Las que estamos muertas

Namina Forna

Fragmento

muerta-6

1

Hoy se celebra el ritual de la pureza.

Un pensamiento me atormenta cuando salgo aprisa hacia el granero cogiendo el tabardo para resguardarme del frío. Es temprano y el sol todavía no asoma tras los árboles espolvoreados de nieve que rodean nuestra pequeña granja. Las sombras se arrebujan en la penumbra, adueñándose del tenue charco de luz que proyecta mi quinqué. Siento un hormigueo aciago bajo la piel. Es como si hubiera una presencia que escapa a mi mirada...

«Serán los nervios», digo para mis adentros. He sentido este mismo hormigueo muchas otras veces y nunca he observado nada extraño.

La puerta del granero está abierta y hay un farol colgado del poste. Padre ya está dentro, esparciendo el heno. La oscuridad lo reduce a una silueta frágil, con su cuerpo alargado hundido en sí mismo. Hace apenas tres meses estaba sano y fuerte, sin que se contara una sola cana en sus cabellos rubios. Pero entonces llegó la viruela roja y tanto él como madre cayeron enfermos. Ahora está encorvado y consumido, y tiene los ojos llorosos y el pelo ralo propios de un hombre varias décadas mayor.

—Ya te has levantado —dice a media voz posando en mí su mirada gris.

—No conseguía volver a dormirme —respondo cogiendo un balde de leche y acercándome a Norla, nuestra vaca más grande.

Se supone que debería estar descansando a solas, al igual que las otras muchachas que van a participar en el ritual, pero en la granja hay demasiado trabajo pendiente y pocas manos para hacerlo. Desde que madre falleció hace tres meses no damos abasto. Las lágrimas me empañan los ojos al recordarla y parpadeo para ahogarlas.

Padre echa más heno en el pesebre con la ayuda de la horca.

—Benditos sean aquellos que al despertar presencian la gloria del Padre Infinito —dice con voz áspera recitando el Saber Infinito—. Y bien, ¿estás preparada para el día de hoy?

Asiento.

—Sí, estoy preparada.

Esta tarde el anciano Durkas me someterá a la prueba del ritual de la pureza junto con las demás muchachas de dieciséis años. Una vez que se demuestre que somos puras, nos convertiremos oficialmente en miembros de la aldea. Por fin pasaré a ser una mujer, y podré casarme y formar mi propia familia.

Me sacude otra oleada de ansiedad de solo pensarlo.

Miro a padre de soslayo. Lo veo tenso; se maneja con dificultad. Él también está preocupado.

—Padre, me preguntaba... —comienzo—. ¿Y si...? ¿Y si...? —Me interrumpo dejando que la pregunta inconclusa flote entre nosotros con pesadez. Un miedo indescriptible se despliega en la luz mortecina del granero.

Padre intenta consolarme con una sonrisa, pero las comisuras de sus labios no lo acompañan.

—Y si ¿qué? —dice—. Puedes contármelo, Deka.

—¿Y si mi sangre no manara pura? —susurro soltando aprisa las horribles palabras—. ¿Y si los sacerdotes se me llevaran y me... desterraran?

A menudo tengo pesadillas en las que así sucede, visiones terroríficas que se entremezclan con mis otros sueños, aquellos en los que me encuentro en medio de un mar negruzco, mientras la voz de madre me llama.

—¿Es eso lo que te inquieta?

Asiento.

Aunque no sea lo habitual, todo el mundo sabe de la hermana o la pariente de alguien que resultó ser impura. La última vez que sucedió algo así en Irfut fue hace décadas, durante la prueba de una prima de padre. Aún circulan por la aldea murmuraciones sobre el día en que los sacerdotes se la llevaron a rastras; después nadie volvió a verla. Desde entonces, ha pesado una especie de sombra sobre la familia de padre.

Por eso sus miembros se muestran siempre tan devotos (mis tías, las primeras en llegar al templo, llevan un velo que les cubre incluso la boca). El Saber Infinito lo advierte: «Solo la mujer impura, blasfema e impúdica se descubre bajo los ojos de Oyomo». A pesar de que este aviso se refiere solo a la mitad superior del rostro, desde la frente hasta la punta de la nariz, mis tías se tapan también los ojos con unas finas franjas de tela vaporosa.

Cuando padre regresó del puesto militar junto con madre, la familia lo repudió al instante. Era demasiado arriesgado aceptar en el seno del clan a una mujer de pureza incierta, una forastera, además.

Después llegué yo, una niña negra que habría pasado por una habitante del sur de no haber sido por los ojos grises, la barbilla hendida y el cabello de suaves rizos que heredé de padre.

Llevo en Irfut toda la vida; aquí es donde nací y donde me he criado, pero, aun así, me siguen tratando como a una extranjera; aun así, me siguen mirando y señalando; aun así, me siguen excluyendo. Si por algunos parientes de padre fuese, ni siquiera se me permitiría entrar en el templo. Tal vez mi cara sea la viva imagen de la de él, pero eso no basta. Debo superar la prueba para que la aldea me acepte, para que la familia de padre nos acoja a los dos. Una vez que mi sangre fluya pura, ocuparé al fin mi lugar.

Padre se acerca con una sonrisa tranquilizadora en los labios.

—¿Sabes lo que significa ser pura, Deka? —me pregunta.

Le respondo con un pasaje del Saber Infinito.

—«Benditas sean las dóciles y las sumisas, las humildes y verdaderas hijas del hombre, porque se mostrarán inmaculadas a ojos del Padre Infinito».

Todas las niñas se saben este fragmento de memoria. Lo recitamos siempre que entramos en un templo para no olvidar que la mujer fue creada para atender al hombre, para satisfacer sus deseos y acatar sus órdenes.

—¿Eres humilde y todo lo demás, Deka? —me pregunta padre.

Asiento.

—Creo que sí —respondo.

Veo un atisbo de incertidumbre en su mirada, pero aun así me sonríe y me besa en la frente.

—Entonces todo irá bien.

Continúa esparciendo el heno. Me siento delante de Norla, todavía afligida: al fin y al cabo, hay aspectos en los que me parezco a madre y de los que padre no está al tanto, aspectos que, de llegar a saberse, me valdrían el desprecio aún más profundo de los aldeanos.

Tengo que procurar mantenerlos en secreto. Los aldeanos no deben conocerlos nunca.

Jamás.

Corren todavía las primeras horas de la mañana cuando llego a la plaza de la aldea. Una brisa helada rasga el aire y de los tejados de las casas cercanas penden hileras de carámbanos; el sol, sin embargo, brilla con llamativa intensidad para esta época del año y sus rayos se reflejan en las altas columnas del templo de Oyomo y sus arcos. Estas columnas representan una plegaria, una forma de meditar sobre el camino que el sol de Oyomo recorre cielo a través cada día. Los sumos sacerdotes las emplean para elegir los dos días del año en los que celebrar los rituales de primavera e invierno. Con solo verlas siento otra puñalada de angustia.

—¡Deka! ¡Deka! —Una silueta desgarbada me saluda con entusiasmo desde el otro lado de la calle.

Elfriede corre hacia mí. Va tan bien envuelta en su tabardo que solo acierto a distinguir sus destelleantes ojos verdes. Ambas procuramos cubrirnos la cara siempre que llegamos a la plaza de la aldea; yo, por el color de mi tez y Elfriede, por la marca roj

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