se limitó a mirar a Calliope con los ojos enrojecidos y cansados, como si no la viera, como si Calliope fuese tan transparente como un fantasma.

Calliope no era consciente entonces del terreno en el que se estaba metiendo al quedarse en Nueva York y urdir esta farsa. Debería haber seguido el ejemplo de su madre. Elise siempre maquinaba un trasfondo a medida del blanco en cuestión, y en el caso del entregado Nadav, el tranquilo ingeniero cibernético de voz suave, se había entregado a fondo. Lo convenció de que Calliope y ella eran dos filántropas dulces, serias y de gran corazón que llevaban años recorriendo el mundo, ofreciéndose a colaborar en todo tipo de causas.

Calliope consiguió quedarse en Nueva York y llevar una vida estable y «normal» por primera vez en años. Pero tuvo que pagar un precio muy alto: no podía seguir siendo ella misma.

Por otro lado, ¿había alguien en Nueva York que se mostrase como de verdad era? ¿No era esta esa ciudad llena de gente que no venía de ninguna parte, de gente que se rehacía a sí misma en cuanto llegaba? Calliope miró los ríos gemelos, que fluían alrededor de Manhattan como el gélido río Lete, como si en el momento en que uno los cruzaba, su pasado se volviera irrelevante y volviera a nacer convertido en otra persona.

Eso era lo que tanto le gustaba de Nueva York. Esa sensación de dinamismo incesante, ese torrente de energía impetuosa e indómita. Esa creencia que existía en la ciudad de que este era el centro del mundo, y de que Dios tendría que apiadarse de uno si estaba en otra parte.

Miró resignada su disfraz (se negaba a llamarlo atuendo, porque ella no habría elegido algo así ni por asomo): un vestido a medida hasta las rodillas y zapatos de tacón bajo. Llevaba recogida su espesa melena castaña en una coleta baja, dejando a la vista unos modestos pendientes de color aguamarina. Todos los detalles eran femeninos y elegantes, además de insufriblemente aburridos.

Al principio había intentado llevar al límite la paciencia de Nadav. Al fin y al cabo, estaba casado con su madre, no con ella. ¿Por qué iba a importarle a él que ella se pusiera conjuntos ceñidos y saliera hasta tarde? La había visto en el baile Bajo el Mar y en la fiesta de Dubái. Ya tenía que saber que la hija de Elise no era tan modosa como su madre o, mejor dicho, como su madre fingía ser.

Aun así, Nadav se había apresurado a dejar claro que esperaba que Calliope se atuviera a las mismas reglas que Livya. Con él todo eran órdenes e intransigencia. Parecía ver el mundo como si fuera un inmenso problema informático, pintado de un blanco y negro austero. Al contrario que Calliope y su madre, que se movían a lo largo de toda una escala de grises.

Durante meses, Calliope se avino sin reticencias a su papel. Mantenía la cabeza agachada, atendía en clase, respetaba el «toque de queda». Pero había pasado mucho tiempo, mucho más del que se había prestado a ninguna otra farsa, y empezaba a impacientarse. Sentía que esta actuación interminable empezaba a confundirla, a engullirla incluso.

Acomodó los codos en la barandilla. El viento jugueteaba con su cabello, le tiraba de la tela del vestido. Una sombra de duda se había asentado en su cabeza, y no parecía tener forma de disiparla. ¿De verdad merecía la pena pasar por todo esto para vivir en Nueva York?

El sol había descendido a lo lejos, una furiosa llamarada áurea suspendida sobre el perfil dentado de Jersey. Sin embargo, la ciudad no tenía visos de aquietarse. Los autobuses circulaban en filas coordinadas por la autopista Oeste. Las perlas del sol poniente danzaban sobre el Hudson, dotándolo de una delicada calidez broncínea. En el río, un viejo barco había sido transformado en un bar, donde los neoyorquinos se aferraban obstinados a sus cervezas mientras las olas los zarandeaban. Calliope sintió el deseo súbito y apremiante de encontrarse entre ellos, envuelta por las risas y mecida por el barco, en lugar de seguir allí arriba como una discreta estatua viviente.

—Estaba pensando que los invitados podrían reunirse aquí para el cóctel, mientras nosotros terminamos con la sesión de fotos —estaba diciendo Nadav. Las comisuras de su boca parecieron querer formar una sonrisa, sin conseguirlo del todo.

Elise dio una palmada discreta.

—¡Me encanta la idea! —exclamó—. Claro está, no saldrá bien si termina lloviendo, aunque...

—Ya le he solicitado una predicción a la Agencia Metropolitana de Meteorología —la interrumpió Nadav con entusiasmo—. Debería hacer una noche perfecta, igual que esta. —Extendió el brazo como si pretendiera ofrecerle la puesta de sol a modo de regalo, y Calliope supuso que eso era precisamente lo que estaba haciendo.

«Ya debería haberme imaginado que es posible comprar el clima ideal de cara a tu boda», pensó irónicamente. A fin de cuentas, en Nueva York podía comprarse y venderse de todo.

Elise levantó una mano para protestar.

—¡No deberías haberlo hecho! No quiero ni pensar lo que puede costar algo así. Tienes que cancelarlo y donar el dinero a una buena causa.

—Ni hablar —opuso Nadav, que se inclinó para besar a la madre de Calliope—. Por una vez, lo único importante vas a ser tú.

Calliope se contuvo para no poner los ojos en blanco. Como si alguna vez lo importante no hubiera sido la voluntad de Elise. Nadav no sospechaba siquiera que estaba siendo objeto de una de las técnicas más básicas de manipulación: la psicología inversa. Con algunas personas, cuanto más se les rogaba que no gastaran dinero en uno, más porfiaban en su empeño.

La organizadora de eventos del museo se asomó a la terraza para informarles de que la cata de aperitivos estaba lista. Cuando salieron en fila por la puerta, Calliope miró de soslayo hacia atrás, hacia la inmensidad del cielo. A continuación, giró la cabeza y regresó adentro con paso obediente y mecánico.

WATT

Era viernes por la noche y Watzahn Bakradi estaba allí donde se le podía encontrar todos los viernes a esa hora: en un bar.

Esta noche se había decantado por el Helipuerto. La clientela del Cinturón de la Torre debía de pensar que era un nombre muy moderno y chistoso, pero Watt manejaba otra teoría: el local se llamaba así porque nadie se había molestado en buscarle un nombre más original.

Aunque Watt debía admitir que el sitio estaba genial. Durante el día funcionaba a modo de helipuerto auténtico (en el suelo grisáceo de compuesto de carbono podían observarse las marcas de unos patines de hacía escasas horas) y por la noche, una vez que despegaba la última aeronave, se convertía en un bar clandestino.

El techo se levantaba sobre ellos como un cavernoso costillar de acero. Tras una mesa plegable, los camareros humanos mezclaban las bebidas que guardaban en unas neveras; nadie se atrevía a subir aquí un bot barman, puesto que una máquina denunciaría todas las violaciones de las normas de seguridad. Decenas de jóvenes que vestían tops que les dejaban el estómago al descubierto o parpadeantes camisetas instaimpresas se apiñaban en medio del recinto. El ambiente vibraba con la emoción, la atracción y el pulso grave de los altavoces. Lo más llamativo de todo, no obstante, eran las puertas dobles del helipuerto, que se encontraban abiertas y permitían apreciar su contorno irregular, como si un tiburón gigantesco le hubiera dado un mordisco a la fachada de la Torre. El aire fresco de la noche se agitaba en torno al costado del edificio. Watt podía oírlo a pesar de la música, un extraño murmullo incorpóreo.

Los clientes no dejaban de mirar en esa dirección, embelesados por el aterciopelado cielo nocturno, pero ninguno de ellos se aventuró a acercarse demasiado. Existía una regla tácita que recomendaba permanecer a este lado de la línea roja de seguridad, a unos veinte metros del filo desprotegido del hangar.

Si uno rebasaba ese límite, la gente podría imaginarse que consideraba la idea de saltar.

Watt había oído que, a veces, de improviso, los helicópteros podían aterrizar aquí por la noche, cuando alguien necesitaba atención médica urgente. Si se daba esa situación, corría la voz por todo el bar, que en cuestión de cuatro minutos quedaba vacío. A la gente que frecuentaba este sitio no le importaba que se produjera esa eventualidad. Era parte del atractivo, la emoción de jugar con fuego.

Cambió de postura, sin soltar en ningún momento la botella de cerveza helada. No era la primera de la noche. Cuando empezó a salir así, después de que Leda rompiera con él, se recogía al fondo de los bares a los que iba, intentando ocultar su dolor, sin conseguir otra cosa que castigarse todavía más. Al menos ahora la herida había cicatrizado lo suficiente para que no le importara colocarse en medio de la multitud. Lo ayudaba a sentirse un poco menos solo.

