La tierra de la noche (La puerta del bosque 2)

Melissa Albert

Fragmento

tierra-5

 

Tenía dieciocho años, súmale o quítale un siglo de cuento de hadas, cuando me besé con alguien por primera vez.

Estaba en el último curso de un instituto de Brooklyn, donde me había matriculado poco después de dos caóticos años en el Interior. Ansiaba la normalidad, ansiaba la rutina. Para ser sincera, me veía con un jersey color verde hoja y estudiando en una biblioteca forrada de madera, algo que me dio vergüenza reconocer más tarde, cuando me encontré leyendo El corazón es un cazador solitario bajo los parpadeantes fluorescentes de nuestro instituto, siempre falto de recursos. Lo único que hacía que todo aquello fuese soportable era Nieves Blancas.

Quizá «soportable» no sea la palabra adecuada. Ella era lo único que hacía que la situación fuese «interesante». Irritante sería otra forma de decirlo.

Nieves era una exHistoria, como yo, otro despojo del Interior. De ojos grandes y constitución de bailarina huesuda, con el pelo negro que se movía sin cesar como los juncos en el agua. Tenía una de esas caras que parecen hologramas, diferentes según el ángulo desde donde las mires, de las que dan ganas de escudriñar hasta haber descubierto todos sus secretos. De las que, cuando por fin te das cuenta de que nunca adivinarás qué esconden, ya te han robado la cartera del bolsillo o el reloj de la muñeca.

A los chicos les gustaba Nieves. No solo a los chicos, pero era con ellos con los que salía, bueno, con los que tenía una especie de «no citas» deprimentes en las que se dedicaban sobre todo a beber y dar vueltas. Durante un tiempo, dejé que me arrastrara con ella, porque hubo una fase en la que sentía que nada de lo que hubiera en la Tierra podría herirme. Me sentía valiente, pero también implicaba que estaba a un par de clics de sentirme abotargada, «inhumana», y quería apartar esa sensación a toda costa.

Total, que una noche estábamos junto al río. Al otro lado veíamos el resplandor geométrico del Distrito Financiero y yo me puse a contemplar todas las ventanas pequeñas como cabezas de alfiler, recordándome que detrás de cada luz podía haber una persona y que cada persona tenía una historia y que la ciudad estaba llena de gente cuya vida no tenía nada que ver con la mía. Supongo que con eso pretendía sentirme menos sola, pero en lugar de eso acabé pensando que ninguna de esas personas, ni una sola, podría entender qué era yo ni qué había visto ni de dónde procedía. Los únicos que sí podían, Nieves entre ellos, estaban destrozados. Algunos se habían roto como el cristal, en añicos relucientes, pero otros se habían ido resquebrajando hasta acabar convertidos en piezas polvorientas que la ciudad barría de un plumazo. Estaba un poco borracha de Coca-Cola con alcohol caliente y me preguntaba en cuál de esas categorías acabaría convertida yo. Sentía tanta lástima por mí misma que debería haberme dado vergüenza.

Uno de los chicos de Nieves (esa noche nos acompañaban tres, dos que tal vez le gustaban más uno que se había apuntado) se sentó junto a mí. Era uno de los principales, bastante guapo, con dos líneas afeitadas en la ceja. Eso significaba algo, pensé, pero no me acordaba de qué.

Nos quedamos un minuto entero sentados en silencio.

—¿Sabes qué? A veces te miro.

Ese comentario no merecía respuesta, así que no dije nada.

—Eres callada, pero eso me gusta. Tienes un alma profunda, ¿a que sí?

Sonrió ante su propio comentario, de esa manera con la que sonríen los tíos cuando dicen cosas falsamente emotivas que creen que harán que las chicas se quiten la ropa allí mismo. Que no me hubiera besado nunca con nadie no quería decir que no me sonara ya esa canción.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Eres tan pequeña —dijo de un modo críptico. Desde luego, se había leído el manual hasta el final—. Pero lo sé, tienes un alma profunda.

—Si te soy sincera, ni siquiera sé si tengo alma —contesté mirando el perfil de la ciudad—. Si el alma es lo que nos hace humanos, entonces lo más probable es que no la tenga. A menos que el alma sea algo que puedes construirte, es decir, a posteriori. Y no creo que lo sea. Así que: no tengo alma. Te lo digo para que veas por qué esa frase para ligar no va a funcionarte conmigo.

Era lo más sincero que le había dicho a alguien desde hacía mucho tiempo y casi lo único que había dicho en toda la noche. Pensé que quizá se levantaría y se iría, o que se confundiría y me llamaría zorra. En lugar de eso, sonrió.

—Joder, eres rara de cojones —dijo.

Luego me besó.

No fue tan sencillo. Primero me puse tensa, luego agaché la cabeza y la aparté. Al final, volví a mirarlo e intenté ponerme de pie, porque no había pillado mi tremenda indirecta.

—Espera, espera —me pidió entre risas.

Me pasó un brazo por la cintura y el chico era tan fuerte que el hecho de retenerme sentada pareció un gesto natural. Yo no tenía miedo exactamente, pero tampoco me podía apartar de él aunque quisiera. El aliento le sabía a Coca-Cola y ajo, y tenía la lengua áspera, como la piel muerta.

La parte de mí que lo habría matado por eso, en un tiempo remoto (que habría convertido su sangre en hielo con solo tocarlo), siseó dentro de mi pecho. La parte del Interior que había en mí se había secado y evaporado, apenas quedaban restos. Quizá habitara en el lugar que debería haber albergado mi alma, si hubiera sido humana de verdad. Ahora, en el fondo, no era ninguna de las dos cosas (ni del Interior, ni humana) y el chico aplastó la cara contra la mía de tal modo que me costaba respirar.

Entonces, de repente, me puse a jadear como si me faltara el aire y él empezó a gritar y los puntos de su piel que había frotado contra la mía se humedecieron con un sudor frío. Tardé un confuso segundo en entender qué estaba viendo: Nieves lo había agarrado por el pelo para apartarlo de mí y luego lo había tirado al suelo. Le dio dos patadas, eficaces y bien elegidas, mientras los amigos de él decían «¡mierda!», pero no hacían nada para ayudarlo. Durante todo ese tiempo, Nieves mantuvo el cigarrillo encendido en la boca, como si no valiera la pena ni dejar de fumar para deshacerse de él.

Al final, le puso la zapatilla de deporte sucia en la garganta. Debió de apretar bastante fuerte, porque él intentaba soltar toda clase de tacos pero no se oía nada. Cuando trató de quitársela de encima agarrándola por la pierna, ella dio un paso atrás y le arreó otra patada, luego se agachó y lo miró a la cara.

—Te morirás antes de cumplir los treinta —le dijo antes de echarle el humo a los ojos. No lo dijo como una amenaza, sino como un hecho—. En un accidente. Rápido, por lo menos. Si eso te consuela.

Entonces sus amigos sí lo ayudaron a levantarse y llamaron a Nieves loca y cosas peores, pero se aseguraron de no acercarse mucho a ella.

—¿Qué? —repetía el chico, con la cara teñida de miedo—. Pero ¿de qué hablas? ¿Por qué me has dicho eso?

Nieves no contestó, se quedó mirando cómo se largaban con el rabo entre las piernas, gritando insultos por encima del hombro.

Cuando se marcharon, se dirigió a mí.

—¿Ese capul

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos