Guardianes de medianoche (Ciudad de pesadillas 2)

Holly Race

Fragmento

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Prólogo

Hace muchos años, en un tiempo forjado por las leyendas…

La forja quemaba zafiro bajo la luz esplendorosa de Annwn. El metal que no era metal lanzaba salpicaduras de inspyro al aire titilante mientras iba cobrando forma. Las hadas, apostadas sobre su obra de arte, blandían el martillo sobre la hoja por turnos. Merlín, el más anciano y poderoso del grupo, metió las manos desnudas en el fuego para crear la empuñadura con el cristal fundido.

—¿Está lista? —La voz brotó del oscuro fondo de la sala.

—Pronto —respondió Andraste, levantando la cabeza para de este modo tomar aliento. La brisa marina entraba por las puertas abiertas del salón. Se le quedó atrapado en la garganta el fuerte olor a salitre y a algas. Miró a su amante, que esperaba entre las sombras.

—Solo falta una cosa —dijo Merlín, mientras la empuñadura y la hoja se unían con un siseo—. ¿Seguro que lo deseas?

—Seguro —respondió él, sin dejar de moverse con impaciencia.

Merlín asintió y colocó una mano ajada sobre la empuñadura. El resto de las hadas lo imitó. Andraste fue la última. Tendría que estar contenta de poder hacer eso por él. Una diosa y un mortal; ya se había enamorado antes de varios hombres y mujeres de Ithr, pero jamás de nadie como él. ¿Por qué estaba tan inquieta, entonces? ¿Por qué le temblaban los huesos —como si los tuviera— ante la idea de entregarle aquel regalo?

—Estoy en deuda —dijo él, como si se dirigiera al grupo entero. Sin duda, Merlín pensó que se dirigía a él, pero Andraste sabía que esas palabras eran solamente para ella. La voz de su amante sonó tan sincera que descartó sus recelos achacándolos a la inseguridad de una mujer orgullosa. Cedió a la voluntad del hombre y se obligó a cumplir aquella tarea ante todos. La forja era la parte fácil.

Lo hicieron todos a una, desembrollaron las historias que les unían y hallaron las hebras comunes. De Merlín, el primero de todos, salió el ingenio. La hebra de Nimue era más delicada: la fortaleza. La de Puck era llamativa: entregó el deseo. El gemelo de Andraste, Lugh, entregó la fuerza. El regalo de Andraste constaba de varias hebras, y era el poder. Hubo también otros regalos menores de la miríada de hadas: memoria, premonición, carisma. Cada hebra salió proyectada de las hadas como un rayo de inspyro reluciente que acabaría incrustado en la espada. Andraste notó cómo su fuerza menguaba al incrustar su don en el metal. «No importa», pensó, «porque cuando esté hecho, habrá historias para todos».

Al final, cuando vieron que estaba bien, las hadas dieron un paso atrás. Andraste se acercó a su amante y reposó su frente caliente y brillante contra la suya. Él la miró a los ojos de aquel modo que ella adoraba: de aquel modo que le revelaba que él la conocía como ningún otro mortal la había conocido.

—Hecho está, mi amor —dijo ella.

Él la besó en la mejilla y, acto seguido, la dejó atrás para ir a ver lo que habían creado. Los demás, la familia de Andraste, jadeaban. El resplandor de la inspyro que los envolvía era difuso. Todos se habían debilitado con el esfuerzo de la creación. Observaron cómo él sacaba el arma del fuego. La espada silbó al marcarle la palma, pero a él no le importó el dolor. Movió el brazo y la inspyro que fluyó a través de sus músculos le sanó la piel quemada.

Su mirada rebosaba astucia.

—Es perfecta —le aseguró Andraste. Jamás había creado nada tan hermoso, ni tan poderoso. Las hebras de las hadas habían dibujado un patrón de color violeta y dorado a través de la empuñadura de cristal que se adentraba en la hoja de la espada. Al blandirla, la luz que entraba por las ventanas reflejaba formas multicolores en los rostros de los allí reunidos.

—Sí —admitió él, sonriendo, al fin—. Es buena.

El modo en que lo dijo dejó helada a Andraste. Intentó acercarse a él, pero él se apartó, como quien no quiere la cosa, retirándose hacia la puerta.

—Hemos cumplido el trato —dijo Merlín con voz ronca—. Estás en deuda con nosotros.

—Todos tendremos historias, ¿verdad? —preguntó la voz aguda de Nimue, que retumbó en la sala.

—Tenemos hambre —dijo Puck, revoloteando hacia Andraste—. ¿Cuándo comeremos?

Pero Andraste no dijo una palabra. Siguió a su amado, que salía al viento fresco. Ahí fuera, ante ellos, se extendían las ondulaciones de Dyvnaint a un lado. Al otro, las montañas de Sumorsaet alcanzaban el mar besado por el sol.

—Íbamos a restaurar Annwn juntos —dijo Andraste, con tristeza.

En los prados de abajo, jugueteaban los diablillos y los duendes. A lo lejos, un gigante chapoteaba en aguas poco profundas, pescando espíritus marinos.

—Todas estas son criaturas del mal —dijo él en voz baja para que solo Andraste pudiera oírle—. No toleraré ningún peligro para los míos.

—Por favor, milord —suplicó Andraste.

Sin embargo, él le dio la espalda con la espada en alto y rugió con un rugido que ella jamás había oído en un humano. En ese preciso momento, tuvo la certeza de que el verdadero amor de su inmortal existencia la había embaucado. Y con el corazón hecho añicos, juró que algún día, hace ya muchos años, lo arreglaría.

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Ahora, en un tiempo que ha olvidado las leyendas…

—¡Abajo, Fern! —me chilla Ollie, y sin esperar a comprobar si le he oído o no, me lanza su disco dentado derecho a la cabeza. Me agacho justo a tiempo y noto que el filo me roza el pelo de la coronilla. Un golpe sordo me revela que ha impactado en el objetivo.

Cuando me dispongo a regañar a mi hermano, un grito infame me advierte de la llegada inminente de otra pesadilla. Esta vez, se trata de una mujer con las mejillas hundidas y el pelo apelmazado. Me recuerda al grupo de indigentes que ronda por las paradas de autobús de Stratford, cerca de mi casa. No puedo pensar en eso ahora. Con un toque de tobillo, hago que Lanuda dé media vuelta y hundo mi cimitarra en el pecho de la mujer. Al tirar del mango, el filo se desliza y la mujer vuelve de inmediato al interior de la inspyro.

La voz de Rachel retumba en el auricular de mi casco.

—Vienen más por el callejón, Bedevere. Por el este. Avanzan rápido.

Luego me llega la voz de Samson. Estamos tan cerca que nuestras rodillas casi se tocan, cada uno sentado a horcajadas sobre su caballo, pero lo oigo lejos, a través del casco.

—Círculo cántabro.

Nuestra única señal de haber recibido la orden es disponer los caballos formando un círculo en la calle, todos mirando hacia afuera. No estamos lejos de los grandes museos de Ken­sington; hasta se oye un aria que proviene del Royal Albert Hall, unas calles más allá. Cuando me uní a los caballeros por primera vez, estas calles estaban ocupadas por juglares, esfinges y alguna que otra manada de hombres lo

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