«Tus niveles de alcohol en sangre superan el límite legal», le avisó Nadia, el ordenador cuántico que Watt llevaba incorporado en el cerebro. El dispositivo proyectó el mensaje en sus lentes de contacto a modo de notificación parpadeante, el tipo de comunicación que empleaba siempre que Watt se encontraba en un entorno público.

«Dime algo que no sepa», pensó Watt, de un modo un tanto inmaduro.

«Es solo que me preocupa que bebas a solas».

«No estoy bebiendo a solas». Watt señaló a la clientela, sin alegría. «Me acompaña toda esta gente».

Nadia no se rio con el chiste.

Watt desplazó la mirada hacia una chica guapa de piernas esbeltas y tez aceitunada. Tiró la botella vacía de cerveza al cubo de reciclaje y se acercó a ella.

—¿Bailas? —le preguntó una vez que se hubo acercado a ella. Nadia guardaba un silencio absoluto. «Venga ya, Nadia. Por favor».

La chica se mordió el labio inferior y miró en torno a ella.

—No hay nadie más bailando...

—Por eso mismo deberíamos ser los primeros —insistió Watt, justo en el momento en que el equipo de sonido pasaba abruptamente a una irritante canción pop.

La chica, cuya reticencia se había evaporado de forma notoria, se rio.

—¡La verdad es que esta es mi canción favorita! —exclamó a la vez que tomaba a Watt de la mano.

—¿En serio? —dijo Watt, como si no lo supiera ya. Era él (o, mejor dicho, Nadia) quien había seleccionado la pieza. El ordenador se había infiltrado en la página de la chica que figuraba en los agregadores a fin de determinar su música preferida, para después tomar el control de los altavoces del bar y empezar a reproducirla, todo en menos de un segundo.

«Gracias, Nadia».

«¿Seguro que quieres agradecérmelo? Esta canción es una mierda», le espetó Nadia, con tal vehemencia que Watt no pudo reprimir una sonrisa.

Nadia era el arma secreta de Watt. Cualquiera podía explorar la i-Net a través de sus lentes de contacto digitales, desde luego, pero incluso los últimos modelos de lentes funcionaban por medio de comandos de voz, de manera que si uno quería realizar una consulta, tenía que formularla en voz alta, del mismo modo en que se enviaba un parpadeo. Pero Watt podía explorar la i-Net de forma encubierta, porque solo él llevaba un ordenador incorporado en el cerebro.

Cada vez que conocía a alguien, Nadia analizaba al instante la página de esa chica en los agregadores y después le recomendaba cómo orientar la conversación para ganársela. Si la chica era una artista gráfica y llevaba tatuajes, Watt fingiría que le encantaban los viejos bocetos en dos dimensiones y el whisky selecto. Si la chica era una estudiante extranjera de intercambio, Watt se haría pasar por un chico atento y sofisticado; y si la chica tenía fuertes convicciones políticas, Watt aseguraría que apoyaba su causa, fuera cual fuese. El guion cambiaba en cada caso, pero siempre era fácil de interpretar.

Estas chicas siempre buscaban a alguien afín a ellas. Alguien que comulgase con sus opiniones, que les dijera lo que querían oír, que no las presionara ni las contradijera. De todas las chicas que Watt había conocido, Leda era la única que no buscaba algo así, que en realidad prefería que la interrumpiesen si decía alguna sandez.

Se sacó a Leda de la cabeza y se centró en la chica de ojos destellantes que tenía ante él.

—Me llamo Jaya —se presentó la joven, que se acercó un poco más para rodear con los brazos los hombros de Watt.

—Watt.

Nadia le propuso varios temas de conversación, cuestiones acerca de los intereses de Jaya y sobre su familia, pero Watt no tenía ganas de charloteo.

—Tengo que irme pronto —se oyó decir.

«Vaya, sí que tienes prisa esta noche», observó Nadia con sequedad. Watt no se molestó en responderle.

Jaya se sobresaltó un tanto, pero Watt reaccionó al instante.

—He sacado un cachorrito del refugio —dijo—, y debo ir a ver cómo está. Tengo uno de esos bots cuidadores de mascotas, pero no me quedo tranquilo dejándolo con él. Todavía es muy pequeño, ¿sabes?

La expresión de Jaya se había ablandado de inmediato. Soñaba con ser veterinaria.

—Claro, lo entiendo. ¿De qué raza es?

—Creemos que es un border terrier, pero no estamos seguros. Al parecer, lo encontraron abandonado en Central Park.

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